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– ¿Te han apartado del servicio por haber interrogado a un diputado? -pregunta Katerina, incrédula.

– A un ex ministro.

– Aunque sea un ex ministro.

– Ya decía yo que bajo la Junta se vivía mejor -irrumpe Adrianí-. Al menos, entonces el Estado respetaba a la policía.

– ¡Piensa antes de hablar, mamá! -grita Katerina, indignadísima-. No la respetaba. ¡La usaba para torturar a la gente!

– ¿Acaso tu padre torturó a alguien, alguna vez? -La pobre imagina que si lo hubiera hecho se lo diría.

– ¿Qué tiene que ver esto?

– Sí tiene que ver. Por eso lo han apartado del servicio.

– La Junta nada tiene que ver con eso -dice Uzunidis en tono sereno, y se dirige a mí-: ¿Sabe? Cuando entré a trabajar en el hospital, todos mis compañeros se desvivían por ayudarme. Yo estaba en la gloria. Sin embargo, al cabo de seis meses empezaron a distanciarse; me evitaban, chismorreaban a mis espaldas y me miraban de soslayo. Yo me devanaba los sesos para adivinar la causa, hasta que un día el director me llamó a su despacho y me preguntó si aceptaba sobres de los pacientes. Entonces imaginé que ésa era la razón de mi aislamiento: «El que diga que acepto sobres, es un embustero», protesté indignado. «Haces bien en no aceptarlos», respondió el director, «pero haces mal en presumir de ello. Más vale que piensen que los aceptas.»

– ¿Te pidió que rechazaras el dinero pero que fingieras que lo aceptabas? -pregunto estupefacto.

– Lo mismo pregunté yo. ¿Sabe qué me contestó? «Te lo digo por tu propio bien. Si no, te harán la vida imposible y acabarán pagándolo tus pacientes.»

– ¿Qué hiciste? -pregunta Katerina.

– Una pequeña variación sobre el tema -responde él riéndose-. Sigo rechazando dinero bajo mano y guardo silencio sobre el tema. Sencillamente, les dejo suponer que acepto esos dichosos sobres.

Yo nunca llegué a comprender lo que el médico dedujo en tan poco tiempo: que la diferencia no se establece entre lo moral y lo inmoral, sino entre las apariencias. El ex ministro cobraba de Kustas pero lo disimulaba. El médico no cobra de los pacientes pero finge que sí. El primero aparenta ser moral, el segundo aparenta ser inmoral. También yo debí pretender que no había descubierto el papel del ex ministro en la empresa de blanqueo de dinero, así adoptaría la imagen de un policía sensato y fuera de problemas.

Adrianí, que había estado conteniendo el llanto, se levanta de repente y sale de la habitación. Sé que irá a la cocina para llorar a sus anchas. En realidad, no la angustian tanto los problemas que esta situación conlleva como la injusticia de la que he sido objeto. Quiero salir tras ella para consolarla pero Katerina me retiene.

– Déjala, es mejor que se desahogue -dice.

En efecto, vuelve poco después con una sonrisa en los labios. Debe de haberse lavado la cara, porque no hay huellas de lágrimas. Lo mejor de mi confesión es que el ambiente resulta mucho más relajado y pronto nos encontramos inmersos en una conversación animada. Cuando hacia las seis de la tarde el médico y Katerina deciden salir a dar una vuelta, ya hemos intercambiado promesas de no dejar de vernos cuando ella se vaya. Me equivoqué con el ex ministro y me equivoqué con el médico. Los subestimé a los dos. Adrianí va a la cocina y Katerina se prepara para salir.

– ¿Qué edad tiene ese secretario general que te ha apartado del servicio? -pregunta Uzunidis cuando nos quedamos solos.

– Unos cuarenta y cinco.

– Tuve un profesor de psiquiatría en la universidad. ¿Sabes qué nos decía?

– ¿Qué?

– Pobres de nosotros cuando la generación contraria a la Junta empiece a operar. Ahora sé que se equivocaba.

– ¿Por qué?

– Porque la generación contraria a la Junta nunca se ha dedicado a la medicina, sino a la política. Éste es nuestro drama.

No sé a qué drama se refiere. Entonces les pegábamos nosotros, ahora nos pegan ellos. Esto es todo.

Capítulo 51

Lo que no sucedió el sábado, acaba ocurriendo el domingo. Durante la noche del sábado al domingo, para ser más precisos. Me despierto cada media hora presa de la ansiedad y me paso media hora más dando vueltas en la cama hasta que logro conciliar el sueño de nuevo. Adrianí percibe mi inquietud y me vigila, pero mantengo los ojos cerrados para que piense que sigo dormido.

Me despierto a las nueve de la mañana, exhausto y con una taquicardia galopante. Mi pulso es de 105. Me tomo un Interal y me tiendo en la cama boca arriba, con la mirada fija en el techo. Me gustaría recurrir a un diccionario para relajarme un poco pero no tengo fuerzas para llegar a la estantería. Finalmente, Adrianí acude para preguntarme qué pasa.

– Nada, no me marees -respondo bruscamente para evitar que me dé la lata.

A las once la taquicardia sigue galopando, las pulsaciones no bajan de cien y me tomo otro Interal. Ya me veo otra vez en el hospital cuando aparece Katerina.

– Ya tengo la maleta hecha -anuncia, pero al verme inmóvil se detiene-. ¿Qué te pasa? -pregunta con voz tranquila.

– No le digas nada a tu madre, tengo mucha taquicardia. Ya me he tomado dos Interal, pero no mejora. Katerina sale de la habitación en silencio y regresa poco después con un vaso de agua y media pastilla.

– ¿Qué es esto?

– Lexotanil. De parte de Fanis.

– ¿Está aquí?

– No, los compró anoche en una farmacia de guardia. «Si tu padre vuelve a tener taquicardia, dale medio Lexotanil y se le pasará enseguida», dijo. Aquí lo tienes, tómatelo.

No me siento con ánimos para discutir y me trago la pastilla sin rechistar.

– Si mamá nos viera ahora, diría: «Menos mal que t enemos un médico en la familia». -Se echa a reír, se inclina hacia mí y me abraza-. No te preocupes, todo irá bien. A ellos tampoco les interesa montar un escándalo. Archivarán el caso y se olvidarán del comité disciplinario.

– Guikas no lo olvidará.

– Guikas hará lo que le manden sus superiores. Por eso ha llegado a donde ha llegado mientras que tú te has quedado en teniente.

– ¿Te importa que no haya logrado ascender?

– En absoluto. Fanis tampoco hará una gran carrera con las ideas que tiene, y no me importa.

Tres cuartos de hora después me veo obligado a reconocer que Uzunidis es un buen médico. Me levanto de la cama y voy a la cocina, donde Adrianí y Katerina están conversando.

– ¿Ya te has levantado? -pregunta Adrianí con un suspiro de alivio-. ¿Te apetece un café?

– Pues sí.

Mientras lo saboreo suena el teléfono y Katerina atiende la llamada.

– Papá, Fanis quiere hablar contigo -anuncia desde la sala de estar.

– ¿Cómo adivinaste que tendría taquicardia? -pregunto en cuanto levanto el auricular.

Uzunidis se echa a reír.

– ¡Menudo diagnóstico! No es un problema cardíaco, sino de la ansiedad que padeces. ¿Cómo te encuentras?

– Mejor.

– Perfecto. Si mañana reaparece la taquicardia cuando vayas a entregar los expedientes, no te asustes y tómate medio Lexotanil. Si la molestia persiste, llámame. Katerina tiene el número de mi casa y también el del hospital.

– Muchas gracias.

– No me des las gracias. ¿Acaso no soy tu médico? -Guarda silencio un instante y luego añade-: No te quedes en casa hoy. Sal a comer con tu mujer y tu hija, y después acompañadla a la estación.