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Debo de estar más asustado de lo que había imaginado, porque sigo su consejo sin una protesta testimonial siquiera. Digo a las mujeres que se preparen porque nos vamos a comer fuera. Está lloviznando y el tráfico dominguero es muy reducido. En la taberna sólo hay dos mesas ocupadas aparte de la nuestra. Durante el almuerzo me cuesta apartar los ojos de Katerina. Mi hija está triste por tener que dejarnos, a nosotros y a Fanis, pero consigue parecer alegre y risueña. Adrianí, en cambio, oscila entre el alivio de verme recuperado y la tristeza por la partida de su niña, y no sabe cómo comportarse.

Después de comer, decidimos tomar el café en Kifisiá. Llegamos a la estación a las seis y media de la tarde. El tren de Katerina sale a las siete y ella nos dice que no es preciso que esperemos, pero nosotros insistimos en verla instalada en su vagón. Lo hicimos para su primer viaje y lo hemos repetido sin excepción desde entonces. Antes de despedirnos, me abraza con fuerza.

– No te preocupes por nada -me susurra al oído-. Y si tienes molestias, llama a Fanis.

– Estoy bien -susurro a mi vez para tranquilizarla.

– Ya te conozco. Si no quieres sincerarte con mamá, habla al menos con Fanis. Mañana te llamaré para que me cuentes todas las novedades.

Después de tantas semanas disfrutando de su compañía, sin Katerina la casa parece vacía, desolada. Adrianí aguza el oído como si buscara algún sonido que indique la presencia de su hija. No se oye nada, el silencio es absoluto, y los ojos de mi mujer se llenan de lágrimas.

– Se ha ido -consigue pronunciar.

Cometo el error de abrazarla y empieza a sollozar desconsoladamente, con la cabeza apoyada en mi pecho.

– No te lo tomes así, sólo faltan un par de meses para Navidad y la tendremos otra vez aquí.

– Sí, pero qué despacio pasarán estos dos meses…

Aunque yo también sé con qué lentitud pasará el tiempo, de momento decido matar las dos primeras horas viendo la tele con Adrianí, que elige el programa «Cita a ciegas». Al principio me aburro, pero me quedo con ella como acto de solidaridad. Sin embargo, poco a poco voy descubriendo los efectos positivos de estos programas. Uno los ve como su nombre indica: a ciegas. Mantengo la mirada fija en la pantalla, sin apreciar los vestidos de noche ni oír las estupideces que dicen, mientras mi mente viaja por otras regiones, al encuentro de Guikas y el secretario general. Quizá no debí entregar todos los negativos sino quedarme con algunos para mostrárselo al comité disciplinario. Me hubiera convenido fotocopiar los documentos del piso antes de dárselos. Creía que mis pruebas los impresionarían y metí la pata. ¿Cómo convencer al comité de que tenía pruebas incriminatorias cuando fui a interrogar al ex ministro, y cómo convencer a Guikas de que las presente? Por un lado, temo que den carpetazo al caso; por el otro, se lo pongo en bandeja para que lo cierren. Mi única esperanza es que suceda lo que vaticinan Uzunidis y mi hija: que no quieran llegar al extremo y se olviden de las sanciones.

Doy vueltas a la misma idea hasta que empieza el informativo. En ese momento me levanto, porque no tengo el cuerpo para noticias. Ya he alcanzado la puerta cuando oigo la voz del presentador: «Revuelo en el Departamento de Policía debido al caso Kustas», y en el acto doy media vuelta. Adrianí me echa una mirada interrogante y yo encojo los hombros. No sé qué van a decir, no sé si Guikas o el secretario general han hecho declaraciones, y mi corazón vuelve a las andadas.

Escucho la información relativa a las inundaciones en el Peloponeso, a un yonqui que apareció muerto en un suburbio, a las veintidós violaciones de nuestro espacio aéreo por parte de aviones turcos y a la muerte de un agricultor en manos de dos albaneses en Yánena, antes de que el presentador se digne decir:

– El asesinato de Konstantinos Kustas, caso que sigue sin resolverse, ha producido un gran revuelo en el Departamento de Policía. Menis Sotirópulos les amplía los detalles.

Enseguida aparece Sotirópulos, con sus Armani y sus Timberland, delante del edificio de Jefatura, en la avenida Alexandras.

– Buenas noches, Nikos; buenas noches, amigos telespectadores. Desde la tumba, Konstantinos Kustas ha conseguido organizar una auténtica revolución en la policía de Atenas. Rumores sin confirmar aseguran que el teniente Kustas Jaritos, jefe del Departamento de Homicidios, ha sido apartado del servicio.

– De ser ciertos esos rumores, Menis, ¿crees que guardan relación con el asesinato de Kustas?

– En efecto, es la primera vez que el Departamento de Policía mantiene sus descubrimientos a tan buen recaudo, y desde luego existe una razón para ello. Era un secreto a voces que Kustas colaboraba con redes clandestinas, aunque nunca hubo acusación ni condena por tales actividades. Según se comenta, el teniente Jaritos quiso interrogar a ciertas personalidades políticas aparentemente relacionadas con una operación de blanqueo ilegal de dinero, dirigida por Kustas.

– ¿Es ésa la razón por la que el teniente ha sido apartado del servicio?

– Aún no hemos comprobado esta cuestión. Sin embargo, el teniente Jaritos es uno de los oficiales más honrados y eficaces de nuestra policía y, si se confirman los rumores, cabe la posibilidad de que lo hayan apartado del servicio para archivar el caso y encubrir las actividades de dichas personalidades políticas.

– Es decir, que Jaritos es su chivo expiatorio.

– Sinceramente, espero que no. No obstante, si se demuestra esta hipótesis, puedes estar seguro de que el público sabrá toda la verdad y la operación de encubrimiento fracasará.

– Gracias, Menis. Nos mantendremos a la espera de tus noticias.

Cambian de tema. Aparece en pantalla el jefe de la oposición mayoritaria, vestido informalmente y denunciando al Gobierno ante dos hombres y tres mujeres. Me devano los sesos para adivinar los motivos de Sotirópulos. Ni yo le caigo especialmente bien ni él a mí. No obstante, ha salido en mi defensa. ¿Por qué? ¿Para presentar una noticia sensacionalista? Para eso no era preciso que cantara mis alabanzas.

Vuelvo la cabeza y miro a Adrianí, que está sonriendo de oreja a oreja con los ojos brillantes.

– ¿Has visto a Sotirópulos?, y eso que no te caía bien -comenta.

– Y pensar que estaba contra la Junta… -respondo.

Capítulo 52

– ¿Sabe a nombre de quién estaba el almacén de Kustas? -me grita Viasópulos de buena mañana, en cuanto me ve aparecer por el pasillo-. De Lukía Karamitri.

– No me importa. Tráeme los expedientes de Kustas y de Petrulias. -Hablo con brusquedad y me apresuro a entrar en mi despacho para ponerme a salvo de las inútiles manifestaciones de solidaridad y las miradas de matices varios: simpatía, comprensión, malicia…, quiero evitarlas todas.

No he pedido café ni cruasán, no sólo porque el café produce taquicardia, sino también porque no quiero olvidar que hoy sólo estoy de paso: he venido para entregar los expedientes a Guikas y después pienso volver a casa. No quiero ni imaginar los días que tendré que pasar allí mano sobre mano, peleándome con Adrianí.

Viasópulos aparece con los dos expedientes y los deja encima de mi escritorio.

– Ayer vi las noticias -dice-, pero supuse que se trataba de un montaje de Sotirópulos.

– Preferiría no hablar de este tema.

– Claro, lo entiendo.

Sale y cierra discretamente la puerta. Primero abro el expediente de Petrulias. Aquí está todo: la declaración de Anita y de su amigo inglés, la declaración del filósofo-domador de fieras y la suplementaria que prestó en Alemania, el informe de Markidis, y las declaraciones del presidente de la asociación de árbitros y de la vecina de Petrulias. Dejo el expediente a un lado y abro el de Kustas, que me interesa más. No me gustaría olvidarme de ningún documento, podrían acusarme de ocultación intencional de pruebas. En circunstancias normales redactaría un extenso informe para Guikas, para facilitarle el estudio de los expedientes; no obstante, en esta ocasión sólo me pidió los documentos y no estoy dispuesto a poner ni una coma de mi parte.