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Sotirópulos me encuentra ordenando los documentos por orden cronológico. Suele llegar alrededor de las once, pero hoy tenía prisa por comprobar los resultados de su reportaje en mi carrera. Me siento incómodo en su presencia, porque no sé si debo darle las gracias o pretender que no sé nada. Por suerte, él toma la iniciativa.

– Eres más inteligente de lo que pensaba: me hiciste creer que no sabías nada, cuando en realidad estabas dando un repaso completo a los negocios de Kustas. Y éste fue tu error.

– ¿Cuál? ¿Repasar sus negocios?

– No, guardarlo en secreto. Si hubieras revelado parte de lo que habías averiguado, nadie te habría tocado ni un pelo, pero tú vas de perro fiel por un lado y, por el otro, de cabezota incorregible, dos actitudes incompatibles que siempre acaban perjudicándote.

– ¿Por qué lo hiciste? -pregunto bruscamente.

– ¿A qué te refieres?

A lo de anoche, aparecer en televisión y ponerme por las nubes. ¿Por qué lo hiciste? Ya sé que hace años que nos conocemos, pero no me negarás que siempre hemos tenido nuestras diferencias.

Sotirópulos se encoge de hombros.

– No lo hice por ti, sino por mí.

– ¿Cómo?

– Sí. En mi trabajo tengo que tratar con todo tipo de basura. De vez en cuando, va bien levantar la cabeza y respirar un poco de aire puro. Si no, temo que acabaré hundido en la cloaca. Me has dado una buena oportunidad de respirar, esto es todo.

Permanece de pie delante de mi escritorio, enfundado en sus Timberland y sus Armani. En algún rincón oculto tras la fachada pija sigue ardiendo una llamita comunista. Da media vuelta y se dirige hacia la puerta, pero antes de salir se detiene un momento.

– No es demasiado tarde -dice.

– ¿Para qué?

– Para hablar. Si de verdad acaban relevándote del servicio, cuenta todo lo que sabes. No se atreverán a tocarte, te lo garantizo. Ya sabes dónde encontrarme.

Acto seguido desaparece. También él ha seguido la misma trayectoria, del comunismo a las apariencias. Dice que lo ahogan las basuras, pero su buena acción del día le reporta beneficios. Sujeto los dos expedientes bajo el brazo y salgo al pasillo. Dermitzakis está hablando con Sotirópulos en su despacho. Que diga lo que quiera, ahora ya me da igual.

El ascensor me espera con los brazos abiertos, contento de deshacerse de mí. Pulso el botón del quinto.

– ¡Qué locura! ¿Qué está pasando hoy? -pregunta Kula sin saludarme siquiera-. Los teléfonos no han dejado de sonar. El secretario general ha llamado tres veces y los periodistas… ni sé cuántas.

Si ha llamado tres veces es porque quiere asegurarse de que entrego los expedientes.

– No te preocupes, pronto te dejarán en paz -replico y entro en el despacho de Guikas sin tomarme la molestia de anunciarme. Si tanto les urge tener los expedientes, sobran las formalidades.

Encuentro a Guikas de pie, admirando la vista de su ventana, es decir, el hospital oncológico y el viejo campo del Panathinaikós. Al oír la puerta se da la vuelta, descubre que soy yo y se sienta para recibir los expedientes con pose oficial. Me acerco y dejo los legajos encima del escritorio.

– Los expedientes de Kustas y de Petrulias. Completos, no falta nada.

Me mira sin tocarlos. Ahora representará el numerito del jefe desolado, sin dejar de puntualizar que la culpa es mía. A lo mejor quiere que me remuerda la conciencia por haberlo puesto en una situación tan comprometida.

– Los expedientes te los quedas tú -dice. Mi sorpresa es evidente, pero él ni siquiera se inmuta-. El ministro vio anoche el reportaje de Sotirópulos y se puso como una fiera. Reprendió al secretario general y ordenó que prosiguiéramos las investigaciones, prohibiendo expresamente cualquier intento de encubrimiento del papel de los diputados. Es cierto que disfrutan de inmunidad parlamentaria, pero sólo el Parlamento puede decidir cuándo y cómo debe aplicarse tal inmunidad. Por su parte, la policía ha de cumplir su cometido. -Nos miramos en silencio medio minuto largo antes de que decida proseguir-: No debiste ocultarme las pruebas que encontraste en el almacén de Kustas. Lo hiciste porque creías que daría carpetazo al caso, y eso me ofende.

Ya lo creo que habría dado carpetazo, pero ahora se siente respaldado por el ministro. Me inclino y recojo los expedientes del escritorio.

Guikas sigue mirándome fijamente. Parece a punto de decir algo, pero no encuentra las palabras apropiadas. Lo que acaba de contarme es tan increíble que, de repente, comprendo que tiene que haber más. Ningún ministro se preocuparía por un teniente de Homicidios hasta el extremo de reprender a su secretario general y disgustar al director de Seguridad. Preferiría sustituir al teniente antes que enfrentarse a dos de sus más estrechos colaboradores.

– No es sólo el reportaje de Sotirópulos. Hay algo más que no me ha contado.

– Pues sí, has acertado -masculla incómodo.

– ¿De qué se trata?

– Esta mañana encontraron a Lukía Karamitri muerta en su coche. La mataron de un balazo en la sien.

Ahora entiendo lo sucedido: el encubrimiento se ha complicado cada vez más. Ahora que ya son tres los asesinatos sin resolver, no les conviene en absoluto verse obligados a dar explicaciones por mi sanción.

– ¿Dónde la encontraron?

– En el bosque de Varibobi. La encontró una pareja joven que paseaba por allí en moto.

Ya estoy en la puerta cuando su voz me detiene:

– Cuando vuelvas, redáctame un breve informe para la prensa. Ya no podemos seguir callando.

Ha salido limpio y quiere recitar su poemita. Poco le importa Karamitri. Ese quebradero de cabeza me toca a mí.

Capítulo 53

Lukía Karamitri, reclinada en el respaldo de su asiento y con la boca entreabierta, parece contemplar por el parabrisas las copas de los pinos que bordean ambos lados de la carretera hasta perderse en el horizonte. Su pecho opulento casi roza el volante, mientras que la mano derecha cae lacia sobre el asiento del acompañante. Está vestida con sencillez, blusa amarilla, falda azul y una cazadora roja, como si se hubiera preparado apresuradamente para acudir a una cita inesperada. Inclinado sobre su cuerpo, Markidis la está examinando.

– ¿Qué hay? -le pregunto.

– Tómatelo con calma, acabo de empezar.

Le dejo realizar su trabajo. Unos veinte metros más allá veo el coche patrulla aparcado y en la otra cuneta a un chico de unos veinte años, apoyado en una moto de gran cilindrada. Lleva una cazadora de cuero negro, pantalones de cuero negro y botas de cuero negro. Si no fuera por las gafas negras, lo habría confundido con un sillón de oficina. Al verme, se separa de la moto y me sigue hacia el coche patrulla.

En el asiento posterior está la chica, que apenas habrá cumplido los veinte, ataviada también con una armadura negra. Quizá les hagan descuento por comprar dos prendas iguales de cada. Está estrujando un cigarrillo entre los dedos. Con gesto nervioso se lo lleva a la boca, aspira el humo con fuerza y mira la brasa para comprobar cuánto se ha consumido.

– ¿La encontraste tú? -pregunto.

Asiente con un gesto y empieza a temblar, a punto de estallar en un llanto histérico.

– ¡Tranqui, tía! -grita su amigo-. Vamos, suelta el rollo a ver si terminamos de una vez.

– Llévatelo de aquí -ordeno al agente que ocupa el asiento del acompañante.

Le he alegrado el día. Sale del coche, agarra al chico del hombro y empieza a empujarlo con violencia.

– ¿Cómo te llamas? -pregunto a la chica.