– María… María Stazaki.
– Cuéntame cómo fue, María. Tranquila, tómate el tiempo que precises. Después podrás irte.
Vuelve a fumar con nerviosismo y a examinar la punta del cigarrillo.
– Stratos y yo íbamos a Oropós para tomar el barco -susurra-. Se me ocurrió pasar por Varibobi, porque el bosque es precioso por la mañana. Nos perdimos y no sabíamos volver a la nacional. Vimos el coche aparcado y Stratos me pidió que fuese a preguntar. La mujer estaba… como la ha visto. Golpeé la ventanilla con los nudillos, pero ella no volvió la cabeza. Me pareció extraño.
Empieza a temblar otra vez y se echa a llorar. Temo que no podrá seguir hablando, pero ella consigue farfullar:
– Pensé que le pasaba algo y abrí la puerta del coche… Le toqué el hombro, pero no se movió… Entonces… vi el agujero en la sien. -Solloza violentamente.
– Y te diste cuenta de que estaba muerta.
Asiente con la cabeza.
– Llamé a Stratos. Él también vio que estaba muerta y llamó a la policía.
– ¿Cómo llamó?
– Con el móvil.
– Tranquilízate, María. Ya hemos terminado. Hablaré un momento con tu amigo y podréis marcharos.
Enciende otro cigarrillo. El chico se ha subido a la moto, ha puesto el motor en marcha y se dispone a esfumarse. Mentalmente, nos maldice por haberle tratado con brusquedad.
– ¿A qué hora llamaste a la policía? -pregunto.
– Serían las nueve y media.
– ¿Cuánto rato después de haber descubierto el cadáver?
– No miro el reloj cada dos minutos -responde con aire provocador.
– ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Una hora?
– Unos diez minutos.
– ¿Visteis pasar a alguien mientras estabais aquí?
– ¿A quién?
Me dan ganas de abofetearlo.
– No sé, precisamente por eso te lo pregunto. Un paseante, un coche, una moto, cualquier cosa móvil que no fuera tu teléfono.
– No vimos a nadie, esto estaba desierto. ¿A quién se le iba a ocurrir pasearse por el bosque a esas horas? Sólo a nosotros. -Y a Karamitri, que acabó con un agujero en la cabeza, pienso-. Aunque recuerdo haber visto un coche de camino hacia aquí.
– ¿Iba o venía?
– Iba en dirección a Atenas. Un Toyota Corolla. Nos lo encontramos a unos quinientos metros de aquí.
– ¿Te fijaste en la matrícula?
– No.
– ¿En el conductor?
– Sí.
– ¿Quieres contármelo de una vez? -le digo, enfadado.
– Lo vi bien porque conducía con la ventanilla bajada. Un tipo de cabello blanco.
– ¿Blanco? -Lambros Mandás, el portero de Los Baglamás, me había dicho que el asesino de Kustas tenía el cabello blanco-. ¿Le viste la cara?
– No me dio tiempo. En cuanto nos divisó pisó el acelerador y desapareció.
Llamo a uno de los agentes del coche patrulla.
– Toma sus datos para que vengan a Jefatura a prestar declaración. Después pueden irse.
Si no se trata de una mera casualidad, el asesino de Kustas y el de Karamitri son la misma persona. El hecho de haber acelerado cuando vio a la pareja refuerza esta posibilidad.
Markidis ha terminado y está recogiendo sus bártulos.
– ¿Qué hay? -pregunto.
– Le dispararon a quemarropa en la sien derecha. ¿Ves? -Se inclina para señalarme el orificio de la bala. Ha quedado la huella de la boca del cañón. El agujero es redondo y el cabello de alrededor aparece seco y chamuscado. A simple vista se aprecia la grasa negra de la bala, que salió por la sien izquierda, chocó contra el cristal de la ventanilla y rebotó. La encontraréis dentro del coche.
– ¿Cuándo murió?
– Hace un par de horas, como máximo.
Consulto el reloj. Son las once.
– ¿Hay señales de lucha?
– No.
– ¿Qué tipo de arma emplearon?
– A primera vista, diría que una treinta y ocho. Te lo confirmaré después de la autopsia.
A lo lejos aparece la ambulancia que viene a llevarse el cuerpo. Aparca junto al coche patrulla, y los dos enfermeros se acercan empujando la camilla. Llamo a Dimitris, de Identificación.
– Buscad la bala, tiene que estar dentro del coche.
Si la mataron con una 38, el asesino de cabello blanco es el mismo que acabó con Kustas. Sin embargo, en vez de resolver el enigma, esta posibilidad lo complica aún más. El tipo se cargó a Kustas porque era el cerebro de la operación. ¿Por qué eliminar a Karamitri? Hay algo que no acaba de encajar en toda esta historia. Aunque, si fue el mismo que mató a Petrulias, es posible que se trate de una operación de limpieza para borrar huellas. Pero esto sólo nos lo confirmaría el propio asesino o la rubia que acompañaba a Petrulias, que ni sabemos quién era ni dónde se encuentra.
La ambulancia se aleja y se cruza con un Nissan plateado que se detiene delante de mí. Se abre la puerta y aparece Kosmás Karamitris.
– Me avisaron hace media hora. ¿Es verdad? -pregunta alarmado.
– Sí. Alguien disparó a su esposa a bocajarro. ¿Dónde lo han localizado?
– En mi despacho.
– ¿A qué hora se marchó esta mañana?
– A las ocho y media, como siempre.
– ¿Su mujer estaba en casa?
– Sí, aún no se había levantado.
El asesino, pues, sabía los horarios de Karamitris o bien lo vigiló para controlar cuándo se iba de casa. Después, llamó a su mujer y la citó aquí. ¿Por qué salió Lukía Karamitri al encuentro de un desconocido? ¿O acaso conocía al asesino, como en el caso de Kustas? Si así fuera, estaba más involucrada en sus negocios de lo que quiso reconocer.
Dimitris se acerca con una bolsita de plástico que contiene una bala.
– La hemos encontrado, teniente. Es del calibre treinta y ocho. Seguro que es la misma arma con la que liquidaron a Kustas.
– ¿A Kustas? -interviene Kosmás Karamitris, sorprendido-. ¿Qué están diciendo? ¿Que a mi mujer la mató la misma persona que asesinó a Kustas?
No contesto porque, de repente, se me ocurre una nueva posibilidad. ¿Y si estuviera equivocado? ¿Y si el que mató a Kustas y a Lukía Karamitri no fuera de la mafia sino un tercero a quien le convenía quitarlo de en medio? Con la excepción de la muerte de Kalia, que tal vez fue casual, al margen de que el ex ministro estuviera con ella o no, los otros dos crímenes fueron cometidos siguiendo el mismo patrón.
– Quisiera que me acompañara a mi despacho -indico a Karamitris-. De todas formas, tiene que prestar declaración.
– Me han dicho que vaya al depósito de cadáveres para identificar el cuerpo.
– Eso no corre prisa, es un simple trámite. Además, ya lo he reconocido yo.
Me mira extrañado pero no puede negarse.
– Vámonos -accede.
– ¿Le importaría que primero registrásemos su casa?
Esto ya empieza a mosquearlo más.
– ¿Me consideran sospechoso? -pregunta.
Me encojo de hombros.
– En los casos de asesinato, el entorno inmediato de la víctima siempre se considera sospechoso hasta que se demuestra lo contrario -contesto sin precisar más-. Si acepta el registro voluntariamente, significará que no tiene nada que ocultar.
Vacila un poco y al final termina aceptando.
– De acuerdo, pero quisiera estar presente.
Reúno a Vlasópulos y a Dermitzakis, que fueron a buscar posibles testigos presenciales, un trámite que ha resultado inútil. Karamitris va por delante en su coche y nosotros lo seguimos.
Vlasópulos y Dermitzakis inician el registro sin más demoras, mientras Karamitris y yo nos sentamos en los sillones cubiertos con la tela verde brillante. Echo un vistazo a mi alrededor y observo que nada ha cambiado desde mi última visita: la misma imagen de decadencia mal disimulada.