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– Mis empleados pueden atestiguar que llegué al despacho a las nueve y cuarto, como de costumbre -dice Karamitris.

– No me cabe la menor duda. -Ya sé que el asesino es el tipo de cabello blanco, pero no pienso compartir esta información con él.

– Entonces, ¿por qué llevan a cabo este registro?

– Porque tal vez hallemos alguna prueba que facilite la investigación.

La prueba aparece al cabo de diez minutos en manos de Vlasópulos.

– Mire, teniente.

Me entrega un pagaré sin fecha por valor de quince millones de dracmas. La firma resulta legible y compruebo que es la de Karamitris.

– ¿Qué es esto? -pregunto mostrándole el cheque.

– Un pagaré.

– Ya veo que es uno de los pagarés que utilizaba Kustas para chantajearte. ¿Cómo ha llegado a tus manos? -Enseguida añado, antes de darle tiempo a responder-: Cuidado, no me mientas, porque investigaré tus cuentas bancarias y sabré si has pagado.

– Llegó por correo -farfulla él.

– ¿Por correo? ¿Me estás tomando el pelo?

– No, es la pura verdad. Llegó por correo anteayer.

– ¿Dónde está el sobre?

– Lo tiré a la basura.

– ¿Qué hay del otro pagaré que firmaste a Kustas, el de los veinte millones?

– No lo sé. El sobre sólo contenía éste.

Las piezas empiezan a encajar. Ofuscado pensando en la mafia y en los capos de la noche, tenía la solución delante de mis narices y no la veía. Ya sospeché de él la primera vez que hablamos, pero las operaciones de blanqueo de Kustas me despistaron.

– Bueno, creo que tendrás que acompañarme a Jefatura para darme muchas explicaciones -le digo.

– El cheque llegó por correo, se lo juro.

– No me vengas con cuentos. ¿Quién iba a regalar un pagaré de quince millones, y encima por correo ordinario, ni siquiera por mensajero? Buscad el otro -ordeno a Vlasópulos.

Por más que buscan, no logran dar con él. El otro cheque tenía que ver con su compañía discográfica, de manera que seguramente estará en su despacho. El vehículo de Karamitris queda aparcado delante de su casa y nos vamos todos en el coche patrulla.

Capítulo 54

Vlasópulos y Dermitzakis encierran a Karamitris en la sala de interrogatorios. Lo dejo en paz para que tome una sauna de angustia y me encamino a mi despacho. Si quisiera seguir el protocolo al pie de la letra, debería informar a Guikas, sin embargo prefiero interrogar a Karamitris primero.

El teléfono suena cuando estoy en la puerta y me apresuro para contestar. Es Adrianí.

– ¿Qué ha pasado? Dijiste que volverías pronto -pregunta ansiosa.

– Me quedo. Se han producido cambios. -Y le cuento lo sucedido.

– Se lo tienen merecido -replica con cierto rencor-. Ahora que se las arreglen ellos solitos. -Habla como si el departamento fuera el responsable de que Lukía Karamitri esté muerta-. ¿Llegarás tarde?

– Yo qué sé, no tengo la menor idea.

– Bueno, ven cuando puedas. -Hoy todo me sale bien. El ministro me retira la sanción y Adrianí me concede permiso indefinido.

El teléfono vuelve a sonar y esta vez es mi hija.

– ¿Qué hay de nuevo, papá?

– ¿Has tenido un buen viaje?

– Olvídate de mi viaje y cuéntame qué ha pasado. -Vuelvo a referir la historia desde el principio-. Ya te dije que no se atreverían a sancionarte -añade al final, satisfecha.

– ¿Qué hago con los Lexotanil? -pregunto para pincharla un poco.

– Guárdalos. Como siempre te lo tomas todo tan a pecho, pronto volverás a necesitarlos.

Cuelgo y llamo a Dermitzakis.

– Que la parejita que encontró el cadáver de Karamitri hable con el dibujante de Identificación. Quiero un retrato robot del asesino.

– Por lo que dicen, sólo lo vieron de refilón.

– Ya se acordarán de más detalles cuando se pongan en ello. Si es necesario, llama a Mandás. Aunque él vio al asesino de noche, seguro que algo recordará. Y quiero una orden de registro del despacho de Karamitris.

Me levanto para dirigirme a la sala de interrogatorios pero el teléfono me interrumpe de nuevo. Me sorprende oír la voz de Élena Kusta.

– Acabo de enterarme por las noticias de la muerte de la ex mujer de Dinos, teniente. ¿Cree que yo también estoy en peligro? -Su voz suena preocupada.

– No, señora Kusta, no lo creo. Lukía Karamitri estaba involucrada en los negocios de su marido. Usted, no.

Se produce una breve pausa.

– ¿Es cierto que Dinos se dedicaba a blanquear dinero negro? -pregunta al final.

Preferiría no disgustarla, pero no tiene mucho sentido mentir, ya que en pocos días estallará la bomba públicamente.

– Sí, en efecto.

– ¿Y afirma que no estoy en peligro?

Cuelga el teléfono antes de darme la oportunidad de explicarle que el blanqueo de dinero no guardaba relación directa con las dos muertes. Kustas y Karamitri murieron por otras causas. Cuando Vlasópulos y yo entramos en la sala de interrogatorios, Karamitris está sentado a la cabecera de la mesa. Vlasópulos se sitúa a su lado, como hizo con Yannis, el contable de Kustas.

– La noche que mataron a Kustas yo estaba en casa con Lukía. Ya se lo dije cuando me preguntó -afirma al vernos.

– Lo recuerdo -respondo y me siento a su lado.

– Por desgracia, Lukía ya no se halla con nosotros para confirmarlo.

– No es preciso. Te creo.

Se sorprende y el alivio se apodera de él.

– Esta mañana salí de casa a las ocho y media. Lukía acababa de despertarse. Llegué al despacho a las nueve y cuarto; pregúnteselo a mis empleados si desea confirmarlo.

– Lo haré, aunque estoy seguro de que es cierto.

Al descubrir que confío en sus palabras, recobra el ánimo y levanta la voz.

– ¿Por qué me ha traído hasta aquí, entonces?

Me inclino hacia él y lo miro fijamente a los ojos.

– Te he traído aquí para que me hables del tipo del cabello blanco.

– ¿A quién se refiere?

– Al que contrataste para que matara primero a Kustas y luego a tu mujer.

Su mirada se torna gélida y se dirige a mí tuteándome, como muestra de su indignación.

– ¿Que yo ordené la muerte de Kustas y de mi mujer? ¿De qué estás hablando? ¿Te has vuelto loco?

– Karamitris, fuiste inteligente, lo reconozco. Por supuesto, los negocios sucios de Kustas obraron a tu favor. Cuando descubrí que lo había matado un hombre con el cabello blanco, supuse que se trataba de algún mafioso. Y seguiría suponiendo lo mismo si no hubieras cometido el error de ordenar la muerte de tu esposa.

Karamitris ha empezado a temblar.

– Te equivocas -masculla-. No contraté a nadie para matar a Kustas ni a Lukía.

– Lo de Kustas lo entiendo -prosigo con calma-. Te tenía agarrado por el cuello, y te amenazaba con cortártelo en cualquier momento. Imaginaste que si lo eliminabas tendrías tiempo para buscar los pagarés, como, en efecto, ha sucedido. Si te hubieras conformado con esto, es muy posible que nunca hubiésemos llegado a resolver la muerte de Kustas, porque nuestras investigaciones se centraban en las mafias. Por desgracia, la avaricia te cegó. Al ver con qué facilidad te habías librado de Kustas, se te ocurrió deshacerte también de tu mujer y quedarte con las empresas que estaban a su nombre: la empresa de sondeos, la tienda de artículos deportivos y el restaurante chino.

– ¿Por qué iba a matar a Lukía? Era mi esposa, ya compartíamos los bienes que recibió tras la muerte de Kustas.

– Porque os llevabais como el perro y el gato, Karamitris. Lo vi con mis propios ojos. ¿Es preciso que te recuerde lo que me dijiste aquel día, en tu casa? Que no podías divorciarte porque Kustas no te lo permitía. Y ella te llamó «cantante de poca monta», no se me ha olvidado. Os llevabais de pena y, tras la muerte de Kustas, temiste que fuera ella quien pidiera el divorcio. A lo mejor incluso te comunicó su intención de hacerlo, y te apresuraste a matarla antes de que iniciara los trámites. Eres el instigador de ambos crímenes, confiésalo y acabemos con esta historia.