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– Lo primero, más un cadáver. En cuanto a lo otro, ni se me ocurriría echaros de menos. Venga, tenemos trabajo.

Me siguen al interior del despacho y ocupan las dos sillas, mientras yo hablo con Markidis, el forense.

– ¿Tenías que llamarme a las nueve? -pregunta, cabreado-. ¿Pensabas que me levantaría en plena noche para hacer la autopsia de tu cadáver?

– ¿Cuándo sabrás algo?

– Ya sé algo, pero no te gustará.

– Me lo imagino.

– Si contabas con las huellas dactilares para establecer su identidad, ya puedes ir despidiéndote.

– ¿Por qué?

– Porque tiene las yemas de los dedos quemadas.

Siento que me da un vuelco el corazón. Tenemos un cadáver sin identificar, con las yemas de los dedos quemadas, que había sido visto en Santorini en compañía de una mujer desconocida. Las cosas van de mal en peor.

– Te he hecho un favor, para que no te quejes -oigo la voz de Markidis al otro extremo de la línea-. Pedí que lo fotografiaran antes de hacerlo pedazos.

– Gracias. Llámame en cuanto tengas noticias.

Cuelgo e informo a mis ayudantes.

– La gente vuelve de vacaciones y trae pastelitos. Usted en cambio nos ha traído un fiambre -dice Vlasópulos.

Dejo pasar el comentario sin añadir nada, como hago siempre que tienen razón.

– Llamad al laboratorio, que se den prisa con las fotos. Y cursad orden para que la policía de la isla cave en la zona del desprendimiento, por si la chica estuviera enterrada junto al hombre.

– Ya pueden ir cavando que no encontrarán nada -afirma Dermitzakis sin titubeos.

– ¿Cómo lo sabes?

– Era un polvo de verano: si te he visto no me acuerdo.

Ojalá tenga razón. Salimos los tres del despacho. Ellos regresan a lo suyo y yo me dirijo al ascensor para subir a la quinta planta, donde está el despacho de Guikas, el director general de Seguridad.

Kula, la modelo uniformada que hace las veces de secretaria, se levanta de un salto al verme.

– Pero ¿qué le ha pasado? ¡Qué mala suerte! ¡Para una vez que decide tomarse vacaciones, va y le toca un terremoto!

– Qué se le va a hacer -respondo con la expresión lúgubre que corresponde a quien se ha visto obligado a interrumpir sus vacaciones, aunque en realidad me alegro de haber vuelto.

– Es el mal de ojo. Alguien le ha echado mal de ojo, yo sé lo que me digo.

– ¿Quién me iba a echar mal de ojo, Kula? Desde luego, el director, no. Él hace vacaciones siempre que le corresponde.

Me dirige la sonrisa de complicidad que suele esbozar cuando bromeo a costa de Guikas.

– También tengo una buena noticia -dice.

Abre el primer cajón de su escritorio y saca una caja de madera tallada, típica de las islas, que parece haber encogido al lavarla. En el centro de la tapa han pintado un corazón atravesado por una flecha. La abro y, en lugar del ajuar de Barbie, descubro un cargamento de peladillas.

– ¿Ha habido boda? -pregunto con cara de ingenuo.

– No, compromiso. Me he prometido. -Rebosante de orgullo, me muestra un anillo que lleva en la mano izquierda.

– Te felicito, Kula. Mi enhorabuena. ¿Quién es el afortunado novio? ¿Algún colega?

– ¿Está loco? -se indigna ella-. Entré en la policía para conseguir un empleo seguro, pero no pienso casarme con un poli. Mi novio es contratista, tiene su despacho en Diónisos.

Qué bajo hemos caído, pienso. Somos peores que los contratistas de obras ilegales, en Diónisos.

– Enhorabuena.

Le doy unas palmaditas en la espalda y me escabullo hacia el despacho de Guikas antes de que se le ocurra pedirme que sea su padrino. Cierro la puerta y mis pies se hunden en la moqueta. Guikas, de espaldas a la ventana, está hablando por teléfono. Da la vuelta para mirarme. Su escritorio tiene forma ovalada y unos tres metros de largo. Parece el mostrador de recepción de un hoteclass="underline" su límite occidental está marcado por una banderita griega; el oriental, por una estadounidense, y el sudoriental, por la de la Comunidad Económica Europea. La llanura central es un desierto, ya que jamás se ha visto documento alguno en su superficie.

– ¿Qué hay del cadáver que nos has traído? -pregunta a modo de bienvenida.

No le interesa saber cómo me encuentro después del terremoto ni cómo está mi mujer. No piensa felicitarme por mi decisión de interrumpir las vacaciones. Nada de eso.

– Markidis le está practicando la autopsia.

– ¿Qué se sabe?

– Sabemos que no podemos identificarlo por las huellas dactilares. Tiene las yemas de los dedos quemadas.

La noticia no le gusta ni poco ni mucho y, como siempre que algo lo contraría, se enfada con los demás.

– ¿Y tú no fuiste capaz de fijarte un poco? Lo tuviste tres días a tu disposición, en la isla.

– Lo vi cubierto de barro y no lo toqué. Quería entregarlo a Markidis tal como lo encontramos.

Entonces le hablo del filósofo-domador y de la chica que éste había visto en compañía del muerto.

– Pediré que la policía alemana consiga una declaración suplementaria.

– De acuerdo. Hablaré con Hartman para agilizar el proceso. -Descuelga el auricular-. Llame a Hartman, en Munich -ordena a Kula.

Supongo que el tal Hartman será algún homólogo de la policía alemana, uno de tantos conocidos con los que le gusta sorprendernos. Desde que estudió un semestre con el FBI, se las da de experto en relaciones internacionales. Por eso tiene las banderitas encima del escritorio, para iluminar a los ignorantes. En cuanto se entera de algún viaje oficial al extranjero, enseguida se moviliza, ya sea para ocupar el puesto del enviado o, al menos, para formar parte de la delegación. De sus viajes trae nombres de personajes diversos, aunque nadie sería capaz de esclarecer si los conoció en persona o si, simplemente, oyó hablar de ellos. Lo más probable es que los conociera, aunque no creo que ellos lo recuerden; seguramente se devanarán los sesos cada vez que les llama por teléfono.

– Empieza por la lista de desaparecidos -indica, como si yo pretendiera empezar por la última hornada de reclutas-. Averigua si alguno coincide con la descripción de la víctima.

– Sí, señor. En cuanto tenga las fotografías.

– Dado que este caso va para largo, tengo otra cosita para ti, para que no te aburras.

Toma una carpeta del escritorio y me la ofrece como si fuera un regalo de cumpleaños.

– Ha llegado esta mañana, de la Brigada Antiterrorista.

– ¿Qué tienen que ver ellos en todo esto?

– La víctima es un tal Kustas. Un desconocido le disparó cuatro tiros a bocajarro con una treinta y ocho, en la avenida Atenas, cuando salía del trabajo. Al principio creímos que se trataba de un atentado terrorista, pero parece que es un caso de ajuste de cuentas.

Sujeto la carpeta bajo el brazo y me dispongo a salir del despacho.

– Mantenme informado -grita Guikas a mis espaldas.

– En cuanto averigüe algo.

Es lo único que le importa: convocar a la prensa y hacer declaraciones. En el ascensor, me siento desfallecer. Esta mañana se me olvidó tomar el café y el cruasán de costumbre. No me parece apropiado empezar la jornada con el estómago vacío y pulso el botón de la primera planta, donde está la cantina.

– Bienvenido, teniente -dice Aliki, la camarera.

Me entrega un cruasán envuelto en celofán. Después toma un cacito, echa dos cucharadas de café y una de azúcar, vierte agua caliente de la cafetera, lo mete en la batidora y empieza a agitar la mezcla. Pronto el café empieza a echar espuma debido a este trato abusivo. Lo saca de la batidora, añade leche evaporada de una lata y me lo sirve. Se acabaron los tiempos del auténtico café griego. Ahora es como nosotros: griego ma non troppo.