– Yo soy hija de Kustas -susurra-. Por eso he salido con vida.
– ¿A qué te refieres? Niki, hasta aquí hemos llegado. Ya nos has mentido bastante. Dime cómo te viste involucrada en la muerte de Petrulias. ¿Fue un favor que hiciste a tu padre?
Se sienta en la silla y me observa un rato en silencio.
– Conocí a Jristos a principios de enero -empieza-. Pasó por el despacho, ya no recuerdo por qué, y estuvimos un rato charlando. Cuando salí del trabajo, lo encontré en la calle, según él por pura casualidad, aunque no estoy muy segura. Me propuso que fuéramos a tomar algo y acepté. No tuvo que insistir mucho, en nuestro tercer encuentro ya entablamos relaciones de pareja. -Calla, cierra los ojos y suspira profundamente-. Era un hombre muy seductor. Sabía ser tierno y divertido a la vez, me cautivó enseguida. -Guarda silencio de nuevo. La descripción de Petrulias sirve para aplazar el punto más escabroso-. Pasaron cuatro meses. Nos veíamos a diario y pasábamos los fines de semana en su casa o en la mía. A mediados de mayo me llamó mi padre para decirme que quería verme. Me extrañó, porque hablábamos muy pocas veces. Por lo general, yo llamaba a casa y hablaba con Élena o con Makis. Nos vimos aquella misma noche y me ordenó sin rodeos que dejara a Jristos. No sé cómo se había enterado, pero lo sabía todo: el tiempo que llevábamos juntos, adónde íbamos, todo. Le respondí que no pensaba abandonar a Jristos y que no tenía derecho de inmiscuirse en mis asuntos. Entonces empezó a insultarlo, dijo que era un árbitro corrupto, un mafioso, que estaba metido en la mierda hasta el cuello y que cualquier día encontraría su cadáver en un vertedero. Discutimos y, desde entonces, se cortó la escasa relación que existía entre nosotros. Cuando se lo conté a Jristos, él se rió y me explicó que, en alguna ocasión, había trabajado con mi padre, pero que la relación había sido tan tensa que desde entonces mi padre le tenía ojeriza. En realidad, la explicación sobraba. Mi padre había hablado de Jristos de un modo que no dejaba dudas con respecto a este odio. A finales de mayo decidimos realizar un crucero por las islas durante las vacaciones de verano. No se lo conté a nadie, ni siquiera a Élena o a Makis, sólo les comenté que pensaba irme de vacaciones. Por supuesto, mi padre imaginaría con quién, pero no me importaba. Vivíamos contentos, nos sentíamos muy felices, hasta que un día…
En ese punto se interrumpe bruscamente. Comprendo que alude al día del asesinato y yo también guardo silencio, esperando. Niki Kusta, temblando como una hoja, se muerde el labio para contener las lágrimas.
– Después de Santorini, nos dirigimos a la isla donde…, donde encontraron el cadáver. Habíamos atracado en el muelle y, hacia las seis de la tarde del segundo día, aparecieron dos hombres que subieron a bordo sin ser invitados. Uno de ellos dijo a Jristos que tenían que hablar a solas. Cuando volvieron, Jristos estaba pálido como un fantasma. «Busca a tu padre», gritó mientras lo obligaban a bajar al muelle. «Los ha mandado él para matarme.» En ese momento me desesperé y quise correr tras ellos, pero uno de los desconocidos me fulminó con la mirada. Hubiese seguido adelante, a pesar de todo, de no haber sido por Jristos. «No me sigas», gritó, «llama a tu padre.» Lo metieron en un coche. Intenté llamar al móvil de mi padre, pero lo tenía desconectado. Una hora después desistí y empecé a buscar a Jristos como loca. No lo encontré a él ni a los otros tres.
– ¿Tres? Acabas de decir que eran dos. -Según el informe forense de Markidis, los asesinos habían sido dos.
– Eran tres. El tercero conducía el coche. Un hombre de cabello blanco.
– ¿Cabello blanco? -Me pongo de pie de un salto.
– Sí. Pregunté en las tiendas y en las cafeterías, pero nadie los había visto. -Se echa a llorar, incapaz de seguir conteniéndose. Sigue hablando entre sollozos-: Volví al barco y pasé toda la noche intentando hablar con mi padre. A última hora de la tarde siguiente Élena me dijo que estaba en Lárisa por cuestiones de trabajo, aunque su móvil seguía desconectado. Por la mañana Jristos aún no había vuelto. Fui al puerto para esperar el primer barco de línea, con la absurda esperanza de que esos tipos se lo hubiesen llevado a El Pireo. Vi que embarcaban con el coche, pero cuando descubrí que Jristos no estaba con ellos, entonces comprendí que nunca más volvería a verlo. Recogí nuestras pertenencias, llamé a la empresa para decir que el señor Petrulias había caído enfermo y había sido trasladado a Atenas, subí al barco y regresé.
– ¿Por qué no lo denunciaste a la policía?
Niki respira profundamente. Consigue contener los sollozos y sonríe con amargura.
– En cuanto llegué a Atenas, fui a ver a mi padre y se lo conté todo. «Te advertí que le dejaras, que era un hijo de puta y alguien acabaría cargándoselo, pero no me hiciste caso», se limitó a decir con indiferencia. Lo amenacé con ir a la policía. «Adelante», respondió, «¿cómo vas a demostrar que estoy implicado en el asesinato? ¿Simplemente porque él te lo dijo? El día en que lo mataron, yo estaba en Atenas y después fui a Lárisa. Tengo una veintena de testigos. En el futuro me darás las gracias por haberte librado de ese cabrón.» Ésas fueron sus últimas palabras. ¿Qué iba a contar a la policía? No tenía pruebas, teniente, sólo la acusación de Jristos, y él estaba muerto. Además, aunque la hubiese tenido, ¿cómo denunciar el asesinato de Jristos sin revelar la participación de mi padre? Ni me veía capaz de mandarlo a la cárcel, ni su encarcelamiento me hubiese devuelto a Jristos. Aquélla fue la última vez que hablé con mi padre. Al día siguiente me corté el pelo y me lo teñí, porque no soportaba siquiera verme en el espejo. Tenía la sensación de que Jristos aparecería a mi lado en cualquier momento. -Vuelve a suspirar y añade casi con alivio-: Ahora ya sabe la verdad, teniente.
– ¿Por qué se llevó Petrulias el pasaporte?
– Yo también llevaba el mío. Pretendíamos ir a la isla de Sainos y desde allí cruzar a Turquía.
Tal vez tú planearas ir a Turquía, pero Petrulias proyectaba huir, pienso. No sé si debo detenerla, ya que su versión de la historia coincide con lo que he averiguado en mis investigaciones. Por otra parte, relatada así, entre lágrimas y sollozos, no parece una invención. Además, en el fondo la fotografía habla a su favor: si tienes intención de matar a alguien, no te dejas retratar con tu víctima.
– ¿Por qué no me contaste todo esto cuando te interrogué después de la muerte de tu padre? Él ya no corría peligro de ir a la cárcel.
Se encoge de hombros.
– Para mí, su muerte fue su castigo. Si hubiera hablado, sólo habrían cambiado las vidas de Élena y de Makis, que nada sabían de lo sucedido. Makis, sobre todo, ya tiene bastantes problemas y no quería agravar su situación.
– ¿Fuiste tú quien envió las fotos a tu padre?
Me mira sorprendida.
– ¿Qué fotos?
– Una de la isla y otra del lugar donde enterraron a Petrulias. Las encontré en una caja fuerte de tu padre. ¿Las enviaste tú?
– ¿Cree que estaba en condiciones de fotografiar paisajes? -pregunta con amarga ironía.
– No sé, tal vez sí, para chantajearlo…
– ¿Por qué razón? De haber querido dinero, lo habría conseguido sin recurrir al chantaje.
Es cierto. Kustas habría pagado con mucho gusto sólo para calmarla.
– Quiero que veas el retrato robot del hombre de cabello blanco, y después podrás irte, aunque tal vez te llame para una declaración suplementaria.
Se encoge otra vez de hombros.
– Llámeme cuando quiera y aquí estaré. No es preciso que mande a sus ayudantes para ponerme en evidencia.
Llamo a Dermitzakis por la línea interior para ver cómo van con el retrato robot.
– Ya casi está, lo tendrá en cinco minutos.