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Los cinco minutos se convierten en quince, que pasamos en silencio. Niki Kusta permanece sumida en sus pensamientos mientras yo intento esbozar el informe para Guikas. Transcurrido el cuarto de hora, aparece Dermitzakis con el retrato robot. El dibujante ha trabajado sobre fondo negro para destacar el cabello blanco. Es el rostro de un hombre de unos cincuenta años que me resulta totalmente desconocido.

– ¿Es éste el tipo de cabello blanco? -pregunto a Kusta, mostrándole el dibujo.

Ella lo contempla largo rato.

– En líneas generales, se le parece -responde al final, dudosa.

– ¿Alguna observación? ¿Alguna corrección?

– No, sólo lo vi de pasada cuando arrancó el coche.

– Bien. Puedes irte.

Al menos ya sabemos qué aspecto tiene, a grandes rasgos. Llamo a Guikas y le transmito la información que acaba de proporcionarme Niki Kusta.

– ¿Crees que se halla involucrada? -pregunta él.

– Investigaré al respecto, aunque dudo que encuentre algo que desmienta su declaración, que por otra parte confirma lo que ya sabíamos. La única novedad es la implicación del tipo de cabello blanco, cuyos rasgos ya conocemos.

– Tenemos que encontrarlo. Envía su retrato a las comisarías, y hazme llegar una copia para los medios de comunicación. Con un poco de suerte es posible que demos con él.

– A lo mejor; siempre que no esté en Moscú tomándose unos vodkas.

Cuelgo el teléfono y trato de poner en orden los datos que me ha proporcionado Niki Kusta. Estoy convencido de que su relación con Petrulias no fue casual y que él la tenía planeada: primero se ligó a la hija de Kustas, después le jodió el equipo de fútbol para presionarlo y, cuando Kustas no cedió a su coacción, se largó con el dinero y con la hija. Calculó mal, no contó con la intransigencia de Kustas. Él no iba a ceder, ni siquiera por su hija, tal vez porque no podía. El dinero no era suyo, sino de sus compinches, que no se andan con chiquitas. Cuando pienso en Kustas se me ponen los pelos de punta. Mató al novio de su hija, empujó a su hijo a la droga y alejó a su segunda mujer de su niño inválido. Y todo eso por unos cuantos centenares de millones libres de impuestos.

Pese a todo ello, sigo sin recordar ese detalle que se me escapa. Mi olvido debe de haberlo ofendido y habrá decidido marcharse para siempre. Sólo soy consciente de que debo enseñar el retrato robot a alguien, pero ¿a quién? Los únicos que vieron al asesino de Kustas fueron Niki, el portero del club y la pareja que encontró el cadáver de Karamitri, y ellos ya han dicho cuanto sabían de él.

Capítulo 56

La idea se me ocurre cuando menos lo espero, mientras duermo. Abro los ojos y miro el despertador en la mesilla de noche: son las tres y diez de la madrugada. A mi lado oigo la respiración tranquila y regular de Adrianí. Me levanto de la cama y me encamino a la sala de estar para pedir por teléfono el número de la comisaría de Jaidari. Mi exceso de celo siempre me acarrea problemas, pero no puedo evitarlo: estoy sobre ascuas. Llamo a la comisaría y pregunto por el oficial Kardasis.

– No está, teniente -responde el agente de guardia-. Entra a las ocho de la mañana.

Aunque vuelvo a acostarme no consigo conciliar el sueño. Estoy completamente desvelado. Consulto otra vez el despertador, son casi las cuatro y media. Voy a la cocina y me preparo un café, que me sale aguado: la falta de costumbre. Lo tomo sorbito a sorbito mientras intento imaginar adónde me conducirá el detalle que por fin he recordado. Quizás a ninguna parte. De todas formas, estamos buscando una aguja en un pajar.

Adrianí me encuentra sentado a la mesa de la cocina.

– ¿A qué hora te has levantado? -pregunta sorprendida.

– De madrugada. Me asaltó una idea y no he logrado volver a dormir.

– Cariño, si pusieras tanto empeño en una profesión liberal, a estas alturas seríamos ricos -comenta con retintín.

Estoy tan inquieto que cometo el error de salir de casa antes de lo habitual, en plena hora punta. El tráfico es imposible y maldigo el momento en que decidí no tomarme un Lexotanil y esperar mi hora normal de salida.

En cuanto llego al despacho, llamo al oficial Kardasis. Por suerte, esta vez lo encuentro.

– Soy el teniente Jaritos -me presento-. Una noche pasé por la comisaría.

– Sí, le recuerdo, teniente.

– ¿Qué sabes de aquel tipo que quería denunciar a su padrino de boda por insinuarse a su mujer?

Kardasis se echa a reír.

– ¿Aquél? No ha vuelto por aquí, nos ha dejado en paz.

– Me comentaste que la noche en que murió Kustas también había denunciado a otro tipo. ¿Lo recuerdas?

– Ahora que lo dice…

– Encontrasteis la moto que utilizaron para el asesinato en la calle Leonidu, delante de la delegación de Hacienda de Jaidari, ¿no es cierto?

– Sí, señor.

– ¿Dónde ocurrió el incidente con el coche?

Se oye el ruido de hojas.

– El coche estaba aparcado en doble fila en la calle Anexartisías, impidiendo la entrada a la calle Pavlu Melá. -Deduce el hilo de mis pensamientos y añade-: Pavlu Melá es la primera paralela a Leonidu hacia Profeta Elias.

– Si hubo denuncia, tendrás las direcciones de esos dos.

– Sí. El tipo que vio en la comisaría se llama Aristos Moraítis y tiene un taller mecánico en el número 4 de la calle Patroklu, en Egaleo. El otro se llama Pródromos Terzís y tiene un pequeño taller de ropa infantil en la calle Kajramanu, numero 5, Nea Ionía.

Salgo corriendo del despacho llevándome el retrato robot. Antes de bajar a la calle, paso por la oficina de mis ayudantes.

– Me voy y no sé cuándo volveré -anuncio-. Quedaos aquí por si os necesito.

– ¿Qué hacemos con Karamitris? -pregunta Vlasópulos.

– Ya lo interrogaremos cuando vuelva, que se vaya acostumbrando a las rejas. Ni sé cuánto tiempo pasará en la cárcel.

Si doy con el tipo de cabello blanco, habré encontrado al ejecutor de los tres asesinatos y tendré a Karamitris atado de pies y manos. Sin embargo, sigo sin entender cómo es posible que el asesino de Petrulias acabara matando también a Kustas y a Lukía Karamitri. Tal vez se trate de una coincidencia, una explicación que siempre resulta útil, a falta de otras.

El tráfico en la avenida Atenas nunca varía, pero durante el día, sobre todo si hace buen tiempo, uno tiene la sensación de salir de fin de semana, como si fuera un viernes, y emprendiera el camino de Xilókastro o Akrata, en el Peloponeso. La ilusión perdura hasta el Palacete, donde tuerzo a la izquierda en la calle Karaiskaki y otra vez a la izquierda en Kerkiras, para salir a la calle Patroklu.

El taller mecánico de Aristos Moraítis es bastante grande y, a juzgar por la cantidad de coches que aguardan su turno, el tipo debe de ganarse bien la vida. Dos jóvenes vestidos con monos de trabajo están inclinados sobre un Suzuki Swift.

– ¿Aristos Moraítis? -pregunto a uno de ellos.

– En el despacho -responde el otro, mientras que el primero ni siquiera se digna mirarme.

El despacho es un espacio separado del resto mediante unas mamparas, tamaño retrete. Desde lejos distingo la cabeza de Moraítis. Cuando entro en el despacho, me cuesta reconocerlo. No lo recordaba con exactitud, pero me había quedado con la impresión de que era un hombre corpulento. El que tengo delante es un tipo macilento, sin afeitar y con la mirada apagada, como si acabara de recuperarse de una grave enfermedad.

– ¿Aristos Moraítis? -pregunto para asegurarme.

– Sí, soy yo.

– Teniente Jaritos. No sé si me recuerdas, nos conocimos una noche en la comisaría de Jaidari. Querías denunciar a un tipo por haberse insinuado a tu mujer.

Reacciona como si hubiera chocado contra un camión articulado.