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– Cuando no me obliga a ir a Jefatura con dos agentes, teniente, es usted quien viene a mi casa con dos agentes. Pasen.

Nos acompaña a la sala de estar, un espacio decorado con sencillez. Dos sillones, una mesita de cristal y unos cuantos almohadones dispersos por el suelo, para los aficionados a los contorsionismos. En un rincón, un televisor con pantalla negra gigante, de las que muestran al presentador a tamaño natural.

Élena Kusta, pálida y con los ojos llorosos, ocupa uno de los sillones.

– ¿Otra vez por aquí, teniente? -pregunta cansina-. Nadie se ha preocupado tanto por mi marido como usted. Me pregunto si se lo merece, aunque esté muerto.

– Es el destino de los policías, señora Kusta: preocuparse por personas que, por lo general, no se lo merecen. ¿Le importaría dejarnos solos?

– No, que se quede -interviene Niki-. Élena lo sabe todo, ya no tenía sentido ocultarlo.

Vlasópulos y Dermitzakis observan fijamente los cojines. Tanto ellos como yo preferimos seguir de pie. Al reparar en mi incomodidad, Niki me cede el otro sillón para mí y se acomoda en un cojín.

– ¿Dónde estabas la noche que mataron a tu padre? -pregunto.

– Aquí en casa, con Makis. Ya se lo dije la primera vez que me lo preguntó.

– ¿Toda la noche?

– Sí.

– Mientes. Makis estaba contigo, pero no pasasteis toda la noche en casa.

– Tiene razón -admite ella enseguida-. Salimos un rato. Makis no se encontraba bien y fuimos a dar una vuelta.

– ¿Por qué no lo mencionaste la primera vez que te lo pregunté?

– Porque Makis acababa de salir de su cura de desintoxicación. No quería que pensara que seguía enganchado. La policía no mira con buenos ojos a los drogadictos.

La observo. Está tranquila, con su eterna y cándida sonrisa en los labios.

– No salisteis a dar una vuelta, Niki. Subisteis a una Yamaha robada y fuisteis a Los Baglamás, donde Makis mató a vuestro padre. Tú misma urdiste el plan, porque Makis está siempre colocado y no tiene el cerebro para semejantes tramas. En el momento en que mataron a Jristos Petrulias, decidiste vengarte de tu padre, por eso hiciste las fotos. Volviste a Atenas, te cortaste y te teñiste el pelo, dejaste pasar un tiempo y pusiste en práctica tu proyecto. Pero no podías llevarlo a cabo tú sola, necesitabas un cómplice. ¿Quién mejor que Makis? Él también odiaba a vuestro padre. No le daba dinero, no le dejaba jugar al fútbol, no quería confiarle la dirección de uno de los clubes… Le cerraba todas las puertas. Tu plan le venía como anillo al dedo, le permitía vengarse de vuestro padre y, de paso, conseguir todo aquello que le había sido negado durante años: dinero, los clubes… Lo que quisiera.

Élena se ha puesto de pie y me observa con horror.

– ¡Mentira! -exclama escandalizada-. Nada de eso es verdad.

– Déjale terminar, Élena.

Niki sigue tranquila y sonriente.

– Primero le enviasteis las dos fotografías para que pensara que se trataba de un chantaje, por eso llevaba los quince millones la noche en que murió. A vosotros no os interesaba el dinero, porque igualmente ibais a heredarlo, pero con esta estrategia conseguisteis que saliera del club sin sus guardaespaldas. La noche del crimen, os fuisteis con la moto. Makis se escondió cerca de Los Baglamás mientras tú lo esperabas un poco más allá, con el motor en marcha. A la hora acordada, Kustas salió del club solo y se agachó para recoger el dinero del coche. Makis salió de la oscuridad y se acercó a él. Lo llamó para que se volviera, le disparó cuatro veces. Después huyó, se montó en la moto y desaparecisteis. Era un buen plan, debo admitirlo. Tu padre tenía negocios con clubes nocturnos, nos sería fácil creer que lo mataron los capos de la noche en un ajuste de cuentas. Sin embargo, había una pieza que no encajaba desde el principio. Los asesinos profesionales disparan una vez, dos a lo sumo. Makis no es un profesional. Le disparó dos balas en el corazón, una en el tórax y una en el abdomen, una auténtica carnicería. ¿Lo hizo por odio? ¿Para asegurarse de haberlo matado? Quién sabe…

Élena está paralizada y nos mira alternativamente a mí y a Niki, que no ha perdido su sonrisa inocente. Tal vez supone que me estoy tirando un farol, aún no sabe que dispongo de un testigo presencial.

– Abandonasteis la moto en la calle Leonidu, delante de la delegación de Hacienda -prosigo-. Un coche os esperaba en la calle Tracia, delante del instituto. Ignoro si fue tuya la idea de la peluca blanca que llevaba Makis, pero es evidente que el truco funcionó. El descampado delante de Los Baglamás está oscuro. Mandás, el portero del club, vio el cabello blanco y eso lo despistó. En cuanto a ti, llevabas el casco.

Vlasópulos y Dermitzakis me miran boquiabiertos. Ya los había puesto en antecedentes durante el trayecto, pero no imaginaban que el asesinato de Kustas hubiera sido organizado siguiendo un plan tan sencillo e inteligente.

– Llévala a declarar a Jefatura -indico a Vlasópulos. La celda está lista: no tenemos más que liberar al marido de la madre para meter a la hija. Para el hijo hará falta otro tipo de room to let, con el retrete en el pasillo.

De repente, Élena Kusta se interpone entre Niki y yo.

– ¡Dime que no es verdad, Niki! ¡Dime que todo esto es una vulgar mentira!

– No, no todo es mentira. Una parte es verdad. -Se inclina hacia un lado para observarme-. Su teoría es cierta hasta cierto punto, teniente -añade con calma.

– No es una teoría. Tengo un testigo presencial que te vio entrar en el coche, en la calle Tracia.

– Es normal que me viera, porque estaba allí -suelta tan tranquila, como si hubiera ido a comprar un coche o a elegir las baldosas para el cuarto de baño.

– Entonces admites que eres cómplice del asesinato.

– Fui testigo involuntaria del asesinato de mi novio y también del de mi padre.

– ¿Qué significa eso? Explícamelo.

Suspira profundamente antes de iniciar su nueva versión de los hechos.

– La noche del crimen, Makis había vuelto a tomar drogas y estaba desquiciado. No dejaba de despotricar contra papá. Después de pasar por todo aquello que ya le he contado, yo no podía soportarlo, de manera que le propuse salir a dar un paseo para que se tranquilizara. Pensaba ir en mi coche, pero Makis había venido en moto y nos fuimos con ella.

– La moto había sido robada -la interrumpo.

Niki se encoge de hombros.

– Él me dijo que se la había prestado un amigo.

– ¿Makis robó la moto?

– ¿Quién, si no? Mi padre nunca le daba dinero, ya se lo he dicho, y un drogadicto haría cualquier cosa para conseguir una dosis. En fin. La cuestión es que en Inglaterra yo tenía un ciclomotor, de manera que esa noche le dije que sólo subiría a la moto si me dejaba conducir a mí. En su estado, Makis no sería capaz de hacerlo. En cuanto enfilamos la avenida Reina Sofía, empezó a guiarme paso a paso. Al principio, me dirigió hacia la avenida Panepistimíu. A la altura de la plaza Omonia, propuso que fuéramos a Los Baglamás porque, según comentó, mi padre tenía que contestarle a una propuesta que le había hecho. Si algo he aprendido de Makis, es a no contravenir nunca los caprichos de un drogadicto, porque son incapaces de aceptar una negativa. Así pues, nos dirigimos a Los Baglamás. Comprenderá que yo no quería ver a mi padre ni en pintura. Cuando Makis bajó de la moto y se encaminó al club, lo perdí de vista y supuse que había entrado en el local. Poco después vi que mi padre salía solo. Se acercó al coche para buscar algo y Makis apareció detrás de él. La verdad no sé de dónde salió, seguramente se había escondido, tal como usted sugería. Dijo algo y papá se volvió. Entonces Makis sacó una pistola y le disparó. Mi padre cayó al suelo y Makis echó a correr hacia donde yo estaba, subió a la moto y me gritó que arrancara. ¿Qué iba a hacer? Iba ciego, llevaba un arma y era capaz de matarme a mí también. Arranqué y nos largamos. Makis me guió hasta el lugar donde abandonamos la moto. En una calle lateral había un coche aparcado y huimos en él.