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Esta mujer no ha dejado de sorprenderme desde el primer día.

Son las diez cuando llegamos a la casa de Kustas en Glifada. Contemplo el edificio a oscuras y recuerdo la primera vez que vine aquí, también acompañado de Dermitzakis. Ni los muros, ni los alambres de espino, ni los guardias, ni el circuito cerrado de televisión consiguieron proteger a Kustas. Tomó todas las precauciones posibles para defenderse de la mafia y acabó pereciendo a manos de sus propios hijos. Con Makis en la cárcel,

Élena Kusta venderá la casa a algún fanático de la alta seguridad.

Llamamos al timbre y la puerta se abre automáticamente. Debe de ser uno de los pocos mecanismos que sigue en funcionamiento. Menos mal que en la oscuridad de la noche Élena no llega a ver la decadencia del jardín. Makis se sorprende al verme.

– ¿Otra vez tú? ¿Aún no te has hartado de venir aquí?

Lleva la misma ropa de siempre, con la cazadora cerrada hasta el cuello. Élena Kusta es la última en entrar. Su presencia lo sorprende.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -pregunta en tono agresivo.

– Quería recoger unas pertenencias que me olvidé y el teniente ha tenido la amabilidad de traerme -responde ella con habilidad.

Makis permanece en silencio mientras la mira fijamente, como si intentara pensar en algo. Desiste de su esfuerzo, se vuelve y se dirige a la sala de estar. Nosotros lo seguimos mientras Élena sube al primer piso.

En el salón impera el mismo caos que observé en mi visita anterior. La lámpara emite una luz mortecina que recuerda las bombillas de las celdas. Makis se sienta en el sofá y se baja la cremallera de la cazadora, aunque la mantiene apretada contra sí como si tuviera frío. Ocupo el sillón frente a él y Dermitzakis se aposta en la puerta, por si acaso.

– ¿Por qué has venido? -repite.

No soporto su presencia, no soporto la casa, tengo ganas de terminar de una vez.

– He venido a arrestarte -suelto sin rodeos-. En primer lugar, por el asesinato de tu padre.

– Vaya, al final has dado en el clavo -responde sin inmutarse.

– Sí, un poco tarde, pero se me hizo la luz. Lo mataste con la ayuda de Niki: ella trazó el plan y tú lo ejecutaste.

– No lo estropees ahora -grita enfadado-. Yo lo maté; de no ser por mí, seguiría vivo. Años y años llamándome inútil, inepto y vago. Debía matarlo para demostrarle que cuando quiero soy capaz de terminar lo que empiezo.

Me pregunto si fue esto lo que pensó su padre cuando lo vio con la pistola en la mano.

– Sí, pero Niki te ayudó. Lo organizasteis juntos -le digo mientras él me mira en silencio-. Hay muchos cargos contra ti -prosigo-. No asumas culpas ajenas. Si no hablas, pasarás muchos años en la cárcel.

Se echa a reír.

– No los pasaré en la cárcel, sino en el paraíso -se burla-. Cuando se dispone de dinero, la cárcel es un paraíso para los yonquis.

¿Por qué lo hace? ¿Para proteger a su hermana? ¿Por orgullo? Tal vez por ambos motivos. Si insiste en su versión, Niki saldrá limpia de todo este asunto.

– ¿Por qué mataste a tu madre?

– Cuando fui a hablar con ella, me dio con la puerta en las narices -grita encolerizado-, y a nuestras espaldas llegaba a amables acuerdos con mi padre. Se supone que nos abandonó porque no lo soportaba, y luego hacía negocios con él.

El odio y el dolor se hallan tan hondamente enraizados en su alma que resulta absurdo intentar explicarle que los acontecimientos no se desarrollaron así precisamente.

– ¿Fuiste tú quien dejó el pagaré en el buzón de Karamitris?

– Sí. Por casualidad encontré varios pagarés en la mesilla de noche de mi padre y por la firma supe de quién eran. -Se ríe a carcajadas-. El mismo truco que empleé con el otro -añade orgulloso-. Ambos picaron el anzuelo. Envié las dos fotografías a mi padre y luego lo llamé por teléfono para decirle que había llegado el momento de cobrar el dinero que me debía desde hacía tantos años. Me invitó a casa pero no acepté. Le dije que no confiaba en él y que prefería que nos encontrásemos frente al club. El muy imbécil cayó en la trampa, y mi madre también. La llamé por teléfono en cuanto su marido salió de casa. Cuando le dije quién era y le exigí que nos viéramos si quería recuperar el otro pagaré, aceptó enseguida. -Su expresión se torna salvaje-. ¿Has entendido? -chilla-. Yo era un niño de doce años. Emprendí todo un viaje para ir a verla y ella me rechazó. En cambio, cuando le hablé de dinero no tardó ni un segundo en acudir a mí.

– ¿Dónde encontraste las fotografías?

– Eran de mi hermana. Las hizo para recordar la tumba de su amado.

No las hizo por eso sino porque pensaba utilizarlas más tarde. Es el único punto débil de su plan que, aun así, no la compromete demasiado. Siempre le queda el recurso de alegar que no fue ella quien entregó las fotografías a Makis, sino que él las encontró y se las llevó.

– ¿Qué has hecho con la peluca?

– Está por aquí, ya la encontraréis.

– ¿Y el arma?

– Ya te contaré. Todo requiere su tiempo.

Cuando voy a insistir para quitarle la pistola, de pronto se me ocurre otra idea. ¡Qué error cometí al deducir que el ex ministro estaba con Kalia en el momento de su muerte! No era él.

– ¿Y Kalia? -pregunto-. ¿Por qué te la cargaste?

Cambia de actitud y evita mi mirada.

– Eso sí fue una pena. Lo lamento -dice con un suspiro profundo-. Hace tiempo Kalia y yo salíamos. Ella me enseñó qué debía hacer para respirar, olvidar, estar en otra parte. Mi padre se enteró y la amenazó con echarla del club y cerrarle todas las puertas para que no encontrara otro trabajo. Ella tuvo miedo y cortó nuestra relación. Cuando recibió las fotos y la llamada, mi padre le pidió que hablara conmigo, pero ella se negó. A pesar de ello, me llamó por teléfono y me lo contó todo.

De eso hablaron Kustas y Kalia la noche en que la mataron: no la amenazaba con despedirla, eso ya lo había hecho con anterioridad. Le pedía que intercediera con Makis.

– Cuando vi que la interrogabas en su camerino, me acojoné -prosigue Makis-. Los yonquis no somos muy fuertes cuando nos presionan, lo confesamos todo. Así pues, dejé pasar un par de noches y me acerqué a ella para pedirle que siguiéramos viéndonos, puesto que mi padre ya no nos lo impedía. Se alegró mucho y en nuestra segunda cita, me llevó a su casa. -Se detiene, levanta los ojos y me mira-. Me quería, ¿sabes? -dice como si le extrañara que alguien sintiera amor por él-. Tenía una foto mía junto al televisor. -Piensa un poco-. Aunque también es posible que la colocara allí sólo para que yo la viera y me emocionara. Con un drogadicto nunca se sabe. Hicimos el amor y después preparé el chute. El primero para ella. -Vuelve a interrumpirse y su mirada se pierde en lejanías invisibles-. No se enteró de nada. Murió en mis brazos, como un pajarito -concluye.

En este momento aparece Élena Kusta con una abultada bolsa de viaje en la mano derecha. La deja en el suelo, a mi lado, y mira a Makis con los ojos llenos de lágrimas.

– Makis, quiero que sepas que yo siempre te he querido -susurra-. Pase lo que pase a partir de ahora, me tendrás a tu lado.

Makis la observa en silencio. De repente, con un gesto brusco, desliza la mano por debajo de la cazadora y saca la pistola. Se pone en pie de un salto y se vuelve hacia mí.

– ¿No preguntabas por la pistola? ¡Aquí la tienes! -grita y apunta a Élena Kusta-. Tú serás la última -dice-. Cuando te mate, habré terminado. -Ve que Dermitzakis intenta apartarse de la puerta-. Quieto, poli -grita-. Quieto, que te la estás buscando.

Aprovecho su distracción para ponerme en pie.

– Deja el arma, Makis -le ordeno con toda la tranquilidad de la que soy capaz-. Sería absurdo que cometieras otro asesinato.