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– ¿Te lo han cargado a ti? -oigo una voz a mis espaldas.

Me vuelvo y veo que Stellas, uno de los oficiales de la Antiterrorista, señala la carpeta que llevo bajo el brazo.

– ¿De qué va este caso?

Se ríe.

– Si quieres mi opinión, ya puedes archivarlo.

Es el segundo caso que me sugieren que archive.

– Primero le echaré un vistazo.

– No sacarás nada en limpio: un ajuste de cuentas entre bandas. Lo liquidaron y se esfumaron. Vete a saber dónde están.

– Te llamaré si necesito algo.

– ¿Para qué? Ya te lo he contado todo. El resto lo encontrarás en el informe.

Me siento tras mi escritorio, muerdo un trozo del cruasán y abro la carpeta. Ante mis ojos aparece una foto. Las baldosas de una acera y el contorno de un cadáver dibujado con tiza sobre ellas. Parece que le dispararon de frente y la víctima cayó de espaldas, con el brazo derecho extendido al costado, como si hubiese estado durmiendo una noche de julio y hubiese dejado caer el brazo fuera de la cama, lejos de su cuerpo, para no pasar calor. La pierna derecha está extendida y la izquierda, doblada. Junto a la silueta se ven las ruedas de un coche estacionado y la parte inferior de la puerta del conductor, abierta.

Siguen dos fotografías más, hechas desde distintos ángulos. En la primera se ve con claridad el coche, un vehículo de gran cilindrada, un Audi o un BMW, probablemente. La cuarta foto es distinta. Es de un hombre que rondará los cincuenta y cinco; lleva un bigote fino y está tendido sobre una camilla, con los ojos cerrados. Es el cadáver de Kustas en el hospital.

Antes de abrir el informe forense, leo el de la Brigada Antiterrorista. Ronstantinos Kustas era un personaje conocido de la noche ateniense. Era dueño de dos clubes nocturnos, uno de altos vuelos en la avenida Poseidón, cerca de Kalamaki, que se llama Flor de Noche; y otro más popular, en la avenida Atenas, a la altura de Jaidari: Los Baglamás [1]. También poseía un restaurante de lujo en Kifisiá, el Kanandré, nombre extraño donde los haya.

Kustas salió de Los Baglamás a las dos y media de la madrugada del miércoles pasado. Al portero del club le pareció extraño que saliera solo, sin sus guardaespaldas, pero Kustas comentó al saludarlo que no se iba, que sólo quería acercarse al coche para buscar algo. En el momento de abrir la puerta del vehículo, alguien se acercó a él por detrás. El portero no llegó a distinguir sus facciones en la penumbra. Sólo recuerda que llevaba vaqueros y camiseta. Debió de dirigirse a Kustas, porque éste se volvió para hablar con él. A continuación, el portero oyó disparos y vio que Kustas caía al suelo. El asesino corrió hacia su cómplice, que le esperaba en una moto con el motor en marcha. Subió al asiento trasero y se alejaron a gran velocidad. Todo el asunto no duró más de un minuto. El portero se acercó a Kustas, vio que estaba ensangrentado y corrió a avisar a la policía y a una ambulancia. Kustas murió antes de llegar al hospital.

Abro el informe forense. La autopsia fue practicada por Kirilópulos. No es tan experimentado como Markidis, aunque ¿cuánta experiencia se precisa para localizar cuatro heridas mortales de un arma del calibre 38? Dos de las balas perforaron el corazón; la tercera, el pulmón derecho. Las tres balas salieron por la espalda. La cuarta fue disparada al abdomen y se alojó en el hígado.

Descuelgo el auricular y llamo a Markidis.

– Sobre la autopsia de Kustas que realizó Kirilópulos…

– ¿Qué pasa? Ya os hemos enviado el informe.

– Lo he leído, pero me gustaría ver el cadáver.

– Imposible, lo hemos mandado a enterrar.

Releo el informe forense. Hay algo que no encaja. Los matones profesionales actúan con mano firme, saben dónde disparar. Una bala, quizá dos para asegurarse, y asunto zanjado. Éste parece haber tirado a ciegas: dos balas en el corazón, una en el pulmón derecho, otra en el hígado. A primera vista, el trabajito no parece obra de un profesional. De serlo, era un paleto o un chapucero.

La carpeta incluía un informe más. Habían encontrado la moto en la calle Leonidu, en Jaidari, cerca de la delegación local de Hacienda. Una Yamaha de 200 centímetros cúbicos, matrícula AZO-526, que había sido robada dos días atrás en Marusi. Un tal Papadópulos la había comprado para su hijo hacía apenas un mes, como premio por haber aprobado el examen de ingreso a la universidad.

Miro por la ventana, pensativo. El robo de la motocicleta habla de un trabajo profesional; los disparos, no. ¿Conocía Kustas al asesino y se acercó para hablar con él? ¿O tal vez el asesino sabía su nombre y lo llamó? Detengo mis pensamientos, ya que es demasiado pronto para llegar a una conclusión.

Si la Brigada Antiterrorista está en lo cierto, la única esperanza de averiguar algo se encuentra en los bajos fondos de la ciudad. Levanto el auricular y llamo a Vlasópulos.

– Nos han endilgado otro asunto: Kustas.

– ¿Por qué se han deshecho de él los de la Antiterrorista?

– Porque no fue un atentado. Ellos sólo se ocupan de la cme de la crème.

– Un cadáver sin identificar y otro que todos conocemos de sobra. Buena combinación -dice riéndose.

– Averigua si corre algún rumor que debiéramos conocer.

– Ya me enteraré.

En el balcón de enfrente, la chica está tendiendo ropa. Lleva minifalda y, al agacharse para sacar la ropa de la palangana, se le ven las braguitas de tela azul brillante. Hasta el año pasado, allí vivía una vieja con su gato. Un día, al llegar a mi despacho, vi el balcón abierto y un féretro en la habitación. Dos viejas se inclinaban sobre él. Al poco rato llegaron los de la funeraria y se llevaron el féretro. Las viejas lo acompañaron hasta la puerta de la calle. Dos meses después, una pareja ocupó el piso de la vieja. La chica y un tipo alto y melenudo con una moto de 1.000 centímetros cúbicos. No sé qué fue del gato. Tal vez viva de las basuras que se amontonan alrededor de los árboles.

Capítulo 6

Sopla uña suave brisa y el mar está teñido de oro, pero la contaminación que entra por la ventanilla me irrita la nariz, para recordarme que no estoy a bordo de un barco sino dentro de un coche patrulla que avanza por la avenida Poseidón, con Dermitzakis al volante. Atenas apesta a basuras; la costa, a emisiones contaminantes. A lo largo y ancho de las playas, la gente chapotea en el agua o toma el sol inhalando todo tipo de gases. Una mujer alta y huesuda intenta arrastrar a su hijo fuera del agua, y él se resiste debatiéndose cual pez que ha mordido el anzuelo. En el coche de delante, un cebado lobo de mar lleva su zódiac en la baca, con la noble intención de soltarla en las aguas de Várkiza o de Porto Rafti.

Nos dirigimos a la casa de Dinos Kustas, en Glifada. De todas formas, yo no tenía nada mejor que hacer. El caso del cadáver de la isla va para largo. Tardaremos al menos una semana en encontrar a quien pueda identificarlo, si es que al final aparece alguien. No tenía sentido ir a Los Baglamás, donde Kustas fue asesinado, porque a estas horas el club estaría cerrado. La casa de la víctima era nuestra única tabla de salvación. Cuando un caso se tuerce de entrada, ya no hay quien lo enderece.

Dermitzakis sale de la avenida Poseidón y aparca delante del Flor de Noche, el otro club de Kustas. Yo le había propuesto que fuéramos por la avenida Vuliagmenis, el camino más corto, pero él prefirió la avenida Litoral porque así podría pasar por el Flor de Noche. Como todos los clubes nocturnos que sólo aspiran a sacarte la pasta, es una somera construcción de cemento armado pintada de blanco. El camino de acceso está cubierto de grava y sobre la entrada se erige una gran estructura metálica, que supera al propio edificio en altura, donde figuran los nombres de los artistas, un catálogo luminoso más largo que la lista electoral de la segunda circunscripción de Atenas. Dermitzakis llama a la puerta un par de veces, en vano. El Flor de Noche está cerrado, como todas las flores nocturnas a la luz del día.

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[1] Pequeño instrumento de cuerda, originario de Oriente Próximo, que forma parte de los instrumentos tradicionales que acompañan las canciones del género rebética. (N. de la T.)