– Me refiero a que yo me he hecho cargo de los prolegómenos y, por el momento, no hay nada que no pueda resolverse, suegra.
– Quiero saber más de este asunto, a su debido tiempo.
– Entonces tendrá que preguntar a Alexandra, porque yo no le puedo decir más -repuso con una sonrisa distante.
– ¡No seas ridículo! ¡Por supuesto que puedes! -Sus grandes ojos azules denotaban dureza-. Eres su asesor, debes de conocer la situación a la perfección.
– Por supuesto que la conozco. -Peverell dejó la taza sobre la mesa y miró a su suegra de hito en hito-. Pero precisamente por eso no puedo hablar de sus asuntos con terceras personas.
– Era mi hijo, Peverell. ¿Acaso lo has olvidado?
– Todos los hombres son hijos de alguien, suegra -replicó con tacto-. Eso no invalida su derecho a la intimidad ni el de su esposa.
Felicia palideció. Randolf se arrellanó más en el asiento, como si no hubiera oído la conversación. Damaris permaneció inmóvil. Edith los observaba a todos.
Sin embargo, Peverell no se mostró desconcertado. Obviamente, había previsto la pregunta y la respuesta que daría. Así pues, la reacción de su suegra no le sorprendió.
– Estoy convencido de que Alexandra les comentará todo cuanto sea de interés familiar -prosiguió como si no hubiera ocurrido nada.
– ¡Todo es de interés familiar, Peverell! -exclamó Felicia con severidad-. La policía está implicada. Por ridículo que parezca, alguien en esa desdichada casa mató a Thaddeus. Sospecho que fue Maxim Furnival. Nunca me ha gustado. Siempre he pensado que le falta autocontrol, aunque intente disimularlo. Dedicaba excesiva atención a Alexandra, quien no tuvo la sensatez de ponerle freno. En ocasiones pensaba que estaba enamorado de ella, signifique eso lo que signifique para un hombre como él.
– Nunca le he visto actuar de forma indecorosa o imprudente -se apresuró a decir Damaris-. Sólo le tenía cariño.
– Cállate, Damaris -ordenó su madre-. No sabes de qué estás hablando. Me refiero a su naturaleza, no a sus actos…, hasta ahora, claro está.
– No sabemos que haya hecho nada -intervino Edith para apaciguar los ánimos.
– Contrajo matrimonio con esa Warburton; en mi vida he visto una falta de gusto y un desacierto tales- espetó Felicia. Un hombre emocional, falto de control.
– ¿Louisa? -preguntó Edith mirando a Damaris, quien asintió.
– Dime, ¿qué está haciendo la policía? -preguntó Felicia a Peverell-. ¿Cuándo van a arrestarlo?
– Lo ignoro.
La puerta se abrió y el mayordomo entró con expresión grave y sin mostrar incomodidad alguna, con una nota en una bandeja de plata. Se la entregó a Felicia, no a Randolf. Tal vez este último tuviera problemas de vista.
– La ha traído el lacayo de la señorita Alexandra, señora -informó con voz queda.
– Bien. -La cogió sin más y la leyó. El color desapareció de su rostro y se quedó rígida. Tenía una palidez cerúlea-. No habrá respuesta -anunció con voz ronca-. Puede retirarse.
– Sí, señora. -Salió de la estancia, como se le había ordenado, y cerró la puerta tras de sí.
– La policía ha detenido a Alexandra por el asesinato de Thaddeus -anunció Felicia con voz desapasionada y controlada -. Parece ser que ha confesado.
Damaris empezó a hablar pero se interrumpió. De inmediato Peverell la cogió de la mano con fuerza.
Randolf se quedó con la mirada perdida, atónito.
– ¡No! -exclamó Edith-. ¡Eso… eso es imposible! ¡No pudo ser Alex!
Felicia se puso en pie.
– No hay por qué negarlo, Edith. Parece ser que es cierto, pues ella lo ha reconocido. -Enderezó los hombros-.Peverell, te agradeceríamos que te hicieras cargo del caso. Todo apunta a que perdió el juicio y, en un arrebato de locura, se convirtió en una homicida. Tal vez podamos encontrar una solución discreta, ya que no ha expresado sus preferencias al respecto. -Su voz denotó una mayor seguridad cuando añadió-: Podemos recluirla en una institución mental adecuada. Nosotros nos ocuparemos de Cassian, claro está, pobre criatura. Iré a recogerlo yo misma. Supongo que habrá que hacerlo esta misma noche. No puede permanecer en esa casa sin familia. -Tomó la campanilla antes de volverse hacia Hester-. Señorita Latterly, está usted al corriente de la tragedia de nuestra familia. Estoy segura de que entenderá que ya no estamos en condiciones de recibir ni siquiera a los amigos más cercanos ni a los conocidos. Gracias por su visita. Edith la acompañará a la puerta y se despedirá.
Hester se levantó.
– Por supuesto. Lo lamento profundamente.
Felicia agradeció sus palabras con una mirada, nada más. No había nada que añadir. En aquel momento lo único que Hester podía hacer era excusarse ante Randolf, Peverell y Damaris y partir.
En cuanto llegaron al vestíbulo, Edith la agarró del brazo.
– ¡Cielo santo! ¡Esto es terrible! ¡Tenemos que hacer algo!
Hester se detuvo y la miró a la cara.
– ¿Qué? Creo que la sugerencia de tu madre es la más apropiada. Si ha perdido el juicio y recurre a la violencia…
– ¡Bobadas! -exclamó Edith con furia-. Alex no está loca. Si lo mató alguien de la familia, debió de ser su hija, Sabella. Es una persona muy… extraña. Tras la muerte de su hijo amenazó con quitarse la vida. Oh, no tengo tiempo de contártelo todo, pero créeme si te digo que hay mucho que decir acerca de Sabella. -Agarraba con tanta fuerza a Hester que ésta no tenía más remedio que quedarse-. Odiaba a Thaddeus -prosiguió Edith con vehemencia-. No quería casarse, sino hacerse monja, pero Thaddeus no se lo permitió. Lo odiaba por haberla obligado a contraer matrimonio y lo sigue odiando. La pobre Alex habrá confesado para salvarla. Tenemos que hacer algo para ayudarla. ¿Se te ocurre alguna solución?
– Pues… -Los pensamientos se agolpaban en la mente de Hester-. Pues, conozco a una especie de detective privado que trabaja para la gente que… Sin embargo, si ha confesado su crimen, supongo que la juzgarán. Conozco a un muy buen abogado, pero Peverell…
– No -la interrumpió Edith-. Es asesor jurídico y no puede ejercer en los tribunales superiores. Estoy convencida de que no le importará. Querrá lo mejor para Alex. A veces parece hacer todo lo que mamá dice, pero no es así. Se limita a sonreír y actuar como juzga conveniente. Por favor, Hester, si hay algo que esté en tu mano…
– Descuida -prometió Hester dándole un fuerte apretón de manos-. ¡Lo intentaré!
– Gracias. Ahora te ruego que te marches antes de que salga alguien y nos encuentre aquí.
– Por supuesto. No te pongas nerviosa.
– Lo procuraré, y gracias de nuevo.
Hester se volvió para que la sirvienta le pusiera la capa y se dirigió hacia la puerta sin dejar de pensar y con el rostro de Oliver Rathbone en la mente.
Capítulo 2
En cuanto Hester regresó, el comandante Tiplady, cuya única ocupación había sido mirar por la ventana, dedujo por la expresión de su rostro que había sucedido algo grave. Como el asunto sería de dominio público debido a los periódicos, a Hester no le pareció que traicionara la confianza de nadie si le contaba lo que había ocurrido. El hombre era consciente de que ella había sido testigo de algo extraordinario, y mantenerlo en secreto no le haría ningún bien. Además, en ese caso le costaría buscar excusas para ausentarse con mayor frecuencia de la casa.
– Oh, Dios mío -exclamó en cuanto se hubo enterado. Permaneció bien erguido en el diván-. ¡Qué horror! ¿Cree que esa pobre mujer se ha trastornado por alguna razón?
– ¿Qué mujer? -Colocó en la mesita auxiliar la bandeja del té, que la sirvienta aún no había recogido-. ¿La viuda o la hija?
– Pues… -Entonces se percató de lo acertado de la pregunta-. No lo sé. Una de las dos, supongo, o incluso ambas. Pobres criaturas. -La miró con semblante de preocupación -. ¿Qué propone hacer? A mí no se me ocurre nada, pero parece que usted ya tiene algo en la mente.