– Señor Rathbone, ¿desea llamar a declarar a algún otro testigo? -preguntó el juez.
– Sí, Su Señoría. Quisiera llamar al limpiabotas de la casa de los Furnival, que sirvió en el ejército de la India como tambor. Explicará por qué dejó caer la ropa limpia que llevaba y huyó al topar con el general Carlyon en casa de los Furnival la noche del asesinato… Sí Su Señoría lo juzga necesario, lo citaré, pero preferiría no hacerlo… Supongo que el tribunal lo comprenderá.
– Así es, señor Rathbone -aseguró el juez-. No es necesario que declare. Podemos llegar fácilmente a la conclusión de que estaba asustado y afligido. ¿Es eso suficiente?
– Sí, gracias, Su Señoría.
– Señor Lovat-Smith, ¿tiene alguna objeción? ¿Desea que el muchacho testifique para así obtener una explicación precisa que tal vez difiera de la que el jurado pueda conjeturar?
– No, Su Señoría -respondió Lovat-Smith de inmediato-, siempre y cuando la defensa demuestre que el joven en cuestión sirvió con el general Thaddeus Carlyon.
– ¿Señor Rathbone?
– Sí, Su Señoría. Se ha investigado el historial militar del muchacho y se ha comprobado que sirvió en la misma unidad que el general Carlyon.
– En tal caso no es preciso someterlo a una experiencia dolorosa. Continúe con el siguiente testigo.
– Con la venia del tribunal, quisiera llamar a declarar a Cassian Carlyon. Tiene ocho años, Su Señoría, y considero que posee la suficiente inteligencia para discernir la verdad y la mentira…
Alexandra se puso en pie de inmediato.
– ¡No! -gritó-. No… ¡no puede hacerlo!
El juez la miró con expresión sombría y apenada.
– Siéntese, señora Carlyon. Como acusada tiene derecho a estar presente, siempre y cuando se comporte de manera adecuada, pero si interrumpe el juicio tendré que ordenar que la retiren de la sala. Preferiría no hacerlo, por lo que le ruego que no me obligue a tomar semejante decisión.
Alexandra volvió a sentarse con lentitud, temblando. Dos celadoras la ayudaron.
– Llámelo, señor Rathbone. Yo determinaré si puede atestiguar y el jurado otorgará a su testimonio el valor que considere oportuno.
Cassian apareció en el fondo de la sala acompañado de un oficial y recorrió solo el estrecho pasillo. Debía de medir un metro veinte, era muy delgado, de apariencia frágil, estaba bien peinado y muy pálido. Subió al estrado y miró de reojo a Rathbone y luego al juez.
Se elevaron murmullos y suspiros entre el público. Varios miembros del jurado observaron a Alexandra, que parecía aterrorizada.
– ¿Cómo se llama? -preguntó el juez al testigo.
– Cassian James Thaddeus Randolf Carlyon, señor.
– ¿Sabe por qué estamos aquí, Cassian?
– Sí, señor, para ahorcar a mi madre.
Alexandra se mordió los nudillos y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas.
Un miembro del jurado sofocó un grito.
Una mujer del público sollozaba.
El juez quedó sin aliento y palideció.
– ¡No, Cassian, no es así! Estamos aquí para descubrir qué sucedió la noche en que su padre murió y por qué ocurrió… y luego obraremos según dicte la ley.
– ¿De verdad? -Cassian se mostró sorprendido-. La abuela me contó que colgarían a mi madre porque es malvada. Mi padre era un hombre muy bueno y ella lo mató.
Las facciones del juez se endurecieron.
– De momento debe olvidar lo que le haya dicho su abuela o cualquier otra persona y contarnos la verdad. ¿Sabe cuál es la diferencia entre la verdad y la mentira, Cassian?
– Sí, claro que lo sé. Mentir es no decir la verdad y es algo deshonroso. Los caballeros no mienten, y los oficiales tampoco.
– ¿Ni siquiera cuando desean proteger a alguien a quien aman?
– No, señor. La obligación de un oficial es decir la verdad o permanecer en silencio si es el enemigo el que pregunta.
– ¿Quién le ha explicado eso?
– Mi padre, señor.
– Estaba en lo cierto. Cuando haya prestado juramento y haya prometido a Dios que sólo dirá la verdad, desearía que contara la verdad o permaneciera en silencio. ¿Lo hará?
– Sí, señor.
– Señor Rathbone, puede tomar juramento al testigo.
Rathbone lo hizo y comenzó el interrogatorio situado cerca del estrado.
– Cassian, usted apreciaba mucho a su padre, ¿no es así?
– Sí, señor -respondió el chiquillo con serenidad.
– ¿Es cierto que hace unos dos años su padre comenzó a demostrarle su amor de una manera diferente… de una manera muy íntima?
Cassian parpadeó. No apartaba la vista de Rathbone, ni siquiera para mirar a su madre, que estaba en el banquillo de los acusados, o a sus abuelos, sentados entre el auditorio.
– A su padre ya no puede molestarle que diga la verdad -añadió Rathbone-, y es vital para su madre que sea usted sincero.
– Sí, señor.
– ¿Le mostró su padre su amor, hace un par de años, de una forma nueva, muy… física?
– Sí, señor.
– ¿De manera muy íntima?
Cassian dudó.
– Sí, señor -respondió al fin.
En la galería alguien lloraba. Un hombre blasfemó, indignado.
– ¿Le dolió? -preguntó Rathbone con seriedad.
– Sólo al principio.
– Entiendo. ¿Su madre lo sabía?
– No, señor.
– ¿Por qué no?
– Papá me dijo que era algo que las mujeres no entendían y que nunca debía contárselo. -El niño respiró hondo.
– ¿Por qué no?
– Me dijo que dejaría de quererme si se enteraba. En cambio Buckie me dijo que mamá todavía me quería.
– Oh, Buckie tiene toda la razón -se apresuró a decir Rathbone con voz ronca-. Ninguna madre podría querer más a su hijo que la suya, se lo aseguro.
– ¿De verdad? -Cassian no apartaba la mirada de Rathbone, como si se negase a admitir que su madre se encontraba presente y no desease ver lo que más temía.
– Oh, sí. Conozco muy bien a su madre. Me ha dicho que preferiría morir a hacerle daño. Mírela y compruebe por usted mismo a qué me refiero.
Lovat-Smith hizo ademán de levantarse.
Cassian volvió la cabeza con gran lentitud y miró a su madre por primera vez.
Alexandra esbozó una sonrisa que no consiguió atenuar el dolor que delataba su rostro.
El niño se volvió hacia Rathbone.
– Sí, señor.
– ¿Su padre continuó haciendo esta… cosa nueva hasta antes de morir?
– Sí, señor.
– ¿Alguna otra persona, algún hombre, le hizo alguna vez lo mismo?
En la sala reinaba un silencio absoluto, con la excepción de un suspiro que provenía de la parte posterior de la galería.
– Sabemos que es así, Cassian -agregó Rathbone-. Hasta el momento ha sido usted muy valiente y franco. Le ruego que no nos mienta ahora. ¿Alguien más le hizo lo mismo?
– Sí, señor.
– ¿Quién, Cassian?
El niño miró al juez y luego nuevamente a Rathbone.
– No puedo decirlo, señor. Juré que mantendría el secreto, y un caballero nunca traiciona a otro.
– Por supuesto -concedió Rathbone en tono de derrota-. Muy bien. Dejaremos el asunto por el momento. Gracias. ¿Señor Lovat-Smith?
Lovat-Smith se levantó y se acercó al estrado. Habló a Cassian con franqueza y tranquilidad, de hombre a hombre.
– Ha afirmado que no le contó el secreto a su madre, ¿verdad?
– Sí, señor.
– ¿No le contó nada, ni siquiera una parte?
– No, señor.
– ¿Cree que ella lo sabía?
– No, señor, nunca se lo dije. ¡Lo había prometido! -Miraba a Lovat-Smith con la misma fijeza que antes a Rathbone.
– Entiendo. ¿Le resultó difícil guardar el secreto, no revelárselo a su madre?
– Sí, señor… pero fui capaz de hacerlo.
– ¿Está seguro de que ella nunca le preguntó nada al respecto?
– Sí, señor. Nunca me dijo nada.