– Gracias. Ahora hablemos del otro hombre. ¿Era uno o más de uno? No le pido que diga los nombres, sino un número. Si me dice el número, no traicionará a nadie.
Hester levantó la vista para observar a Peverell y se percató de que su rostro estaba marcado por la culpa y el miedo. ¿Era la culpa fruto de la complicidad o del desconocimiento? Hester sintió náuseas al pensar que podía tratarse de lo primero.
Cassian caviló durante unos instantes antes de responder.
– Dos, señor.
– ¿Otros dos?
– Sí, señor.
– Gracias. Eso es todo. ¿Rathbone? -Por el momento no deseo hacer más preguntas al testigo, gracias, pero me reservo el derecho de llamarlo a declarar de nuevo si así se lograra averiguar la identidad de los otros hombres.
– De acuerdo -aceptó el juez-. Gracias, Cassian. Puede retirarse de momento.
Cassian temblaba cuando bajó del estrado, tropezó en una ocasión y abandonó la sala escoltado por el alguacil. Los asistentes proferían murmullos de indignación y compasión. Alguien aclamó al chiquillo. El juez hizo ademán de intervenir, pero no serviría de nada. Además, habían sido palabras de aliento. Sería inútil pedir silencio o censurar a quien las había pronunciado.
– Llamo a declarar a Felicia Carlyon -anunció Rathbone en voz alta.
Lovat-Smith no protestó, aunque Felicia no figuraba en la lista de testigos de Rathbone y, por lo tanto, había oído los otros testimonios.
Se produjo un murmullo de expectación. Los sentimientos de los asistentes habían cambiado por completo. Felicia ya no les inspiraba pena, y ahora deseaban ver el curso de los acontecimientos para forjarse una opinión más precisa de ella.
Subió al estrado con la cabeza bien alta, el cuerpo rígido y una expresión de ira y orgullo. El juez le pidió que se descubriese el rostro y Felicia obedeció con desdén. Prestó juramento con voz clara.
– Señora Carlyon -dijo Rathbone al tiempo que se situaba delante del estrado-, la hemos citado a declarar. Usted ha oído los testimonios que se han presentado hasta el momento.
– En efecto, y todo ha sido una sarta de mentiras maliciosas y perversas -respondió ella-. La señorita Buchan es una anciana que ha trabajado en la casa de mi familia durante cuarenta años y se ha trastornado con el paso del tiempo. No logro imaginar de dónde ha sacado una solterona unas fantasías tan viles. -Hizo una mueca de repugnancia-. Supongo que sus instintos naturales de mujer adulta se han pervertido por el rechazo de los hombres.
– ¿Y Valentine Furnival? -preguntó Rathbone-. No puede decirse que sea un anciano solterón al que han rechazado, y tampoco un viejo criado sin independencia que no se atreve a hablar mal de su señor.
– Es un muchacho con las fantasías carnales propias de su edad -replicó-. Todos sabemos que los adolescentes tienen una imaginación febril. Supongo que, tal y como ha afirmado, alguien abusó de él, por lo que siento tanta pena por él como los demás. Sin embargo acusar a mi hijo es una maldad además de una irresponsabilidad. Me atrevería a decir que fue su propio padre, y Valentine desea protegerlo. Por eso incrimina a otro hombre, ya fallecido, que no puede defenderse.
– ¿Y Cassian? -inquirió Rathbone en tono amenazador.
– Cassian-repitió ella con desdén-. ¡Una criatura de ocho años asustada! ¡Por el amor de Dios! Su madre ha asesinado a su padre, al que adoraba, y morirá en la horca por ello… Usted le hace testificar en el estrado y espera que sea capaz de contarle la verdad sobre el amor que su padre le profesaba. ¿Es usted idiota? El pequeño habría declarado todo lo que usted hubiera querido. Yo por eso no condenaría ni a un gato.
– Supongo que su esposo también es inocente -dijo Rathbone con sarcasmo.
– ¡Es de todo punto innecesario afirmar algo así!
– ¿Lo afirma usted?
– Lo afirmo.
– Señora Carlyon, ¿por qué cree que Valentine Furnival apuñaló a su hijo en el muslo?
– Sólo Dios lo sabe. El muchacho está perturbado, lo que no me extraña si su padre ha abusado de él durante años.
– Tal vez -admitió Rathbone-. No cabe duda de que algo así afectaría a cualquiera. ¿Por qué estaba su hijo en la habitación del muchacho sin los pantalones puestos?
– ¿Cómo dice? -Felicia quedó paralizada. -¿Desea que repita la pregunta?
– No. Es absurdo. Si Valentine ha dicho eso, ha mentido, y no me interesa saber por qué.
– Señora Carlyon, la herida del general sangraba en abundancia. Era un corte profundo y, aun así, no tenía los pantalones ni rasgados ni manchados de sangre. Es imposible que los llevara puestos cuando Valentine le apuñaló en la pierna.
Felicia lo miró con frialdad.
En la sala se oyeron murmullos, movimientos, un repentino susurro de ira y luego se hizo el silencio.
Felicia no despegó los labios.
– Hablemos entonces de su esposo, el coronel Randolf Carlyon -prosiguió Rathbone-. Era un gran soldado, ¿no es cierto? Un hombre del que sin duda se sentía orgullosa, y abrigaba grandes ambiciones para su hijo: también debería convertirse en un héroe, a ser posible de mayor rango que el suyo… un general, de hecho. Y lo logró.
– Así es. -Felicia levantó la barbilla y lo observó con sus ojos azules-. Todos cuantos lo conocían lo admiraban y amaban. Habría realizado hazañas de mayor envergadura si no lo hubiesen asesinado en la flor de la vida. Asesinado por una esposa celosa.
– ¿Celosa de quién? ¿De su propio hijo?
– No sea ridículo… ni grosero -espetó ella.
– Sí, es grosero -admitió-, pero es cierto. Su hija Damaris aprendió el significado de la expresión que tenía su hermano en el rostro después de ver, por casualidad, cómo su esposo y él…
– ¡Tonterías!
– Años más tarde advirtió esa misma expresión en la cara de su propio hijo, Valentine. ¿Acaso miente? ¿Y la señorita Buchan también? ¿Y Cassian? ¿O es que todos ellos sufren de alucinaciones frenéticas y pervertidas… sumido cada uno en su propio infierno personal?
Felicia vaciló. Era evidente que resultaba ridículo.
– ¿Usted no lo sabía, señora Carlyon? -añadió Rathbone-. Su esposo abusó de su hijo durante todos esos años, probablemente hasta que usted lo envió como cadete al ejército. ¿Fue ésa la razón por la que lo mandó al ejército a pesar de su juventud, para que escapase de los apetitos de su esposo?
La tensión se respiraba en el ambiente. Los miembros del jurado tenían expresión de verdugos. Charles Hargrave parecía encontrarse mal. Sarah Hargrave se hallaba a su lado, pero saltaba a la vista que sus pensamientos estaban en otro lugar. Edith y Damaris estaban sentadas junto a Peverell.
Felicia tensó el rostro.
– Los muchachos se alistan en el ejército cuando son muy jóvenes, señor Rathbone. ¿Acaso no lo sabía?
– ¿Qué hizo entonces su esposo, señora Carlyon? ¿No temió usted que hiciera lo mismo que luego hizo Thaddeus, es decir, abusar del hijo de un amigo?
Felicia lo miraba de hito en hito, sin despegar los labios.
– ¿O le buscó otro niño para satisfacerlo? ¿Un limpiabotas tal vez? -prosiguió Rathbone sin piedad-. Alguien que no pudiera vengarse… con lo que se evitaba cualquier escándalo… y… -Rathbone se interrumpió al ver que la testigo había palidecido tanto que parecía a punto de desmayarse. Felicia se agarró a la barandilla y todo su cuerpo se tambaleó. Alguien silbó desde el público; era un sonido desagradable y cargado de odio.
Lovat-Smith se puso en pie.
Randolf Carlyon profirió un grito al tiempo que su rostro adquiría un color purpúreo. Jadeó en un intentó por respirar, y las personas que lo rodeaban se alejaron de su lado con horror y sin compasión alguna. Un alguacil se acercó a él y le aflojó la pajarita.
Rathbone sabía que no debía dejar escapar la oportunidad.
– Eso fue lo que hizo, ¿no es cierto, señora Carlyon? -insistió-. Le buscó otro niño a su esposo… luego otro y otro… hasta que consideró que era demasiado mayor para causar más problemas. Sin embargo no protegió a su nieto. Permitió que abusaran de él. ¿Por qué, señora Carlyon? ¿Por qué? ¿Acaso valían la pena todos esos sacrificios, humillar a tantos pequeños, para no empañar su reputación?