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Ella le dedicó una fugaz sonrisa dubitativa.

– No estoy segura. -Cerró el libro que el comandante había estado leyendo y lo depositó en la mesa cercana a él-. Lo único que puedo hacer es intentar conseguirle el mejor abogado, porque ella se lo podrá costear. -Colocó los zapatos del militar bajo el asiento.

– De todos modos, ¿no lo hará su familia? -inquirió-. ¡Oh, por el amor de Dios, Hester, siéntese! ¿Cómo voy a concentrarme si no deja de moverse un solo instante?

Ella se detuvo al instante y se lo quedó mirando. Él la observó con el entrecejo fruncido y una perspicacia inusitada.

– No es necesario que no pare ni un momento para justificar que está trabajando. Es suficiente con que me entretenga, de modo que le ruego que se esté quieta y responda con sensatez.

– A su familia le gustaría recluirla con la mayor discreción posible -contestó. Seguía de pie delante de él, con las manos juntas-. De esa forma se evitaría el escándalo que provoca todo asesinato.

– Supongo que habrían culpado a otra persona si hubieran podido -afirmó con aire reflexivo-, pero ella ha desbaratado tal posibilidad al confesar. Sin embargo, no sé qué puede hacer usted en este caso.

– Conozco a un abogado capaz de obrar milagros con causas que parecen perdidas.

– ¿Ah, sí? -replicó sin disimular sus reservas al respecto. Se había enderezado en su asiento y parecía un tanto incómodo-. ¿Y usted cree que se ocuparía de este caso?

– No lo sé, pero se lo preguntaré e intentaré convencerlo -contestó un tanto ruborizada-. Es decir… si usted me deja el tiempo libre necesario para visitarlo.

– Desde luego que sí, pero… -Se interrumpió y pareció reflexionar-. Le agradecería que me mantuviera informado.

Ella lo miró con el rostro resplandeciente. -Claro está. Abordaremos este asunto juntos.

– Por supuesto -repuso con tono de sorpresa y satisfacción creciente-. Por supuesto que sí.

* * *

Por consiguiente, no tuvo ningún problema para ausentarse de la casa una vez más el lunes siguiente. Se dirigió en un coche de caballos al despacho del señor Oliver Rathbone, a quien había conocido al término del caso Grey y con quien había vuelto a coincidir durante el caso Moidore unos meses después. Había enviado una carta manuscrita (o para ser más precisos, el comandante Tiplady la había enviado, ya que sufragó los gastos del mensajero), para solicitar al señor Rathbone una cita con el fin de tratar un asunto de máxima urgencia. Él le respondió a través del mensajero que se encontraría en su despacho a las once en punto de la mañana siguiente y que la atendería a esa hora si así lo deseaba. A las once menos cuarto estaba en el interior del coche de caballos con el corazón acelerado y soltaba un grito ahogado con cada bache del camino, mientras intentaba controlar el nerviosismo que se apoderaba de ella. De hecho, lo que estaba haciendo era un atrevimiento considerable por su parte, no sólo con respecto a Alexandra Carlyon, a quien no conocía y quien con toda seguridad nunca había oído hablar de ella, sino también en lo tocante a Oliver Rathbone. Su relación era poco convencional, profesional, porque en dos ocasiones ella había testificado en casos que él había defendido. William Monk había investigado el segundo después de que la policía lo cerrara oficialmente, y en ambos Oliver Rathbone se había visto obligado a retirarse antes de la conclusión.

A veces el entendimiento existente entre Rathbone v ella parecía muy profundo, como cuando colaboraban en una causa en la que ambos creían. En otras ocasiones había sido más difícil; eran un hombre y una mujer comprometidos en actividades que quedaban fuera de las normas de comportamiento establecidas por la sociedad, no eran un abogado y su cliente, ni un jefe y su empleada, ni amigos de la misma clase social y, con toda certeza, no se trataba de un caballero que cortejaba a una dama.

Sin embargo, su amistad era más profunda que la que había entablado con otros hombres, incluidos los médicos del ejército con quienes había compartido noches interminables en Scutari, con excepción, quizá, de Monk entre pelea y pelea. Además, se habían entrelazado en un beso extraordinario, sorprendente y dulce, que todavía recordaba con un estremecimiento fruto del placer y la soledad.

El vehículo se detuvo en High Holborn debido al intenso tráfico formado por coches de caballos, narrias y todo tipo de carros.

Deseaba fervientemente que Rathbone comprendiera que se trataba de una visita de trabajo. Le resultaría insoportable que creyera que lo perseguía, que intentaba entablar una relación, que imaginara algo que ambos sabían que él no deseaba. Se sonrojó al pensar en la posible humillación. Debía comportarse de manera impersonal y tratar de no ejercer siquiera la más mínima influencia indebida, y mucho menos parecer que estaba coqueteando. En realidad eso no le resultaría difícil, pues no sabría coquetear aunque le fuera la vida en ello. Su cuñada se lo había dicho en cientos de ocasiones. Ojalá pudiera ser como Imogen y solicitar ayuda con una encantadora indefensión, sencillamente con su actitud, de forma que los hombres desearan ayudarla. Ser eficiente era un mérito, pero a veces se convertía en una desventaja. No era una cualidad que le otorgara atractivo, ni ante los hombres ni ante las mujeres; a los primeros les parecía indecoroso, y las segundas lo encontraban un tanto insultante.

Sus pensamientos quedaron interrumpidos cuando el coche de caballos llegó al bufete de Oliver Rathbone y se vio obligada a descender del vehículo y pagar al cochero. Como sólo faltaban cinco minutos para la hora convenida, subió por las escaleras y se presentó ante el secretario.

Poco después se abrió la puerta interior y apareció Rathbone. Estaba exactamente como lo recordaba, y ella misma se sorprendió de la intensidad del recuerdo.

De estatura un tanto superior a la media, tenía el cabello rubio, un poco canoso en las sienes, y los ojos oscuros, que se percataban de todo cuanto ocurría alrededor pero pasaban sin previo aviso a transmitir enfado o compasión.

– Qué alegría verla de nuevo, señorita Latterly -le dijo sonriente-. Tenga la amabilidad de entrar en mi despacho, donde podrá explicarme el motivo de su visita.

Se hizo a un lado para permitirle la entrada, luego la siguió y cerró la puerta. La invitó a tomar asiento en una silla amplia y cómoda. El despacho estaba igual que la última una vez: a pesar del exceso de libros, no provocaba una sensación oprimente y era amplio y muy luminoso gracias a las ventanas, como si se tratara de un lugar desde el que observar el mundo sin esconderse de él.

– Gracias -dijo mientras se sentaba y se alisaba la falda. No quería dar la impresión de que se trataba de una visita de cortesía.

Él se acomodó tras la mesa de escritorio y la observo con interés.

– ¿Otro grave caso de injusticia? -preguntó con un brillo en los ojos.

Hester se puso al instante a la defensiva y tuvo que controlarse para permitirle que dominara la conversación. De inmediato recordó que aquélla era su profesión: interrogar a la gente de forma que se delataran en sus respuestas.

– Sería insensato por mi parte emitir un juicio prematuro, señor Rathbone -contestó con una sonrisa encantadora-. Si estuviera enfermo, yo me molestaría si usted me consultara y luego se prescribiera su propio tratamiento.

En ese momento era evidente que el abogado estaba divirtiéndose.

– Si le consulto en alguna ocasión, lo tendré bien en cuenta, señorita Latterly, aunque dudo de que sea tan impetuoso como para pensar en adelantarme a su juicio. Le aseguro que cuando estoy enfermo me convierto en un hombre bastante lastimero.

– Las personas se asustan y resultan vulnerables, incluso lastimeras, cuando se las acusa de un crimen y se enfrentan a la justicia sin que nadie las defienda o, como mínimo, sin contar con la ayuda de una persona adecuada para la ocasión.