Выбрать главу

– No. Es muy difícil encontrar un empleo con un particular, aun cuando se haya recibido la formación necesaria. Es mucho mejor que aproveches tus habilidades. -Hablaba sin mirarla a la cara, ya que no deseaba que Edith descubriera lo que había comprendido de forma repentina-. Hay personas muy interesantes que necesitan escribientes o ayudantes, o alguien que les pase a limpio los trabajos. Es posible que encuentres a alguien que escriba sobre un tema que acabe interesándote.

– ¿Como qué? -inquirió Edith con seriedad.

– Cualquier tema. -Hester se volvió para mirarla y trató de animarla-. Arqueología, historia, viajes de exploración. -Se interrumpió al advertir una chispa de entusiasmo en la mirada de su amiga. Sonrió aliviada e invadida por una felicidad irracional-. ¿Por qué no? Las mujeres empiezan a plantearse la posibilidad de viajar a los lugares más maravillosos: Egipto, el Magreb, incluso África.

– ¡África! Sí… -afirmó entre dientes Edith, que había recuperado la confianza en sí misma. La herida abierta unos minutos antes se había cerrado gracias a las alentadoras perspectivas-. Sí. Cuando pase todo esto, buscaré algo. Gracias, Hester, muchísimas gracias.

No dijo nada más porque la puerta del salón se abrió para dar paso a Damaris, que ese día presentaba un aspecto distinto. Ya no poseía el aire indiscutiblemente femenino aunque contradictorio que había sorprendido a Hester en su visita anterior. En esta ocasión llevaba un traje de amazona que le otorgaba una apariencia vigorosa y masculina, como un apuesto joven de origen latino. Hester se percató enseguida de que el efecto era deliberado y que a Damaris le agradaba.

Hester sonrió. En realidad ella había osado adentrarse mucho más que Damaris en territorios masculinos prohibidos, había presenciado violencia, guerras y también conductas caballerosas, la amistad sincera cuando no existen barreras entre hombres y mujeres, donde la conversación no se rige por las normas sociales sino por los sentimientos y pensamientos auténticos, donde las personas trabajan hombro con hombro por una causa común, y en los que sólo importaban la valentía y la capacidad de cada uno. Así pues, esa «rebelión social» poco podía sorprenderla y mucho menos ofenderla.

– Buenas noches, Damaris -saludó-. Me alegra ver que tienes tan buen aspecto dadas las circunstancias.

Damaris esbozó una sonrisa burlona, cerró la puerta tras de sí y se apoyó en el pomo.

– Edith me ha dicho que ibas a ver a un amigo tuyo que es un abogado de renombre, ¿no es así?

La pregunta pilló a Hester desprevenida, pues ignoraba que estuviera al corriente de la petición de Edith.

– Ah… sí. -No había ninguna necesidad de negarlo-. ¿Crees que al señor Erskine le importará?

– Oh, no, en absoluto, pero no puedo responder por mamá. Será mejor que cenes con nosotros y nos lo cuentes todo.

Hester miró a Edith con inquietud, con la esperanza de que la salvara de tener que acudir a tan magno acontecimiento. Había pensado que sólo debía referir su conversación con Rathbone a Edith, quien informaría a Peverell Erskine, para que luego el resto de la familia se enterara a través de él. Ahora parecía que tendría que enfrentarse a todos ellos a la hora de la cena.

Sin embargo Edith pareció no reparar en sus sentimientos. Se levantó y se dirigió hacia la puerta.

– Sí, por supuesto. ¿Está Pev en casa?

– Sí, ahora es el momento adecuado. -Damaris se volvió y abrió la puerta-. Debemos actuar con prontitud. -Dedicó una amplia sonrisa a Hester-. Es muy amable por tu parte.

La decoración del comedor era muy recargada. La vajilla era de color turquesa, que tan en boga estaba, con numerosos adornos y bordes dorados. Felicia ya se había sentado, y Randolf ocupaba su sitio en la cabecera de la mesa. Parecía más imponente que cuando lo había visto arrellanado en un sillón a la hora del té. Su expresión de pesadumbre transmitía una inmovilidad severa y cansina. Hester intentó imaginarlo de joven y qué se sentiría el estar enamorada de él. ¿Le sentaría bien el uniforme?¿Habría habido entonces indicios de sentido del humor o agudeza en su rostro? Los años cambian a las personas; se producen desengaños, los sueños se desmoronan. Además lo había conocido en uno de los peores momentos de su vida; su único hijo acababa de ser asesinado y, casi con certeza, por un miembro de su propia familia.

– Buenas noches, señora Carlyon, coronel Carlyon saludó. Tragó saliva e intentó, al menos por el momento, no pensar en la confrontación que podía producirse cuando mencionara el nombre de Oliver Rathbone.

– Buenas tardes, señorita Latterly -dijo Felicia con las cejas arqueadas, la máxima expresión de sorpresa que permitían las normas de sociedad-. Reciba nuestra más calurosa bienvenida. ¿A qué debemos el placer de una segunda visita en tan poco tiempo?

Randolf musitó algo inaudible. Parecía haber olvidado el nombre de su invitada, y no tenía nada que decir aparte de apreciar su presencia.

Peverell, que se mostraba tan bondadoso y agradable como la vez anterior, le sonrió.

Era evidente que Felicia esperaba que Hester hablara. No había sido una pregunta retórica, exigía una respuesta.

Damaris se dirigió al lugar que solía ocupar en la mesa y se sentó con cierta arrogancia, sin prestar atención a la mueca que había ensombrecido el rostro de su madre.

– Ha venido para ver a Peverell -explicó con una sonrisa.

La irritación de Felicia fue en aumento.

– ¿A la hora de cenar? -Su voz transmitía una fría incredulidad-. Si deseaba ver a Peverell, habría sido más adecuado concertar una cita en su despacho, como cualquier otra persona. No creo que desee tratar de sus asuntos personales en nuestra compañía, y a la hora de la cena. Debes de estar equivocada, Damaris. ¿O es otra muestra de tu sentido del humor? Si es así, está fuera de lugar y he de pedirte que te disculpes y no vuelvas a obrar de este modo.

– No es ninguna broma, mamá -replicó con repentina seriedad-. Es para ayudar a Alex, por lo que resulta de lo más conveniente que el tema se aborde aquí, ante todos nosotros. Al fin y al cabo en cierto modo concierne a toda la familia.

– ¿De veras? -Felicia seguía mirando fijamente a su hija-. ¿Y qué puede hacer la señorita Latterly para ayudar a Alexandra? Es una tragedia para nosotros que Alexandra haya perdido la razón. -Tensó la piel de los pómulos como si esperara un golpe-. Ni siquiera los mejores médicos poseen un remedio para estos males, y ni el mismo Dios puede reparar lo ocurrido.

– El caso es que no sabemos qué ha ocurrido, mamá -puntualizó Damaris.

– Sabemos que Alexandra ha confesado que mató a Thaddeus -repuso Felicia con severidad, ocultando el enorme dolor que se escondía detrás de aquellas palabras-. No tenías que haber pedido ayuda a la señorita Latterly; ni ella ni nadie puede hacer nada. Ya nos encargaremos nosotros de buscar a los mejores médicos para que se ocupen de su trastorno mental y la internen en el lugar adecuado, por su bien y el de la sociedad. -Por voz primera desde que se había empezado a hablar del tema se volvió hacia Hester-. ¿Le apetece tomar un poco de sopa, señorita Latterly?

– Gracias. -No se le ocurrió nada más que decir, Carecía de excusas o explicaciones que dar. La situación se presentaba mucho peor de lo que había sospechado. Debería haber declinado la invitación. Podía haberse limitado a contar a Edith todo cuanto necesitaba saber y dejar el resto para Peverell. Sin embargo ya era demasiado tarde.

Felicia hizo un gesto a la sirvienta, que se acercó con la sopera y procedió a servir la comida en silencio.

Tras tomar algunas cucharadas, Randolf se dirigió a Hester.

– Bueno, si no va a recomendarnos a un médico, señorita Latterly, tal vez debamos saber de qué se trata.

Felicia lo miró con severidad, pero él no se dejó intimidar.

A Hester le habría gustado decir que se trataba de un asunto entre ella y Peverell, pero no se atrevió. No se le ocurría ninguna palabra que resultara adecuada. Notaba la torva mirada de la anfitriona clavada en ella y se sentía muy incómoda.