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Ese mismo día Peverell visitó primero a Alexandra Carlyon y luego a Oliver Rathbone. Al día siguiente, el 5 de mayo, Rathbone se presentó en las puertas de la prisión y solicitó, en calidad de abogado de la señora Carlyon, permiso para hablar con ella. Sabía que no se lo negarían.

Aunque era ridículo imaginar cómo sería un cliente, su aspecto o incluso su personalidad, mientras seguía a la carcelera por los corredores sombríos, ya se había hecho una idea de la apariencia de Alexandra Carlyon. Se la figuraba morena, de cuerpo exuberante y con un temperamento emotivo y propenso a las exageraciones. Al fin y al cabo, todo apuntaba a que había matado a su marido en un ataque de celos o, si Edith Sobell estaba en lo cierto, había confesado falsamente para proteger a su hija.

Sin embargo, cuando la carcelera, una mujer robusta de pelo grisáceo recogido en un moño, abrió la puerta de la celda, se encontró con una mujer de estatura media, muy esbelta, demasiado según los cánones del momento, de cabello rubio y rizado. Tenía un rostro muy particular, que reflejaba ingenio e imaginación, los pómulos marcados, la nariz pequeña y aguileña, la boca bonita pero excesivamente grande, que delataba pasión y alegría a la vez. No era hermosa en el sentido tradicional pero poseía un extraordinario atractivo, incluso agotada y asustada como estaba, y ataviada con un sencillo vestido gris y blanco.

Lo miró sin interés porque no albergaba ninguna esperanza. Se sentía impotente, y el abogado lo adivinó aun antes de hablar con ella.

– ¿Cómo está, señora Carlyon? -preguntó con cortesía-. Soy Oliver Rathbone. Creo que su cuñado, el señor Erskine, le ha dicho que deseo representarla si usted no tiene inconveniente.

Ella esbozó una leve sonrisa, un esfuerzo por intentar mostrarse educada más que para demostrar un sentimiento verdadero.

– Encantada de conocerlo, señor Rathbone. Sí, Peverell me lo ha dicho, pero me temo que ha desperdiciado su tiempo. No puede hacer nada para ayudarme.

Rathbone miró a la carcelera.

– Gracias, puede dejarnos. La llamaré cuando desee salir.

– Muy bien -dijo la mujer antes de retirarse. Cerró la puerta tras de sí y se oyó un sonoro clic cuando la palanca se colocó en su sitio.

Alexandra permaneció sentada en el catre y Rathbone tomó asiento en el extremo opuesto, pues de haber seguido de pie habría dado la impresión de que estaba a punto de marcharse, y no estaba dispuesto a darse por vencido tan pronto.

– Tal vez no, señora Carlyon, pero le ruego que me permita intentarlo. No la prejuzgaré. -Sonrió consciente de su encanto, que formaba parte de su oficio-. Y le pido que tampoco me prejuzgue a mí.

Esta vez la sonrisa de la mujer sólo se intuyó en su mirada, combinada con una expresión de tristeza y cierta burla.

– Por supuesto que le escucharé, señor Rathbone; por complacer a Peverell y por deferencia hacia usted, pero lo cierto es que no puede ayudarme. -Su vacilación era tan mínima que apenas resultaba perceptible-. Maté a mi esposo. La justicia exigirá que pague por ello.

Al observar que no había empleado el término «ahorcar» el abogado comprendió que esa posibilidad todavía la asustaba demasiado para expresarla. Tal vez ni siquiera había pronunciado la palabra en su interior. Sintió compasión, pero enseguida alejó ese sentimiento, ya que no era la base adecuada para defender un caso. Lo que necesitaba era su mente.

– Cuénteme qué sucedió, señora Carlyon; todo cuanto considere relevante acerca de la muerte de su esposo, y comience por donde quiera.

Ella apartó la mirada y empezó a hablar con voz monótona.

– Hay poco que contar. Mi esposo prestaba demasiada atención a Louisa Furnival desde hacía algún tiempo. Es una mujer hermosa y se comporta de una manera que agrada mucho a los hombres. Coqueteó con él, creo que lo hace con la mayoría de los hombres. Estaba celosa, eso es todo…

– Su marido coqueteó con la señora Furnival en una cena, usted salió de la sala, lo siguió escaleras arriba y lo empujó por el pasamanos -dijo con rostro inexpresivo-. Cuando cayó, usted bajó por las escaleras y, mientras yacía inconsciente en el suelo, cogió la alabarda y le atravesó el pecho, ¿no es cierto? Supongo que era la primera vez en sus veintitrés años de matrimonio que el la ofendía de ese modo.

Alexandra se volvió y lo miró con ira. Expresado así, sin más contexto, sonaba ridículo. Era la primera chispa de emoción verdadera que Rathbone veía en ella y, por tanto, el primer atisbo de esperanza.

– No, por supuesto que no -repuso ella con frialdad-. No se trataba sólo de que coqueteara con ella. Habían tenido un romance y ni siquiera disimulaban delante de mí, mi hija y su esposo. Cualquier mujer se habría enfurecido.

Él observó su rostro con atención, la falta de sueño, el horror y el temor que reflejaba. También traicionaba ira, pero sólo en la superficie, un destello de furia, efímero, sin calor, como la llama de una cerilla, nada que ver con el fuego abrasador de un horno. ¿Se debía tal vez a que mentía sobre el flirteo, sobre el romance, o porque estaba demasiado agotada, demasiado exhausta, para sentir rabia? El motivo de su cólera estaba muerto, y ella se encontraba con la soga al cuello.

– Aun así muchas mujeres deben de soportar situaciones parecidas -repuso él sin dejar de mirarla.

Ella se encogió de hombros y Rathbone reparó de nuevo en su extrema delgadez. Con la blusa blanca y la falda gris sin aro recordaba casi una vagabunda, salvo por la fuerza que transmitía su rostro. No era en absoluto una mujer débil; la frente ancha y la mandíbula redondeada denotaban demasiada obstinación para considerarla recatada, a menos que así lo pretendiera, lo que, acabaría resultando un engaño fugaz.

– Cuénteme cómo ocurrió, señora Carlyon. Empiece por el principio. Según sus palabras, la relación con la señora Furnival se había iniciado hacía algún tiempo. Por cierto, ¿cuándo se dio usted cuenta de que estaban enamorados?

– No lo recuerdo. -Seguía sin mirarlo. Resultaba bastante evidente que no le importaba si la creía o no. Su cara no revelaba ninguna emoción. Se encogió de hombros-. Unas semanas antes, supongo. Uno no se entera de lo que no quiere saber. -De repente mostró verdadera rabia, una rabia fuerte y dolorosa. Algo la había herido en lo más hondo de su ser y casi podía palparse en la diminuta estancia.

Rathbone estaba perplejo. En ciertos momentos embargaba a la señora Carlyon una emoción tan profunda que casi sentía los latidos de su corazón pero, acto seguido, parecía insensible, como si hablara de trivialidades que no importaban a nadie.

– ¿El día de esa velada se produjo algo que confirmará sus sospechas? -preguntó con tacto.

– Sí… -respondió ella con voz ronca, agradable pero poco habitual en una mujer. Era apenas un susurro.

– Debe contarme qué sucedió, paso por paso, tal como lo recuerda, señora Carlyon, si quiere que… la entienda. -Se abstuvo de decir «ayude» al recordar la desesperación de su rostro y su comportamiento y comprenda que estaba convencida de que nadie podría ayudarla. Esa promesa carecería de sentido para ella, y lo rechazaría por utilizar de nuevo ese término.

Mientras tanto ella continuaba mirando hacia otro lado. Cuando habló, tenía la voz tensa por la emoción

– Entenderme no servirá para nada, señor Rathbone. Yo lo maté. Eso es lo único que la justicia sabrá o se preocupará por saber, y es indiscutible.

Él esbozó una sonrisa irónica.

– No hay nada indiscutible en el mundo de la justicia, señora Carlyon. Así es como me gano la vida y, créame, se me da bien. No siempre salgo victorioso, pero sí en la mayor parte de las ocasiones.