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Alexandra lo miró por fin, y por primera vez él apreció cierto sentido del humor en su rostro, que de pronto se iluminó. Percibió un atisbo de la encantadora mujer que habría sido en otras circunstancias.

– Un comentario típico de un abogado -susurró-, pero me temo que yo me encontraría dentro del grupo de las derrotas.

– Oh, vamos. ¡No me dé por derrotado antes de empezar! -exclamó con cierto desenfado-. Prefiero que me venzan a rendirme.

– No es su batalla, señor Rathbone, sino la mía. -Me gustaría hacerla mía. Además, necesita a un abogado que defienda su caso. No puede hacerlo usted sola.

– Lo único que puede hacer usted es repetir mi confesión.

– Señora Carlyon, aborrezco cualquier forma de crueldad, sobre todo cuando es innecesaria, pero debo decirle la verdad. Si la declaran culpable, sin circunstancias atenuantes, morirá en la horca.

Ella cerró los ojos y respiró hondo al tiempo que palidecía. Como él había supuesto, la idea ya le había rondado por la cabeza, pero algún mecanismo de defensa, un atisbo de esperanza, la había mantenido alejada de la parte consciente de su mente. Ahora que se había materializado en sus palabras, ya no podía fingir mas. Se sentía despiadado, pero haber permitido que se aferrara a una falsa ilusión habría sido aún más cruel y peligroso.

Debía calcular con precisión las proporciones intangibles de temor y fortaleza, honestidad y amor u odio que proporcionaban equilibrio emocional a la señora Carlyon para guiarla a través de la ciénaga que sólo el era capaz de intuir. La opinión pública no se apiadaría de compartirla con él y no le preguntó nada para evitar que lo rechazara.

– Entonces ¿por qué lo mató, señora Carlyon? No sufría unos celos insoportables. Él no la había amenazado. ¿Por qué lo hizo?

– Mantenía un romance con Louisa Furnival, en público, delante de mis amigos y mi familia -aseguró con voz cansina.

Estaban como al principio, y él no la creía; por lo menos no creía que eso fuera todo. Ella ocultaba algo amargo y oscuro. Todo aquello no era más que una fachada de mentiras y evasivas.

– ¿Y qué me dice de su hija? -preguntó.

Ella se volvió hacia él con el entrecejo fruncido.

– ¿Mi hija? -preguntó.

– Su hija, Sabella. ¿Mantenía buenas relaciones con su padre?

Otro atisbo de sonrisa asomó a sus labios.

– Le han contado que discutieron. Sí, es cierto, y de forma harto desagradable. No se llevaban bien. Sabella quería ingresar en un convento, y él no lo juzgó conveniente. Entonces concertó su matrimonio con Fenton Pole, un hombre muy amable que la ha tratado bien.

– ¿Todavía no ha perdonado a su padre, a pesar del tiempo que ha transcurrido?

– No.

– ¿Por qué no? Tanto rencor me parece excesivo.

– Ella… estaba muy enferma -aseguró en actitud defensiva-. Quedó muy trastornada tras el nacimiento de su hijo. A veces ocurren estas cosas. -Lo observó con la cabeza alta-. En aquel período estaba muy irritable, pero ya hace tiempo de eso.

– Señora Carlyon, ¿acaso fue su hija, no usted, quien mató a su esposo?

Ella lo miró con los ojos bien abiertos. Lo cierto es que tenía una cara poco común. Ahora irradiaba ira y temor, como si estuviera dispuesta a atacar en cualquier momento.

– No. ¡Sabella no tuvo nada que ver! Le repito, señor Rathbone, que fui yo quien lo mató. Le prohíbo terminantemente que la involucre en esto, ¿me ha entendido? Ella es inocente. Tendré que echarlo de aquí si vuelve a insinuar una cosa así.

Eso fue todo cuanto consiguió de ella. No estaba dispuesta a decir nada más. Rathbone se puso en pie.

– Volveré a visitarla de nuevo, señora Carlyon. No hable de este asunto con nadie sin mi autorización. ¿Lo ha entendido? -No sabía por qué se molestaba en decir aquello.

Su intuición le indicaba que no debía ocuparse del caso. Poco podía hacer para ayudar a una mujer que había matado deliberadamente a su esposo sin ningún motivo aceptable, porque coquetear durante una cena no lo era en absoluto. Haberlo encontrado en la cama con una amante podría haber sido una circunstancia atenuante, sobre todo en su propia casa y con una amiga íntima, pero ni siquiera esto servía de mucho. Muchas mujeres habían descubierto a su marido en la cama con una sirvienta y se habían visto obligadas a resignarse e incluso sin perder la sonrisa. Era más probable que la sociedad la criticara a ella por tener la torpeza de haberlos sorprendido, cuando con un poco de discreción podía haberlo evitado, y hacerle pasar a él por semejante situación.

– Si así lo desea -replicó ella con desinterés-. Gracias por venir, señor Rathbone. -Ni siquiera preguntó quién lo había enviado.

– Buenos días, señora Carlyon. Qué despedida tan absurda. ¿Cómo iba a tener un buen día en sus circunstancias?

Rathbone salió de la prisión totalmente desconcertado. Cualquier persona en su sano juicio se negaría a aceptar el caso. Sin embargo, cuando paró un coche de caballos, indicó al cochero que lo llevara a Grafton Way, donde se encontraba el despacho de William Monk, en lugar de a High Holborn, al despacho de Peverell Erskine, a quien podría comunicarle con suma cortesía que se sentía incapaz de ayudar a Alexandra Carlyon.

Durante el trayecto buscó razones para abandonar el caso y los motivos más extraordinarios para aceptarlo. Cualquier abogado competente realizaría las formalidades necesarias, y por la mitad de dinero. En realidad no había nada que decir. Quizá resultara más misericordioso no ofrecerle esperanzas, o alargar el juicio, lo cual sólo prolongaría la agonía de la espera de lo que, al fin y al cabo, era inevitable.

No obstante, no tendió la mano ni dio un golpecito a la ventana para cambiar de destino. Ni siquiera se movió de su asiento hasta que el vehículo se detuvo en Grafton Way, se apeó y pagó al cochero. Incluso lo observó mientras se alejaba en dirección a Tottenham Court Road y doblaba la esquina, sin llamarlo de nuevo.

Un charlatán se acercó corriendo por la acera. Era un hombre alto y delgado de cabello rubio que le caía sobre la frente; recitaba con voz cantarina rimas fáciles sobre dramas domésticos que acababan en traiciones y muertes. Se detuvo a pocos metros de Rathbone, y de inmediato un par de transeúntes ociosos dudaron si quedarse para escuchar el resto de la historia. Uno le lanzó una moneda de tres peniques.

Un vendedor ambulante que anunciaba sus productos se colocó en medio de la calle con su carrito, y un tullido con una bandeja de cerillas apareció cojeando desde Whitfield Street.

No tenía ningún sentido permanecer en la acera. Rathbone subió por la escalera y llamó a la puerta. Era una casa de inquilinato, muy respetable y espaciosa, perfectamente adecuada para un hombre soltero con un negocio o una profesión de poca importancia. A Monk no le hacía falta una casa. Por lo que recordaba de él, y tenía su imagen viva en la memoria, Monk prefería gastarse el dinero en trajes caros y elegantes. Al parecer, había sido un hombre presumido y ambicioso tanto desde el punto de vista profesional como social antes del accidente que lo había despojado de su memoria de forma tan aguda al comienzo que incluso su rostro y su nombre le resultaban desconocidos. Tuvo que reconstruir su v ida poco a poco, a partir de fragmentos de pruebas, cartas, informes de los casos policiales en que había trabajado cuando era uno de los agentes más brillantes de Scotland Yard, así como a partir de las reacciones de los demás y de sus emociones con respecto a él.

Más adelante había presentado su dimisión a raíz del caso Moidore, sumamente enfurecido porque no aceptaba recibir órdenes que contravinieran sus ideales y principios. En la actualidad intentaba ganarse la vida como detective privado. Sus clientes eran personas que, por la razón que fuera, consideraban que la policía no servía a sus propósitos o no estaba dispuesta a ayudarlas. La rolliza casera abrió la puerta y, al ver la buena planta de Rathbone, puso cara de sorpresa. Algún instinto oculto la hacía diferenciar el aspecto de un comerciante importante, o un ciudadano de clase media, de este distinguido abogado que llevaba un bastón con el mango de plata y un abrigo gris un tanto más discreto que el que habrían lucido aquéllos.