Выбрать главу

– ¿En qué puedo ayudarlo, caballero? -preguntó.

– ¿Se encuentra el señor Monk en la casa?

– Sí, señor. ¿Puedo saber quién quiere verlo?

– Oliver Rathbone.

– Sí, señor Rathbone. Adelante, por favor. Iré a buscarlo.

– Gracias. -La siguió hasta la fría salita de la mañana, decorada con muebles de tonos oscuros, limpios antimacasares y un centro de flores secas, presumiblemente cortadas para ocupar ese lugar.

Al cabo de pocos minutos la puerta se abrió de nuevo para dar paso a Monk. En cuanto lo vio, Rathbone se sintió embargado por las mismas sensaciones que solía provocarle: una mezcla instintiva de agrado y desagrado; la convicción de que un hombre con esa cara era implacable, impredecible, inteligente, sumamente emotivo, sincero hasta el punto de herir con su franqueza los sentimientos de otras personas, incluido él mismo, y capaz de conmoverse por la más sorprendente de las penas. Su rostro no era atractivo; tenía los huesos muy marcados y bien proporcionados, la nariz aquilina pero ancha, los ojos vivos, la boca demasiado grande y los labios delgados, con una cicatriz en el superior.

– Buenos días, Monk-saludó Rathbone con aspereza-. Tengo un caso ingrato que precisa de alguna investigación.

Monk enarcó las cejas de forma exagerada.

– ¿Por eso recurre a mí? ¿Debería estarle agradecido? -Una chispa de humor atravesó su rostro para desvanecerse acto seguido-. Supongo que además habrá una buena suma de dinero en juego. Ya sé que no trabaja por amor al arte. -Tenía una pronunciación excelente. Se había esforzado por perder el acento provinciano y cadencioso de su Northumberland natal y lo había sustituido por un inglés monárquico perfectamente modulado.

– No. -Rathbone mantuvo la calma. Monk llegaba a irritarlo en ocasiones, pero estaba perdido si permitía que se hiciera con el control de una conversación o estableciera su tono-. La familia tiene dinero, que como es natural utilizaré en lo que considere más beneficioso para mi cliente. Eso incluye contratar sus servicios, aunque me temo que poco de lo que descubra sea de utilidad.

– Está en lo cierto -convino Monk-. Parece un caso ingrato. Supongo que ha venido para pedirme que me ocupe de las pesquisas. -No era una pregunta, sino una conclusión-. Será mejor que me explique la situación.

No sin cierta dificultad, Rathbone conservó la tranquilidad. No toleraría que Monk lo dejara indefenso. Sonrió.

– ¿Ha leído la noticia de la reciente muerte del general Thaddeus Carlyon?

– Por supuesto.

– Su esposa ha confesado ser la autora del crimen.

Monk adoptó una expresión sarcástica.

– Debe de haber algo más de lo que ella me ha contado -continuó Rathbone, esforzándose por parecer objetivo-. Necesito averiguarlo antes de acudir a los tribunales.

– ¿Por qué lo hizo? -Monk se sentó a horcajadas en una silla de madera, con el respaldo por delante, frente a Rathbone-. ¿Lo acusa de algo que pudiera constituir una provocación?

– De tener una aventura con la anfitriona de la cena durante la cual se cometió el homicidio. -Rathbone sonrió con semblante sombrío.

Monk lo advirtió y se le encendió la mirada.

– Un crimen pasional -observó.

– No lo creo, pero no sé por qué. Manifiesta unos sentimientos muy intensos con respecto a situaciones que no los merecen.

– ¿Es posible que ella tuviera un amante? -preguntó Monk-. El adulterio de una mujer resulta más intolerable que cualquier cosa que él hubiera hecho.

– Sí, es muy probable. -A Rathbone le repugnó tal posibilidad, pero ignoraba por qué-. Debería saberlo.

– ¿Lo mató ella?

Rathbone reflexionó unos segundos antes de responder.

– No lo sé. Al parecer su cuñada cree que fue la hija menor, quien según dicen está desequilibrada y sufre problemas emocionales desde el nacimiento de su hijo. Se peleó con su padre tanto antes de la noche de su muerte como durante la cena a la que acudieron.

– Entonces ¿la madre se confesó autora del crimen para protegerla? -sugirió Monk.

– Eso sospecha la cuñada.

– ¿Y usted qué cree?

– ¿Yo? No lo sé.

Se produjo un silencio durante el cual Monk vaciló.

– Se le pagará por días -comentó Rathbone de pronto, y se sorprendió de su propia generosidad-. El doble del sueldo de un policía, ya que se trata de un trabajo temporal. -No necesitaba añadir que, si los resultados no eran satisfactorios o si exigía que se abonaran más horas de las necesarias, no requeriría más sus servicios.

Monk desplegó una amplia sonrisa sin separar demasiado los labios.

– Entonces será mejor que me informe del resto de los detalles para que pueda empezar. ¿Puedo visitar a la señora Carlyon? Supongo que está en prisión…

– Sí. Le conseguiré un permiso para visitarla en calidad de asociado mío.

– Dice que todo ocurrió durante una cena…

– En la casa de Maxim y Louisa Furnival, en Albany Street, junto a Regent's Park. El resto de los invitados eran Fenton y Sabella Pole, la hija; Peverell y Damaris Erskine, ¡a hermana de la víctima y su marido, y el doctor Charles Hargrave y su esposa, y, por supuesto, el general y la señora Carlyon.

– ¿Y el testimonio pericial médico? ¿Lo ofreció ese tal doctor Hargrave u otra persona?

– Hargrave.

En los ojos de Monk apareció una chispa de amarga diversión.

– ¿Y la policía? ¿Quién lleva el caso Rathbone entendió la pregunta y por una vez comprendió el sentimiento de Monk. Los idiotas presuntuosos que, con tal de preservar su orgullo, estaban dispuestos a permitir que otras personas sufrieran era uno de los tipos de individuos que más le enfurecía en este mundo.

– Supongo que se lo asignarán a Runcorn -respondió intercambiando una mirada de entendimiento con Monk.

– Entonces no hay tiempo que perder -aseveró el detective al tiempo que se enderezaba y se levantaba del asiento-. Esos pobres diablos no tienen ninguna posibilidad sin nosotros. A saber a quién más arrestarán y… ¡ahorcarán! -añadió con amargura.

Rathbone se percató de la rápida acometida de la memoria que había sufrido Monk y sintió la ira y el dolor que lo invadían como si los viviera en su propia carne.

– Voy a hablar con la policía ahora -explicó-. Manténgame al corriente de sus descubrimientos. -Se puso en pie y se despidió.

Al dirigirse a la salida pasó junto a la casera y le agradeció su recibimiento.

* * *

En la comisaría recibieron a Rathbone con cortesía y cierta preocupación. El agente que se encontraba en recepción conocía su fama y recordaba que había colaborado con Monk, nombre que todavía inspiraba respeto y temor no sólo allí, sino en todo el cuerpo de policía.

– Desearía ver al agente encargado del caso Carlyon.

– Es el señor Evan-repuso el agente-. ¿O desea ver al señor Runcorn? -Sus ojos, azules y grandes, transmitían excesiva inocencia.

– No, gracias -contestó Rathbone con aspereza-. A hora no. Sólo quisiera aclarar ciertos detalles.

– Muy bien, señor. Iré a ver si se encuentra en la comisaría. Si no está, ¿volverá en otro momento o prefiere ver al señor Runcorn?

– Supongo que en ese caso será mejor que hable con el señor Runcorn.

– Sí, señor. -El agente subió por las escaleras. Regresó al cabo de tres minutos y le informó de que el señor Runcorn podría dedicarle cinco minutos.

Rathbone se dirigió al piso superior de mala gana. Hubiera preferido entrevistarse con el sargento Evan, cuya imaginación y lealtad hacia Monk habían quedado patentes en el caso Moidore, y antes en el Grey.