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Llamó a la puerta y entró en el despacho del comisario Runcorn, que estaba sentado tras su imponente mesa con el tablero recubierto de cuero. Su cara larga y de tez rojiza denotaba expectación y cierto recelo.

– ¿Sí, señor Rathbone? El agente de recepción me ha dicho que desea conocer algunos detalles del caso Carlyon. Qué asunto tan triste. -Meneó la cabeza y apretó los labios-. Muy triste. La pobre mujer perdió el juicio y mató a su marido. Lo ha confesado. -Observó a Rathbone con los ojos entornados.

– Eso he oído -convino Rathbone-, pero supongo que se habrá planteado la posibilidad de que la hija sea la autora del crimen y la señora Carlyon haya confesado para protegerla…

Runcorn tensó los músculos de la cara.

– Por supuesto.

Rathbone pensó que mentía y disimuló el desprecio que Runcorn le inspiraba.

– ¿No puede ser eso cierto?

– Quizá -respondió Runcorn con precaución-, pero nada lo indica. La señora Carlyon ha confesado y nuestros descubrimientos apoyan esa hipótesis. -Se recostó un poco en la silla y añadió con desdén-: Antes de que me lo pregunte, le diré que no existe la más mínima posibilidad de que se tratara de un accidente. Tal vez cayó de forma fortuita, pero es imposible que se clavara la alabarda. Alguien lo siguió hasta abajo o lo encontró allí tendido, cogió la lanza y se la clavó en el pecho. -Movió la cabeza-. No va a defenderla, señor Rathbone, no de la justicia. Sé que es usted muy inteligente, pero este caso no admite discusiones. El jurado está compuesto por hombres sensatos de buena familia que, diga lo que diga, la enviarán a la horca.

– Es posible -convino Rathbone con una sensación de derrota-, pero esto no es más que el comienzo. Aún nos queda mucho camino por recorrer. Gracias, señor Runcorn. ¿Puedo ver el informe médico?

– Si así lo desea…, pero no le servirá de nada.

– Deseo verlo de todos modos.

Runcorn sonrió.

– Como quiera, señor Rathbone.

Capítulo 3

Monk aceptó el caso de Alexandra Carlyon en un principio porque era Rathbone quien se lo había propuesto y nunca permitiría que éste pensara que la dificultad de una investigación lo desalentaba tanto como para rechazarla. Rathbone no le disgustaba; de hecho admiraba muchas de sus virtudes. Su agudeza siempre le había agradado, por cortante que fuera o independientemente de la persona a la que la dirigiese, y sabía que Rathbone no era cruel. Asimismo admiraba su inteligencia. Monk también poseía una mente ágil y clara y había gozado del suficiente éxito en la vida como para no envidiar la brillantez de otros ni temerla, como le ocurría a Runcorn.

Antes del accidente consideraba que no era inferior a nadie y sí superior a la mayoría de los hombres. A juzgar por los testimonios que había recabado desde entonces, tanto referentes a sus logros como a la actitud de los otros hacia él, su opinión no era mera arrogancia sino un juicio bien fundado.

Una noche de lluvia torrencial, hacía menos de un año, el coche de caballos en el que viajaba volcó, a consecuencia de lo cual el cochero murió y Monk quedó inconsciente. Cuando despertó en un hospital no recordaba nada, ni siquiera su nombre. Durante los meses siguientes se familiarizó poco a poco con su carácter, a menudo con desgana, contemplándose desde el exterior, sin entender sus razones, sólo sus actos. La imagen que se le presentaba de él era la de un hombre implacable, ambicioso, dedicado a la consecución de la justicia más allá de los dictados de la ley, sin lazos familiares ni amigos. Al parecer sólo había escrito a su única hermana en escasas ocasiones y no la había visitado durante años, a pesar de las tiernas cartas que ella le había enviado con regularidad.

Sus subordinados lo admiraban y temían a la vez. Sus superiores lo envidiaban, y se sentían intranquilos al oír sus pisadas tras sus talones, sobre todo Runcorn. Él no acertaba más que a adivinar el daño que podía haberles infligido.

También conservaba un recuerdo fugaz de cierta ternura, pero no lograba asignarle rostro alguno, ni mucho menos un nombre. La cuñada de Hester Latterly, Imogen, le había inspirado un cariño tan abrumador que le había sustraído del presente y le había tentado con un bienestar y una esperanza indefinibles. Sin embargo, antes de que hubiera conseguido aclarar sus sentimientos esa sensación desapareció.

Asimismo guardaba recuerdos de un hombre mayor, que había sido una especie de maestro para él y al que asociaba con una sensación de pérdida, de fracaso al no haber logrado ofrecerle la protección en el momento en que más la necesitaba. No obstante esta imagen también era incompleta. Sólo guardaba en su memoria fragmentos, un rostro poco definido, una mujer mayor sentada a una mesa de comedor con una expresión de pena profunda, capaz de llorar sin que se distorsionaran sus rasgos. Sabía que había significado mucho para él.

Luego había dejado el cuerpo de policía enfurecido por el caso Moidore, sin plantearse cómo podría subsistir. Había sido una época dura. Apenas había trabajo para los detectives privados. Hacía sólo dos meses que había empezado, y gracias al apoyo de lady Callandra Daviot no lo habían desahuciado por impago del alquiler. Lo único que esta mujer excepcional había exigido a cambio de prestarle ayuda económica para su nueva empresa era que la mantuviera al corriente de toda historia interesante. Él no había planteado la más mínima objeción a esas condiciones, aunque hasta el momento sólo se había ocupado del caso de tres personas desaparecidas, a dos de las cuales había encontrado sin dificultad; media docena de hurtos menores, y el cobro de deudas, encargos que no habría aceptado de no saber que el moroso estaba en condiciones de pagar. En opinión de Monk, los morosos pobres tenían todo el derecho a no saldar sus deudas. No iba a ser quien se dedicara a perseguirlos.

Ahora se alegraba de la posibilidad de realizar un trabajo bien remunerado para el bufete de un abogado. Además, el caso despertaría el interés de Callandra Daviot, ya que era más apasionante y precisaba de un esfuerzo mayor por su parte que los que le habían encargado hasta ese momento.

Era demasiado tarde para hacer nada de provecho; comenzaba a oscurecer y el tráfico de última hora llenaba las calles. A la mañana siguiente se encaminó temprano hacia la casa de Maxim y Louisa Furnival, en Albany Street, donde se había cometido el homicidio. Vería el escenario del crimen y escucharía su versión de lo ocurrido. Tal como Rathbone había afirmado, todo apuntaba a que era un caso ingrato, ya que Alexandra Carlyon había confesado; sin embargo tal vez su cuñada tuviera razón y lo había hecho con la única intención de proteger a su hija. Lo que ocurriera una vez que se hubiera revelado la verdad dependía de Alexandra Carlyon, o de Rathbone, pero antes debía descubrirla. De hecho no confiaba en que Runcorn la hubiera descubierto.

Albany Street no estaba demasiado lejos de Grafton Way, y como era una mañana soleada y fresca decidió ir andando. Así dio tiempo a su mente para decidir qué buscaba, qué preguntas debía formular. Giró por Whitfield Street, recorrió Warren Street y tomó Euston Road, muy bulliciosa debido a la gran cantidad de carretillas y coches de caballos que circulaban. El carro de un cervecero pasó junto a él. Unos hermosos caballos de tiro brillaban bajo el sol, engalanados con arneses relucientes y con las crines trenzadas. Detrás de ellos transitaban berlinas, landós y, por supuesto, los omnipresentes coches de alquiler tirados por caballos.

Cruzó la calle delante de Trinity Church, dobló a la derecha para internarse en Albany Street, que discurría paralela al parque, y recorrió la distancia que lo separaba de la residencia de los Furnival enfrascado en sus pensamientos, sin reparar en los demás transeúntes: damas que coqueteaban o chismorreaban; caballeros que tomaban el fresco y hablaban de deportes o negocios; criados vestidos de uniforme que hacían recados; algún vendedor, y repartidores de periódicos. Los carros de caballos pasaban a toda velocidad en ambos sentidos.