– No mucho -contestó Edith con el entrecejo fruncido-. Era quince años mayor que yo, de manera que se marchó de casa para servir en el ejército como cadete subalterno antes de que yo naciera. Cuando se casó, yo tenía ocho años. Damaris lo conocía mejor.
– ¿Tu hermana mayor?
– Sí… él sólo le lleva seis años. -Se interrumpió-. Le llevaba -corrigió.
Hester calculó con rapidez que Thaddeus Carlyon contaba cuarenta y ocho años, una edad alejada en cierto modo de la vejez pero que sobrepasaba con creces la esperanza media de vida.
Agarró con más fuerza el brazo de Edith.
– Ha sido todo un detalle por tu parte venir esta tarde. Si hubieras enviado a un lacayo con un mensaje, lo habría entendido.
– Prefería decírtelo en persona -replicó Edith al tiempo que se encogía de hombros-. Apenas soy de gran ayuda y reconozco que me ha alegrado tener una excusa para ausentarme de casa. Como es natural, mamá está profundamente afectada pero no exterioriza sus sentimientos. A veces pienso que hubiera sido mejor soldado que papá o Thaddeus. -Sonrió para indicar que ese comentario no era del todo cierto y luego hizo una mueca para dar a entender que no sabía cómo expresarse-. Es una mujer de gran fortaleza. A los demás no nos queda otra opción que intuir las emociones que esconde tras su solemnidad y autocontrol.
– ¿Y tu padre? -inquirió Hester-. Supongo que su compañía será un consuelo para ella.
El sol brillaba y caldeaba el ambiente. Una brisa apenas perceptible acariciaba las resplandecientes flores. Un perro pequeño pasó ladrando con alegría entre las dos mujeres, echó a correr por el sendero y mordió el bastón de un caballero, lo que le fastidió sobremanera. Edith tomó aire.
– No demasiado, diría yo -afirmó con aflicción-. Está enfadado porque ese accidente no está exento de cierta ridiculez. No es exactamente como caer en el campo de batalla. -Esbozó una tímida sonrisa de tristeza-. No es un acto heroico.
Hester no lo había pensado. Conocía bien la realidad de la muerte, de la pérdida de un ser querido, porque ya había vivido la experiencia de la muerte súbita y en circunstancias trágicas de su hermano pequeño y sus padres en el período de un año. En aquel momento imaginó el accidente del general Carlyon y comprendió lo que Edith quería decir. Caer por encima del pasamanos durante una fiesta y morir atravesado por la alabarda de una armadura vacía no era precisamente un final glorioso. Era muy difícil que un hombre como el coronel Carlyon no sintiera cierto resentimiento y que el orgullo de la familia no hubiera sufrido un agravio. Se abstuvo de comentar que quizás el general no estuviera sobrio en el momento del accidente.
– Supongo que su esposa estará conmocionada -le dijo-. ¿Tenían hijos?
– Oh, sí, dos hijas y un hijo. Las hijas ya son mayores y están casadas, y la menor se encontraba en la cena, lo que no hace más que empeorar la situación.
Edith tomó aire con brusquedad, y Hester no consiguió discernir si se trataba de una señal de dolor o ira, o si se debía sólo al viento, decididamente más frío ahora que ya no estaban resguardadas por los árboles.
– Según Peverell, el esposo de Damaris -continuó Edith-, se habían peleado. Aseguró que había sido una fiesta de lo más espantoso. Todos parecían malhumorados y dispuestos a arremeter contra los demás ante la más mínima provocación. Tanto Alexandra, la esposa de Thaddeus, como Sabella, su hija, discutieron con él antes y durante la cena, además de con Louisa Furnival, la anfitriona.
– Es terrible -comentó Hester-, pero a veces las desavenencias familiares parecen mucho más graves de lo que son y, por eso mismo, el dolor que se siente con posterioridad puede ser mucho más intenso, porque como es natural se le añade un componente de culpa. No obstante, estoy convencida de que los difuntos saben que muchas de las cosas que decimos no son del todo ciertas y que, bajo la superficie, palpita un amor mucho más profundo que cualquier furia momentánea.
Edith le estrechó el brazo en señal de gratitud.
– Entiendo lo que intentas decirme, querida, y no sabes cuánto lo valoro. Un día de éstos te presentaré a Alexandra. Creo que congeniaríais. Se casó joven y enseguida tuvo hijos, por lo que nunca ha vivido sola ni ha tenido grandes aventuras como tú. Aun así posee un espíritu tan independiente como le permiten las circunstancias, además de, por supuesto, una buena dosis de coraje e imaginación.
– Será un placer conocerla, -declaró Hester, aunque a decir verdad no le apetecía demasiado pasar parte de su precioso tiempo libre en compañía de una mujer que había enviudado recientemente, por muy valiente que fuera. Debido a su profesión había presenciado dolor y aflicción en dosis más que suficientes. Sin embargo, decir aquello en esos momentos hubiera resultado cruel; además, apreciaba de verdad a Edith y habría hecho cualquier cosa por complacerla.
– Gracias. -Edith la miró de soslayo-. ¿Me considerarías insensible si hablara de otro tema?
– ¡Por supuesto que no! ¿De qué se trata?
– La razón por la que concerté una cita contigo en un sitio en el que pudiéramos charlar sin interrupciones, en lugar de invitarte a mi casa -explicó Edith-, es que eres la única persona que considero puede entenderme y quizás ayudarme. Claro está que en las circunstancias actuales mi familia me necesitará, pero luego…
– ¿Sí?
– Hester, hace ya casi dos años que Oswald murió. No tengo hijos. -El dolor se reflejó en su rostro, lo que puso de manifiesto su vulnerabilidad bajo la intensa luz primaveral e hizo que aparentara menos de los treinta y tres años que tenía. Esa expresión desapareció y su semblante recuperó su determinación característica-. Me aburro mortalmente -reconoció con voz firme.
De forma inconsciente aceleró el paso cuando llegaron al sendero que conducía a un pequeño puente erigido sobre un estanque y que seguía hasta el Jardín Botánico de la Royal Society. Una niña daba de comer pan a los patos.
– Además, tengo muy poco dinero -continuó Edith-. Oswald no me dejó lo suficiente para vivir de la forma a la que estoy acostumbrada y dependo económicamente de mis padres. Ésa es la única razón que me impulsa a quedarme en Carlyon House.
– Supongo que no estarás pensando en contraer matrimonio de nuevo, ¿verdad?
Edith le dedicó una mirada sarcástica, acompañada de cierta expresión de burla.
– Me parece bastante improbable -aseguró con franqueza-. El mercado matrimonial está lleno de muchachas mucho más jóvenes y hermosas que yo, y con dotes considerables. A mis padres les complace que resida con ellos, que haga compañía a mi madre. Ellos cumplieron con su obligación hacia mí al encontrarme un marido; el hecho de que muriera en la guerra de Crimea ha sido mi desgracia y a ellos no les corresponde buscarme otro, de lo que no los culpo en absoluto. Considero que sería una ardua tarea y, con toda probabilidad, ingrata. No me casaré de nuevo a menos que sienta un gran afecto por alguien.
Estaban en el puente. El agua parecía fría y presentaba una tonalidad verde turbio.
– ¿Te refieres a enamorarte? -insinuó Hester.
Edith se echó a reír.
– ¡Eres una romántica empedernida! Nunca lo hubiera dicho.
Hester pasó por alto el comentario.
– Qué alivio. Por un momento he pensado que ibas a pedirme que te presentara a alguien.
– ¡Ni por asomo! ¡Imagino que si conocieras a alguien que pudieras recomendarme sin dudar un momento, te casarías con él!
– ¿Acaso tú no? -preguntó Hester al instante.
Edith sonrió.
– ¿Por qué no? Si fuera lo bastante bueno para mí, ¿no lo sería también para ti?
Hester se relajó al percatarse de que su amiga bromeaba.
– Si encuentro a dos caballeros que nos convengan, te informaré de inmediato -afirmó en un alarde de generosidad.