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– ¡Por Dios! -exclamó Damaris-. No soy tan tonta. Claro que no lo diré, pero creo que si no me río un poco no podré parar de llorar. La muerte suele presentarse de forma absurda. Las personas son absurdas. ¡Yo misma lo soy! -Se sentó correctamente y se volvió hacia Hester-. Alguien mató a Thaddeus y tuvo que ser alguno de los presentes en la cena. Eso es lo grave del caso. La policía dice que es imposible que cayera sobre la punta de la alabarda de ese modo. De haber sido un accidente, no le habría atravesado el cuerpo, sólo lo habría rozado. Podría haberse desnucado o haberse roto la columna y morir, pero no fue eso lo que ocurrió. No se fracturó ningún hueso en la caída. Se golpeó la cabeza y con toda seguridad sufrió una conmoción, pero lo que acabó con su vida fue la alabarda, que le atravesó el pecho, y eso sucedió cuando ya estaba tendido en el suelo. -Se estremeció-. Lo cual resulta terrible y no tiene nada de gracioso. ¿No es estúpido que tengamos el deseo, un tanto ofensivo, de reír ante los peores y más tráficos acontecimientos? La policía nos ha formulado toda clase de preguntas. Fue horrible, algo irreal, como encontrarse en el interior de una linterna mágica, sólo que ahí no hay historias como ésta.

– ¿Y no han llegado a ninguna conclusión? -Hester reanudó el interrogatorio, pues ¿de qué otro modo podía resultarles de ayuda? No necesitaban compasión; cualquiera podía ofrecérsela.

– No -contestó Damaris con una expresión sombría-. Al parecer varios de nosotros podríamos ser los autores del asesinato, y era evidente que tanto Sabella como Alex se habían peleado con él ese mismo día. Quizá también otras personas. No lo sé. -Se levantó de forma súbita y forzó una sonrisa-. Vamos a tomar el té. Mamá se enfadará si llegamos tarde, y eso lo estropearía todo.

Hester obedeció encantada. Aparte de que consideraba que habían agotado el tema de la cena, al menos por el momento, le interesaba más conocer a los padres de Edith. Además, también le apetecía tomar un té.

Edith se levantó, se alisó la falda y las siguió escaleras abajo y a través del gran vestíbulo hasta llegar a la sala de estar principal. Era una estancia magnífica. Hester sólo dispuso de un momento para admirarla, ya que su interés, así como su educación, exigía que centrara su atención en sus ocupantes. Vio las paredes recubiertas de brocados con cuadros de marco dorado, el techo ornamentado, unas cortinas de terciopelo granate con bandas doradas exquisitamente colgadas y una alfombra de tonos más oscuros. Reparó en dos estatuillas altas de bronce de estilo renacentista muy elaborado, y le pareció distinguir adornos de terracota cerca de la repisa de la chimenea.

El coronel Randolf Carlyon estaba sentado de forma relajada, casi como si durmiera, en uno de los majestuosos sillones. Era un hombre corpulento, que se había descuidado un poco con los años, su rostro, de piel sonrosada, quedaba parcialmente cubierto por un bigote y unas patillas canos, y sus ojos azul claro denotaban tristeza. Hizo ademán de incorporarse cuando ellas entraron, pero no llegó a ponerse en pie; bastaba con media reverencia para mostrarse correcto.

Felicia Carlyon resultaba tan distinta de él como previsible. Era tal vez diez años más joven que su esposo, no aparentaba más de sesenta y cinco, y su rostro transmitía cierta tensión; los labios apretados y las sombras bajo los grandes ojos hundidos; no parecía en absoluto una mujer pasiva o abatida. Se encontraba delante de la mesa de nogal en la que se había servido el té; mantenía el cuerpo esbelto y bien erguido, con un porte que muchas jóvenes habrían envidiado. Como era de suponer, guardaba luto por su hijo, pero vestía un negro bonito, intenso, adornado con una puntilla de cuentas de azabache y ribeteado con terciopelo negro. La cofia de encaje era también moderna.

No se movió cuando entraron, pero de inmediato fijó la vista en Hester, que captó la fuerza de su carácter.

– Buenas tardes, señorita Latterly -saludó Felicia con gélida cortesía. Se reservaba su opinión sobre las personas, pues consideraba que había que ganarse su consideración-. Qué detalle por su parte acompañarnos a la hora del té. Edith nos ha hablado muy bien de usted.

– Buenas tarde, señora Carlyon -repuso Hester con la misma formalidad-. Les agradezco el que sean tan amables de recibirme. Permítanme expresarle mi más sincero pésame.

– Gracias. -La serenidad de Felicia y la brevedad con que había aceptado sus condolencias indicaron a Hester que añadir algo más se interpretaría como una falta de tacto. Era evidente que no deseaba hablar del tema; se trataba de un asunto privado y no iba a compartir sus emociones con nadie-. Es un placer que tome el té con nosotros. Siéntese, por favor.

Hester le dio las gracias de nuevo y se sentó, bastante incómoda, en el sofá color bermellón que se encontraba más alejado de la chimenea. Edith y Damaris se sentaron también y concluyeron las presentaciones. Randolf Carlyon sólo habló lo estrictamente necesario para no resultar descortés.

Conversaron sobre cuestiones triviales hasta que la criada sirvió los últimos refrigerios necesarios para el té: emparedados muy finos de pepino, berro, queso cremoso y huevo rallado. Había también bollos y un pastel de nata y mermelada. Hester observó todos aquellos manjares con gran deleite y deseó encontrarse en unas circunstancias en que resultara aceptable comer con apetito, pero sin duda ése no era el caso.

Una vez servido el té, Felicia la miró antes de abordarla cortésmente.

– Edith me ha contado que ha viajado usted mucho, señorita Latterly. ¿Ha estado en Italia? Es un lugar que me hubiera encantado visitar. Por desgracia, cuando hubiera podido hacerlo, nuestro país estaba en guerra, de modo que resultaba imposible. ¿Le gustó?

Por unos instantes Hester se preguntó con nerviosismo qué demonios le habría explicado Edith, pero no osaba mirarla en aquel momento, y no podía responder a Felicia Carlyon con una evasiva. Además, debía evitar que pareciera que Edith había faltado a la verdad.

– Tal vez no me expresé con la suficiente claridad en mi conversación con Edith. -Esbozó una sonrisa forzada. Tenía la impresión de que debía añadir «señora», como si se dirigiera a una duquesa, lo que resultaba ridículo, ya que aquella mujer no tenía una posición social superior a la suya, o como mínimo a la de sus padres-. Me apena informarle de que realicé el viaje durante la guerra y no tuve ocasión de admirar el arte italiano, aunque el barco hizo una breve parada en Italia.

– ¿De veras? -Felicia enarcó las cejas, pero habría resultado totalmente impropio de ella perder los buenos modales ni siquiera por un instante-. ¿Se vio obligada a abandonar su casa a causa de la guerra, señorita Latterly? Por desgracia parece que en este momento existen problemas en demasiadas partes del imperio. He oído que se han producido disturbios en la India, aunque no sé a ciencia cierta la gravedad que reviste el asunto.

Hester dudó entre el equívoco y la verdad y decidió que, con vistas al futuro, era preferible la segunda. Felicia Carlyon no pasaría por alto una falta de coherencia o la más nimia de las contradicciones.

– No, estaba en la guerra de Crimea, con la señorita Nightingale. -La mera mención de ese nombre mágico bastaba para impresionar a la mayoría de la gente y era la mejor referencia que tenía, tanto con respecto a su carácter como a su valía.

– ¡Cielo santo! -exclamó Felicia antes de tomar un sorbo de té.

– ¡Extraordinario! -comentó Randolf bajo el bigote.

– Me parece fascinante -Edith habló por primera vez desde que había entrado en la sala de estar-. Una experiencia de lo más provechosa.

– Viajar en compañía de la señorita Nightingale no es una ocupación que dure toda la vida, Edith -intervino Felicia con frialdad-. Quizá sea una aventura, pero de corta duración.

– Inspirada por motivos nobles, sin duda -añadió Randolf-. Aun así es algo poco común y no del todo apropiado para… -Se interrumpió.