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Él accedió con desgana, no porque necesitara su ayuda, sino porque se había acostumbrado a su compañía y disfrutaba de ella. Aun así, entendía su petición.

Hester le dio las gracias. Media hora después, cuando se disponía a salir, la criada entró con expresión de sorpresa para anunciar que la señora Sobell estaba en la puerta.

– ¡Oh! -El comandante quedó asombrado y se sonrojó un poco-. ¡Seguro que viene a ver a la señorita Latterly! ¡Hágala pasar, Molly! ¡No deje a la pobre señora esperando en el vestíbulo!

– No, señor. Sí, señor. -Molly se aturulló un poco pero obedeció al instante.

Edith entró acto seguido vestida de medio duelo en un tono lila rosado. Hester pensó que, si le hubieran preguntado, habría dicho que se trataba de un cuarto de duelo. El traje era precioso, y los únicos indicios de duelo era el negro de los adornos de encaje y los lazos de satén tanto del chal como del sombrero. Aunque nada podía cambiar la particularidad de sus rasgos, la nariz aquilina, un tanto torcida y demasiado chata, las pestañas espesas y los labios finos, ese día Edith presentaba un aspecto sumamente tierno y femenino, a pesar de su visible tristeza.

El comandante se apresuró a levantarse sin pensar en su pierna, que ya tenía casi curada aunque de vez en cuando todavía le dolía. Adoptó más o menos la posición de firme.

– Buenos días, señora Sobell -dijo-. Es un gran placer verla. Espero que esté bien, a pesar de… -Se interrumpió y la observó con detenimiento-. Lo siento, qué tonto soy. Por supuesto que está consternada por todo lo que está pasando. ¿Qué podemos hacer para confortarla? Supongo que desea hablar con la señorita Latterly. Yo ya me buscaré otra ocupación.

– ¡No, no! Por favor -repuso Edith con cierta torpeza-. No me gustaría que se marcharse por mi culpa. No tengo nada especial que decir. Yo… yo sólo… -Se ruborizó-. Yo… yo sencillamente quería salir de casa, alejarme de mi familia… y…

– Entiendo -dijo él con rapidez-. Desea hablar con franqueza sin temor a ofender o afligir a sus seres queridos.

Edith se sintió aliviada.

– Es usted un hombre muy perspicaz, comandante Tiplady. -Se sonrojó aún más y no supo adonde mirar.

– Oh, por favor, toma asiento -intervino Hester para evitar la embarazosa situación o, por lo menos, darles un respiro-, Edith.

– Gracias.

Por primera vez desde que Hester la conocía, su amiga se recogió los faldones con elegancia y se sentó derecha en el borde del asiento, como se espera de las damas. Hester se vio obligada a disimular su sonrisa.

Edith exhaló un suspiro.

– Hester, ¿qué está ocurriendo? Nunca había presenciado un juicio y no entiendo nada. Se supone que el señor Rathbone es un abogado brillante y, por lo que he oído, no parece hacer nada. Eso lo podría hacer yo misma. Hasta el momento lo único que ha conseguido ha sido convencernos a todos de que Thaddeus no tuvo ninguna aventura, ni con Louisa Furnival ni con nadie más, así como de que Alexandra lo sabía. ¿De qué sirve eso? -Hizo una mueca de incomprensión. La expresión de sus ojos era sombría-. En cierto modo empeora la imagen de Alexandra, ya que elimina cualquier razón que pudiera resultar comprensible o procurarle el perdón. ¿Por qué? Ella ya ha confesado que lo hizo y se ha demostrado que lo asesinó. Él no lo ha puesto en duda. De hecho, se ha preocupado de confirmarlo. ¿Por qué, Hester? ¿Cuál es su táctica?

Hester, que no le había contado nada de sus horribles descubrimientos, vaciló; se preguntó si debía informarla o si, al hacerlo, frustraría los planes de Rathbone durante el interrogatorio. ¿Cabía la posibilidad de que, a pesar de la indignación que sin duda sentiría, la lealtad de Edith hacia su familia fuera lo bastante fuerte para evitar que reconociera la verdad? Además, tal vez ni siquiera se lo creería.

Hester no se atrevió a ponerla a prueba. Decidir no era patrimonio exclusivo de ella, su vida no era la que estaba en juego, ni debía pensar en el futuro de su hijo. Se sentó en una silla frente a Edith.

– No lo sé -mintió, y se despreció por engañarla-. Yo sólo puedo suponer ciertas cosas y sería injusto con él y contigo que te las dijera. -Advirtió que su amiga se ponía tensa como si le hubieran asestado un golpe y el temor se afianzó en sus ojos-. En todo caso me consta que tiene una estrategia -se apresuró a añadir al tiempo que se inclinaba. No se percató de que el comandante Tiplady las miraba a ambas.

– ¿Estás segura? -preguntó Edith con voz queda-. Por favor, no me crees falsas expectativas. No me haces ningún favor.

El comandante tomó aire para intervenir, y ambas mujeres se volvieron hacia él. Sin embargo, cambió de parecer y permaneció callado, mirando a Hester con expresión triste.

– Hay esperanza -afirmó Hester con decisión-, pero no sé cuánta. Todo depende de convencer al jurado de que…

– ¿De qué? -inquirió Edith rápidamente-. ¿De qué puede convencerlo? ¡Ella lo hizo! Hasta el propio Rathbone lo ha demostrado. ¿Qué más puede hacer?

Hester vaciló. Se alegraba de que el comandante Tiplady estuviera allí, porque aunque no podía hacer nada, su mera presencia la confortaba.

Edith esbozó una sonrisa de amargura y añadió:

– Le costará convencerlo de que su acto estaba justificado. Thaddeus era un hombre virtuoso, de conducta irreprochable, poseía todas ¡as cualidades que la gente aprecia. -De repente frunció el entrecejo-. La verdad es que todavía no sabemos por qué lo hizo. ¿Va a alegar que está loca? ¿Te refieres a eso? Me parece que no lo está. -Lanzó una mirada al comandante-. Me han citado para declarar. ¿Qué puedo hacer?

– Pues dar tu testimonio -respondió Hester-. ¿Qué otra cosa si no? Responde a las preguntas que te formulen con sinceridad. No intentes averiguar lo que quieren oír. Rathbone es quien debe extraerte la información. Si te comportas como si trataras de ayudar a Alexandra, se te notará y el jurado no te creerá. No mientas.

– ¿Qué me preguntarán? Yo no sé nada.

– Lo ignoro -contestó Hester con exasperación-. No me lo diría aunque se lo preguntase. No tengo derecho a saberlo, y es mejor así. No obstante estoy segura de que tiene una estrategia y podría ganar. Créeme, por favor, y no me presiones para que te dé respuestas que desconozco.

– Lo siento. -De repente Edith se arrepintió de su actitud. Se puso en pie y se acercó a la ventana, con menos elegancia de lo habitual en ella, porque estaba cohibida-. Cuando acabe el juicio, buscaré un empleo. Sé que mamá se enfurecerá, pero en casa me siento asfixiada. Pierdo el tiempo haciendo cosas inútiles. Bordo prendas que nadie necesita, pinto cuadros que ni siquiera me gustan, toco mal el piano y nadie me escucha si no es por educación, hago visitas de cortesía, llevo a la gente frascos de conservas, entrego tazones de sopa a los pobres. Esto último, además, hace que me sienta como una hipócrita, porque les sirve de muy poco y nosotros nos creemos muy virtuosos y volvemos como si hubiéramos solucionado todos sus problemas, aunque prácticamente no nos acercamos a ellos. -Se le hizo un nudo en la garganta-. Tengo treinta y tres años y me comporto como una mujer mayor. Hester, me aterroriza pensar que un día despertaré y me daré cuenta de que soy vieja y no he hecho nada que haya valido la pena. No habré realizado nada, tenido ningún objetivo meritorio ni ayudado a nadie más de lo meramente conveniente. Después de la muerte de Oswald nunca he sentido nada profundo ni hecho nada útil. -Estaba muy erguida y quieta, de espaldas a ellos.

– En ese caso debes buscar una ocupación -aconsejó Hester con firmeza-, aunque sea dura o sucia, remunerada o no, o incluso ingrata. Siempre será mejor que levantarse cada día y pensar que no tienes nada que hacer y acostarte por la noche sabiendo que no has hecho nada de provecho. He oído decir que por lo general nos lamentamos, no de lo que hicimos, sino de lo que dejamos de hacer. Creo que es cierto. Gozas de buena salud. Sería mejor servir a los demás que permanecer de brazos cruzados.