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– ¿Sugieres que haga de sirvienta? -inquirió Edith con expresión de incredulidad y un tono de voz en el que se adivinaba un ligero histerismo.

– No, nada tan agotador -repuso Hester-, y tu madre jamás lo soportaría. Me refiero a ayudar a alguien que esté enfermo o demasiado ocupado para hacerlo todo. -Tras una pausa, añadió-: Pero no cobrarías y quizá no fuera lo más conveniente…

– No; no lo sería. Mamá no lo permitiría, por lo que tendría que buscar alojamiento y para eso se necesita un dinero del que carezco.

El comandante Tiplady se aclaró la garganta.

– ¿Sigue interesada en África, señora Sobell?

Edith se volvió con los ojos bien abiertos.

– ¿Ir a África? ¿Cómo iba a hacerlo? No sé nada de ese continente. No creo que mí presencia allí sirviera de nada a nadie. Pero ¡ojalá me equivocase!

– No; no me refiero a ir allí. -El comandante se ruborizó-. Yo, pues… no estoy seguro, pero…

Hester se negó a intervenir en su ayuda aunque, con una dulce punzada de placer, sabía lo que el hombre deseaba decir.

El comandante le lanzó una mirada agónica, y ella le dedicó una sonrisa encantadora.

Mientras tanto, Edith seguía esperando.

– Pues… -Tiplady carraspeó de nuevo-. He pensado que podría… Quiero decir si le interesa, claro está. Es probable que escriba mis memorias sobre Mashonaland y yo…

El rostro de Edith se iluminó al comprender lo que intentaba decir.

– Necesita una escribiente, ¿es eso? ¡Me encantaría! ¡Sería fantástico! Mis aventuras en Mashonaland, escritas por el comandante… Tiplady. ¿Cuál es su nombre de pila?

Él se sonrojó y rehuyó su mirada.

Hester sólo sabía que empezaba por hache, pues había firmado su carta de contratación con esa inicial y el apellido.

– Tiene que llamarse de alguna manera -insistió Edith-. Ya me lo imagino, encuadernado con cuero marroquí o de becerro, con letras doradas. ¡Será maravilloso! Lo consideraré un privilegio y disfrutaré de cada palabra. Será casi como si yo hubiera estado allí, y con una compañía espléndida. ¿Cómo se llama usted, comandante? ¿Qué nombre pondremos?

– Hércules -contestó con voz queda el anciano, y le rogó con la mirada que no se echara a reír.

– Qué bonito -dijo Edith con discreción-. Mis aventuras en Mashonaland, del comandante Hércules Tiplady. ¿Comenzaremos en cuanto termine este doloroso asunto? Es lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo.

– Y a mí -reconoció Tiplady, todavía ruborizado.

Hester se puso en pie y se dirigió hacia la puerta con el propósito de pedir a la criada que les preparara el almuerzo y así dar rienda suelta a la risa sin temor a herir la sensibilidad de nadie. De todos modos, se trataba de una risa de alivio y de repentina esperanza, como mínimo para Edith y el comandante, a quien había llegado a apreciar de forma considerable. En aquel momento era lo único bueno que tenía, por lo que lo consideraba una bendición.

Capítulo 11

Monk empezó el fin de semana con una sensación de melancolía, no porque no tuviera la esperanza de encontrar al tercer hombre, sino porque ese descubrimiento le resultaba doloroso en extremo. Peverell Erskine le había parecido una buena persona y ahora todo apuntaba a que era él a quien buscaba. ¿Por qué razón si no había hecho al niño esos regalos tan personales e inútiles? Cassian no necesitaba una navaja para las plumas, y tampoco un pañuelo de seda; los chiquillos no utilizaban ni llevaban ese tipo de cosas. El reloj de bolsillo era asimismo un artículo demasiado valioso para una criatura de ocho años y su diseño estaba ligado a la profesión de Peverell; nada relacionado con los Carlyon, que le hubieran regalado algo de carácter militar, un emblema de un regimiento, quizá.

Había informado a Rathbone de sus sospechas y había advertido que se afligía tanto como él. Asimismo, había mencionado al limpiabotas, pero le había explicado que no existían pruebas de que Carlyon hubiera abusado de él y que ésa fuera la razón por la que el muchacho había huido del general la noche del homicidio. Ignoraba si Rathbone había entendido su razonamiento, por qué lo había aceptado sin oponer ninguna objeción, o si consideraba que no necesitaba al joven para la estrategia de defensa que había trazado.

Monk contemplaba desde la ventana la acera de Grafton Way mientras el viento cortante hacía que una hoja de periódico suelta sobrevolara los adoquines. Un buhonero vendía cordones de botas en una esquina. Una pareja cruzó la calle cogida del brazo, el hombre con un andar elegante, inclinado hacia la mujer, que sonreía; parecían disfrutar de su mutua compañía, y al verlos le embargó una sensación de soledad que le sorprendió, un sentimiento de exclusión, como si presenciara todo lo que tiene importancia en la vida, lo más agradable, a través de un cristal y desde la lejanía.

El último expediente que le había pasado Evan estaba sin abrir sobre el escritorio. Tal vez contuviera la respuesta al misterio que lo abrumaba. ¿Quién era la mujer que emergía en sus pensamientos con tanta insistencia y emociones tan fuertes, que le provocaba remordimientos, temor a una pérdida y, al fin y al cabo, confusión? Le asustaba descubrirlo pero, al mismo tiempo, no hacerlo le parecía peor.

Una parte de él se resistía, por la sencilla razón de que, en cuanto lo averiguara, no quedaría nada que le ofreciera el menor rayo de esperanza de encontrar algo agradable, una parte mejor de su personalidad, una ternura o generosidad que le habían faltado hasta el momento. Era consciente de que se trataba de una actitud ridícula, incluso cobarde, y ésa era la única crítica lo bastante potente para hacerle reaccionar. Se acercó a la mesa y abrió el informe.

Leyó la primera página de pie. El caso no resultaba especialmente complejo. Hermione Ward había estado casada con un hombre rico y poco atento, algunos años mayor que ella. Hermione era su segunda esposa, y al parecer la había tratado con frialdad, la había hecho sufrir estrecheces, no le había permitido que disfrutara de la vida social y le había exigido que se ocupara de la casa y de las dos hijas de su primer matrimonio.

Habían entrado a robar en la casa durante la noche y, al parecer, Albert Ward había oído al ladrón y se había dirigido a la planta baja para hacerle frente. Se habían enzarzado en una pelea, le habían golpeado en la cabeza y había muerto a consecuencia de la herida.

Monk se sentó y continuó con la segunda página.

La policía de Guildford había investigado el caso y encontrado varios indicios que levantaron sus sospechas. Los cristales de la ventana rota estaban fuera, no en el interior, donde era previsible que cayeran. La viuda fue incapaz de nombrar algún artículo que hubiera sido robado y ni siquiera corrigió su opinión a la semana siguiente, cuando había tenido más tiempo para meditar. Nada se encontró en las casas de empeño ni se vendió a los traficantes habituales que conocía la policía. El servicio, formado por seis personas, no había oído nada por la noche, ningún ruido ni alboroto. No se hallaron huellas ni ninguna otra marca que indicara la presencia de intrusos.

La policía arrestó a Hermione Ward y la acusó de haber matado a su esposo. Se requirieron los servicios de Scotland Yard. Runcorn destinó a Monk a Guildford. Probablemente el resto del expediente estaba en poder de la policía de la localidad.

La única forma de descubrir lo que quería era ir allí. El viaje era corto. Sin embargo, tal vez no fuese el día más adecuado, pues era sábado. Quizás el agente que necesitaba no estuviera de servicio. Además, el juicio de la señora Carlyon se reanudaba el lunes y debía estar presente. ¿Qué podía hacer en dos días? Con toda seguridad no sería suficiente.