Hester sabía qué había estado a punto de decir, pues se había enfrentado a esa clase de reacciones en numerosas ocasiones, sobre todo con militares entrados en años. No era apropiado para damas. Las mujeres que seguían al ejército eran lavanderas, sirvientas, además de las esposas de los altos mandos, que todos sabían no era su caso, puesto que no estaba casada.
– La enfermería ha mejorado de forma considerable en los últimos años -afirmó con una sonrisa-. Ahora se ha convertido en una profesión.
– No para mujeres -puntualizó Felicia con rotundidad-. Aunque estoy convencida de que su labor fue muy noble y toda Inglaterra la reconoce. ¿A qué se dedica ahora que ha regresado al país?
Hester notó que Edith respiraba hondo y que Damaris bajaba la mirada hacia el plato.
– Cuido de un militar retirado que se fracturó el fémur -respondió Hester, que optó por tomarse la pregunta con buen humor en lugar de considerarla una ofensa-. Precisa de atención médica más especializada de la que puede ofrecerle una sirvienta.
– Muy loable -replicó Felicia con un breve gesto de asentimiento al tiempo que tomaba otro sorbo de té.
Hester intuyó que se guardaba de añadir que era una actividad excelente sólo para mujeres que se veían obligadas a ganarse el sustento y sobrepasaban la edad razonable para albergar la esperanza de contraer matrimonio. Ella nunca toleraría que sus dos hijas se rebajaran de ese modo mientras tuvieran un techo bajo el que cobijarse y un vestido que ponerse. Hester sonrió aún con más dulzura.
– Gracias, señora Carlyon. Resulta muy gratificante ser útil a alguien y el comandante Tiplady es un caballero de buena familia y reputación.
– Tiplady… -Randolf frunció el entrecejo-. ¿Tiplady? Creo que nunca he oído hablar de él. ¿Dónde sirvió?
– En la India.
– ¡Qué curioso! Thaddeus, mi hijo, ya sabe, sirvió allí durante años. Era un hombre excepcional, era general, ¿sabe? Participó en las guerras contra los sijs, del 45 al 46. También luchó en las guerras del opio en China en el 39. ¡Un hombre magnífico! Todo el mundo está de acuerdo. Y tan magnífico. Un hijo del que todo padre se sentiría orgulloso. Nunca le oí mencionar a nadie llamado Tiplady.
– De hecho creo que el comandante Tiplady estuvo en Afganistán entre el 39 y el 42. A veces me habla de ello, es muy interesante.
Randolf le lanzó una mirada un tanto reprobatoria, como haría con un niño travieso.
– Tonterías, mi querida señorita Latterly. No hay necesidad de fingir interés por las cuestiones militares para resultar cortés. Mi hijo falleció hace poco -agregó con semblante sombrío-, en circunstancias trágicas. Seguro que Edith la ha puesto al corriente. Acostumbramos sobrellevar nuestra pena con fortaleza, de manera que no es necesario que tenga en consideración nuestros sentimientos de ese modo.
Hester respiró hondo y a punto estuvo de decir que su interés no tenía nada que ver con Thaddeus Carlyon, que de hecho había nacido mucho antes de que hubiera oído hablar de él, pero decidió que no la entenderían ni le creerían y, además, lo interpretarían como una ofensa. Resolvió ser diplomática.
– Las historias de coraje y empeño siempre resultan interesantes, coronel Carlyon-afirmó mirándolo con firmeza a los ojos-. Lamento profundamente la muerte de su hijo, pero ni por un instante me he planteado mostrar un interés o un respeto que no fueran sinceros.
El comentario lo dejó desconcertado por unos segundos. Se sonrojó y espiró con brusquedad. Hester miró de soslayo a Felicia y percibió un atisbo de gratitud y una expresión que parecía de abatimiento, fue demasiado breve para que lograra identificarla.
De pronto la puerta se abrió y entró un hombre. A primera vista su actitud parecía casi deferente, pero en realidad no esperaba aprobaciones ni reconocimientos; sencillamente carecía de arrogancia. Era alto, aunque Hester calculó que apenas superaba en unos centímetros a Damaris, de complexión normal, si bien un tanto estrecho de hombros. Tenía un rostro que no llamaba la atención, los ojos oscuros, los labios ocultos bajo el bigote y las facciones simétricas. Su rasgo más destacado era que parecía envuelto por un aura de buen humor, como si careciera de furia interior y el optimismo formara parte de su personalidad.
Damaris lo miró y se le encendió el rostro.
– Hola, Pev. Parece que hace frío. Sírvete un té. El hombre le dio una palmada cariñosa en el hombro al pasar a su lado y se sentó en la silla más próxima a Damaris.
– Gracias -dijo al tiempo que dedicaba una sonrisa a Hester, en espera de que los presentaran.
– Mi esposo -se apresuró a decir Damaris-. Peverell Erskine. Pev, te presento a Hester Latterly, la amiga de Edith, que trabajó de enfermera en la guerra de Crimea con Florence Nightingale.
– Encantado de conocerla, señorita Latterly. -Peverell inclinó la cabeza con expresión interesada-. Espero que no esté harta del gran número de personas que le piden que les cuente sus experiencias. Oírlas sería un gran placer para nosotros.
Felicia le tendió una taza.
– Otro día, tal vez, si la señorita Latterly vuelve a visitarnos. ¿Has pasado un buen día, Peverell?
Él no se importunó por su desaire, actuó como si no se hubiera percatado. En su lugar Hester se habría sentido tratada con condescendencia y habría replicado, lo que habría sido mucho menos apropiado, como comprendió con cierta sorpresa.
Peverell se sirvió un emparedado de pepino y lo comió con fruición antes de responder.
– Sí, suegra, gracias. He conocido a un hombre de lo más interesante que luchó en las guerras maoríes hace diez años. -Miró a Hester-. Fue en Nueva Zelanda, ¿sabe? Sí, por supuesto que lo sabe. Ahí viven los pájaros más maravillosos. Son únicos y extremadamente hermosos. -Su agradable rostro transmitía un gran entusiasmo-. Me apasionan las aves, señorita Latterly. Parece mentira que haya tanta variedad. Desde un colibrí del tamaño de mi dedo meñique que planea para succionar el néctar de una flor, hasta un albatros que sobrevuela los océanos de la Tierra, con una envergadura el doble de la altura de un hombre. -Se le iluminaba la cara al hablar de las maravillas que imaginaba, y Hester comprendió por qué Damaris seguía enamorada de él.
Aquélla sonrió.
– Podemos hacer un trato, señor Erskine -propuso-. Le contaré todo cuanto sé sobre la guerra de Crimea y la señorita Nightingale si me hace partícipe de todo cuanto sabe de pájaros.
Él soltó una carcajada.
– Me parece una idea excelente, pero le aseguro que no soy más que un aficionado.
– Sus conocimientos superan con creces a los míos. Me gustaría escucharle por el mero placer de hacerlo, no para convertirme en erudita.
– El señor Erskine es abogado, señorita Latterly -intervino Felicia con manifiesta frialdad. Acto seguido, se volvió hacia su yerno-. ¿Has visto a Alexandra?
Su expresión no se alteró en absoluto, y Hester se preguntó por unos instantes si había preferido no decírselo de inmediato porque la mujer se había mostrado muy fría con él. Podría ser una forma discreta pero eficaz de hacerse valer para que Felicia no lo anulara por completo.
– Sí, la he visto. -No se dirigió a nadie en concreto y siguió tomando el té-. La he visto esta mañana. Como es natural, está sumamente consternada, pero sobrelleva su dolor con valentía y dignidad.
– Es lo que se espera de los Carlyon -afirmó Felicia con cierta severidad-. No hace falta que me lo digas. Ruego nos disculpe, señorita Latterly, pero se trata de un asunto familiar que no es de su incumbencia. Quiero saber cómo se encuentra, Peverell. ¿Está todo en orden? ¿Tiene cuanto necesita? Supongo que Thaddeus lo dejó todo bien arreglado…
– Lo suficiente…
Enarcó las cejas.
– ¿Lo suficiente? ¿A qué te refieres?