No se le ocurrían más que excusas porque temía hacer ciertos descubrimientos.
Despreciaba la cobardía, ya que era el origen de todas las debilidades que más odiaba. Toleraba la ira, la desconsideración, la impaciencia, la codicia, aunque fueran defectos importantes, pero sin coraje ¿qué quedaba para enardecer o conservar la virtud, el honor o la integridad? Sin el valor suficiente para mantenerlo, ni siquiera el amor estaba a salvo.
Se acercó de nuevo a la ventana y observó los edificios de enfrente y los tejados que brillaban bajo el sol. No tenía ningún sentido que evadiera la cuestión. Le resultaría dolorosa hasta que averiguara lo ocurrido, quién era la mujer y por qué le había inspirado sentimientos tan intensos para luego desaparecer de su vida. ¿Por qué no poseía ningún objeto que le recordara a aquella mujer, alguna foto, alguna carta? Probablemente porque pensar en ella le provocaba excesivo dolor. Si no desvelaba el enigma seguiría atormentado, despertaría por la noche con una desilusión hiriente y una terrible sensación de soledad. Por una vez le resultaba fácil entender a quienes huían.
No obstante, era algo demasiado importante para relegarlo al olvido, ya que su mente se lo impedía. No hacía más que oír ecos, tener visiones de un rostro borroso, un gesto, el color de un vestido, sus andares, la suavidad de su cabello, su aroma, el frufrú de la seda. Por el amor de Dios, ¿por qué no recordaba su nombre y tampoco todo su rostro?
No tenía nada que hacer durante el fin de semana. El juicio se reanudaría el lunes y no tenía ningún sitio donde buscar al tercer hombre. Ahora le tocaba a Rathbone.
Se apartó de la ventana y se dirigió hacia al perchero, tomó una chaqueta y un sombrero y salió de la habitación.
– Me voy a Guildford -informó a la casera, la señora Worley-. Quizá no regrese hasta mañana.
– ¿Seguro que volverá? -preguntó con firmeza al tiempo que se secaba las manos en el delantal. Era una mujer entrada en carnes, amable y eficiente-. ¿Volverá al juicio de esa mujer?
Él se sorprendió. Ignoraba que ella estuviera al comente.
– Sí, claro.
Ella negó con la cabeza.
– No sé por qué se ocupa de casos como ése. Desde que abandonó la policía, señor Monk, está de capa caída. Entonces se dedicaba a perseguir a gente como ésa, no a ayudarla.
– Usted, en su lugar, también lo habría matado, señora Worley, si hubiera tenido el suficiente valor -repuso con mordacidad-, igual que cualquier otra mujer.
– Yo no -replicó ella con irritación-. ¡El amor por un hombre nunca me convertiría en una asesina!
– Usted no sabe de qué habla. No fue por amor a un hombre.
– Cuidado con lo que dice, señor Monk -dijo la casera con vehemencia-. Sé lo que explican los periódicos con que envuelven las verduras y está clarísimo.
– Los periodistas tampoco saben nada, y no se jacte de leer los periódicos, señora Worley. ¿Qué le parearía eso al señor Worley? -Su sonrisa dejó al descubierto su dentadura.
La mujer se alisó los faldones y lo miró de hito en hito.
– Eso no es asunto suyo, señor Monk. Lo que yo leo sólo nos incumbe al señor Worley y a mí.
– Es algo entre usted y su conciencia, señora Worley, no es asunto de nadie, pero insisto en que los periodistas no saben nada. Espere al final del juicio; entonces ya me dará su opinión.
– ¡Ja! -exclamó ella. Giró sobre sus talones y regresó a la cocina.
Tomó un tren y se apeó en la estación de Guildford a media mañana. Paró un coche de caballos y un cuarto de hora después llegó a la comisaría. Subió por las escaleras en dirección al sargento de guardia que se encontraba en la recepción.
– ¿Qué desea, caballero? -El hombre lo reconoció-. ¿Señor Monk? ¿Cómo está, señor? -Le habló con respeto, casi reverencia, y Monk no percibió ningún tipo de temor. Gracias a Dios parecía que en aquel lugar no había sido injusto.
– Muy bien, gracias, sargento. ¿Y usted?
El policía se sorprendió porque no estaba acostumbrado a que sus superiores se interesaran por él.
– Bien, gracias, señor. ¿En qué puedo ayudarlo? El señor Markham está de servicio, si es a él a quien desea ver. No tengo noticia de ningún caso para el que necesitemos de su colaboración, por lo que debe de ser algo nuevo. -Estaba asombrado. Le parecía imposible que se hubiera producido un delito tan complejo como para recurrir a Scotland Yard y que, sin embargo, él no supiera nada al respecto. Debía de tratarse de algo sumamente peligroso y confidencial, un asesinato político o un homicidio en el que estuviera implicado algún miembro de la aristocracia.
– Ya no trabajo para la policía -explicó Monk. No valía la pena mentir-. Me dedico a la investigación privada. -Percibió la incredulidad del hombre y sonrió-. Una diferencia de opiniones sobre un caso; consideré que se había producido un arresto ilegal.
El hombre comprendió enseguida a qué se refería.
– El caso Moidore -afirmó en tono triunfal.
– ¡Exacto! -Entonces fue Monk el sorprendido-. ¿Cómo lo ha adivinado?
– Lo leí, señor. Opino que tenía usted razón. -Y asintió con expresión satisfecha-. ¿En qué podemos ayudarlo ahora, señor Monk?
Lo mejor era ser sincero. De momento el sargento parecía estar de su parte, por la razón que fuera, pero aquella actitud podía cambiar fácilmente si se descubría que había mentido.
– He olvidado algunos detalles del caso que llevé aquí y me gustaría refrescarme la memoria. Desearía hablar con alguien capaz de proporcionarme esa información. Ya sé que es sábado y que quizá quienes colaboraron conmigo no estén de servicio, pero era el único día que podía salir de Londres. Estoy trabajando en un caso importante.
– Ningún problema, señor. El señor Markham está aquí, y supongo que no le importará decirle lo que desea saber. Fue su caso más importante y le encanta hablar de él. -Señaló con la cabeza la puerta de la derecha-. Es por ahí, señor, al fondo del pasillo, como siempre.
– Gracias, sargento. -Antes de que resultara evidente que no recordaba el nombre del policía, Monk cruzó el umbral y se adentró en el corredor. Por fortuna no había posibilidad de equivocarse de dirección, porque no recordaba el edificio.
El sargento Markham estaba de pie, de espaldas a Monk, y éste apreció algo en el ángulo de sus hombros y en la forma de su cabeza, en la postura de sus brazos, que le hizo rememorar, y de repente se vio de nuevo investigando el caso, lleno de ansiedad y temor.
Cuando Markham se volvió y lo miró, la sensación se desvaneció. Estaba de nuevo en el presente, en la sala de una comisaría que le resultaba ajena, frente a un hombre que lo conocía pero sobre el que él no sabía nada, a excepción de que habían trabajado juntos en el pasado. Su rostro le era vagamente familiar; tenía los ojos azules, como la mayoría de los ingleses, la tez clara, pálida, y el cabello abundante, un poco aclarado por el sol en la parte delantera.
– ¿Desea algo, caballero? -inquirió. Se fijó en primer lugar en que su visitante vestía de paisano, luego observó su rostro con mayor atención y lo reconoció-. Vaya, si es el señor Monk. -Mostró un entusiasmo mesurado. Sus ojos denotaban admiración, pero también cautela-. ¿Cómo está, señor? ¿Tiene otro caso? -El interés iba acompañado de otras emociones menos confiadas.
– No, el mismo de antes. -Monk se preguntó si era apropiado sonreír, o si resultaría tan inusitado que parecería ridículo. Tomó la decisión rápidamente; era falsa y la sonrisa se le helaría en el rostro-. He olvidado algunos detalles y, por motivos que no puedo explicar, necesito recordarlos o, para ser exactos, necesito que usted me refresque la memoria. ¿Aún conserva el expediente?