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– Sí, señor. -La sorpresa de Markham era evidente, pero estaba acostumbrado a obedecer a Monk y lo hacía de forma instintiva, aunque no comprendiera por qué.

– Ya no trabajo para Scotland Yard. -Monk no osaba engañarlo.

El sargento se mostró incrédulo.

– Ya no está en el cuerpo… -Era incapaz de disimular su asombro-. ¿Que ya no… no está en Scotland Yard? -Parecía no asimilar las palabras que pronunciaba.

– Me dedico a la investigación privada -explicó Monk sin apartar la vista de él-. Tengo que volver a Old Bailey el lunes, para el caso Carlyon, por lo que necesito que me facilite la información hoy, si es posible.

– ¿Con qué finalidad, señor? -Markham respetaba mucho a Monk, pero había aprendido de él que no debía aceptar la palabra de nadie sin una justificación ni obedecer una orden de un hombre sin autoridad. En tiempos pasados Monk lo habría criticado sin piedad por ello.

– Para mi satisfacción personal -contestó Monk con la mayor tranquilidad posible-. Quiero asegurarme de que hice todo lo que pude y de que tenía razón. Además, me gustaría localizar a esa mujer, si es posible. -Se percató demasiado tarde de que se había delatado. Markham lo consideraría una estupidez o una broma pesada. Notó que se acaloraba, que la transpiración le cubría todo el cuerpo y que luego se le enfriaba en la piel.

– ¿La señora Ward? -preguntó Markham con extrañeza.

– ¡Sí, la señora Ward! -Monk tragó saliva. Debía de estar viva, pues de lo contrario Markham no lo habría preguntado de esa manera. ¡Todavía podía encontrarla!

– ¿No mantuvieron el contacto, señor? -El sargento frunció el entrecejo.

A Monk se le formó un nudo en la garganta, volvió a tragar saliva y tosió.

– No -respondió-. ¿Se suponía que debíamos mantenerlo?

– Pues… -Markham se ruborizó-. Sé que trabajó de firme en el caso por una cuestión de justicia, por supuesto, pero advertí que se sentía atraído por la dama… y ella por usted, al menos eso parecía. Yo pensé, bueno, todos pensamos… -Se sonrojó aún más-. Bien, no importa. Le pido mis disculpas, señor. No hay que sacar conclusiones sobre las personas y sus sentimientos, ya que corremos el riesgo de equivocarnos. No puedo enseñarle el expediente, señor, puesto que ya no pertenece al cuerpo, pero recuerdo el caso bastante bien. Si lo desea, le contaré todo lo que le interese. Ahora estoy de servicio, pero dispongo de una hora para almorzar, por lo menos una, y estoy seguro que el sargento de guardia podrá sustituirme. Si le viene bien, nos encontraremos en el Three Feathers y le explicaré todo cuanto recuerdo.

– Gracias, Markham, es todo un detalle por su parte. Espero que me permita invitarlo a comer. -De acuerdo, señor, será un placer.

* * *

Así pues, a mediodía Monk y el sargento Markham se sentaron a una pequeña mesa redonda del bullicioso Three Feathers, cada uno frente a un plato rebosante de cordero guisado con salsa de rábano picante, patatas, col, puré de nabos y mantequilla; completaban el menú un gran vaso de sidra y una ración de budín de melaza al baño María.

Markham cumplió con su palabra. No llevaba papeles consigo, pero dio muestras de gozar de una memoria excelente. Tal vez para la ocasión hubiera releído los documentos sobre el caso, o quizá recordaba los hechos con tal claridad que no necesitaba hacerlo. Inició su relato en cuanto sació su apetito con una docena de bocados.

– Lo primero que hizo, tras leer las declaraciones, fue empezar por donde habíamos comenzado nosotros y seguir todos los pasos. -No utilizó el «señor» que había empleado en la comisaría, lo que divirtió y asombró a Monk.

»Es decir, acudió al escenario del crimen y examinó la ventana rota -prosiguió Markham-. Por supuesto, ya habíamos retirado los cristales rotos pero le enseñamos dónde habían caído. Luego volvimos a interrogar al servicio y a la señora Ward. ¿Quiere saber lo que recuerdo de todo aquello?

– Sólo si hubo algo digno de mención -respondió Monk-; si no, no es necesario.

Markham le explicó que se había llevado a cabo una exhaustiva investigación, al término de la cual cualquier policía competente habría detenido a Hermione Ward, ya que todas las pruebas apuntaban a ella. La gran diferencia entre ésta y Alexandra Carlyon estribaba en que la primera tenía mucho que ganar con el asesinato: liberarse de un marido dominante y las hijas de la esposa anterior, y conseguir como mínimo la mitad de una herencia más que considerable. En cambio, al menos a primera vista, Alexandra tenía mucho que perder: posición social, un padre atento con su hijo y una situación económica desahogada. Sin embargo, Alexandra había confesado con relativa rapidez, en tanto que Hermione había insistido en su inocencia. -¡Siga! -le instó Monk.

Markham continuó tras engullir unos pocos bocados más. Monk era consciente de su falta de delicadeza al no permitirle comer con tranquilidad, pero no cejó en su empeño por saber más.

– Usted no quería que el caso terminara ahí-añadió Markham con admiración al recordar-. No sé por qué pero usted creía en ella. Supongo que ahí radica la diferencia entre un buen policía y uno de primera clase; estos últimos poseen un instinto especial para distinguir al inocente del culpable sin dejarse llevar por lo que indican las apariencias. De todos modos, usted trabajó día y noche; nunca he visto a nadie trabajar tanto. No sé cuándo dormía, y lo digo en serio. Nos mareó hasta que perdimos la noción del tiempo.

– ¿Me comporté de forma poco razonable? -inquirió Monk, y al punto se arrepintió. Era una pregunta estúpida. ¿Qué iba a contestarle aquel hombre? Sin embargo, no podía dejar de interrogarle al respecto-. ¿Me mostré… ofensivo?

Markham vaciló. Clavó la mirada en el plato, luego en Monk e intentó leer en sus ojos si deseaba una respuesta sincera o un halago. Monk sabía cuál debía ser la decisión; le gustaban los elogios, pero no los gratuitos. Además, Markham era un hombre valiente. Le caía bien. Confiaba en haber demostrado la honradez y el buen juicio suficientes para haber sentido lo mismo por él con anterioridad y haberlo manifestado.

– Sí -afirmó Markham por fin-, aunque no utilizaría la palabra «ofensivo». La ofensa existe cuando alguien se siente ofendido, y ése no fue mi caso. No diré que siempre aprobara su actitud, a veces trataba con excesiva dureza a algunas personas porque no estaban a su altura, por más que no podían hacer nada al respecto. No todos poseemos las mismas cualidades, y usted no estaba siempre dispuesto a entenderlo.

Monk sonrió con cierta amargura. Ahora que ya no trabajaba para el cuerpo, Markham había demostrado una temeridad considerable y había expresado pensamientos que un año atrás ni siquiera se habría atrevido a plantearse. No obstante era sincero. El hecho de que antes no hubiera osado manifestar su opinión no era un mérito para Monk, sino más bien lo contrario.

– Lo siento, señor Monk -se disculpó Markham al ver su expresión-, pero se mostró sumamente severo con nosotros y se enfurecía cuando los hombres no actuaban con la rapidez que usted deseaba. -Comió un poco más antes de añadir-: En cualquier caso, al final resultó que tenía razón. Tardamos en reconocerlo y criticó con severidad a algunos hombres porque mintieron por una razón u otra. Consiguió demostrar que la señora Ward no había cometido el asesinato, sino que lo habían hecho la doncella y el mayordomo. Estaban enamorados y habían planeado robar al señor, pero él oyó ruido durante la noche y los descubrió, por lo que se vieron obligados a matarlo para evitar pasar el resto de sus días en la cárcel. Con franqueza, yo preferiría que me colgaran a pasar cuarenta años en la prisión de Coldbath Fields, y creo que la mayoría de la gente estaría de acuerdo conmigo.

Así pues, la había salvado de la horca. No había sido por circunstancias atenuantes ni porque se tratara de una condena evitable.