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– Oh, sí-se apresuró a afirmar Hester. Le dolía oír hablar así de Rathbone tanto como la verdad que sólo ellos conocían. Se sentó frente a Damaris-. Aún no ha llegado el momento, pero ya falta poco.

– Me temo que será demasiado tarde. El jurado ya ha tomado una decisión. ¿No lo percibiste en sus rostros? Yo sí.

– No; no será tarde. Saldrán a la luz detalles que lo cambiarán todo, créeme.

– ¿De veras? -Damaris frunció el entrecejo con desconfianza-. No me imagino de qué puede tratarse.

– ¿Seguro?

Damaris la observó con los ojos entrecerrados.

– Lo dices como si creyeras que sé algo. No se me ocurre nada que pudiera alterar la opinión del jurado.

No había alternativa. Hester se sentía cruel; peor aún, como una traidora.

– Estuviste en casa de los Furnival la noche del asesinato -dijo, aunque era repetir lo que ambas sabían, algo que nadie había negado.

– Yo no sé nada -repuso Damaris con absoluta franqueza-. Por el amor de Dios, si supiera algo lo habría dicho hace tiempo.

– ¿De veras? ¿Por muy terrible que fuera?

Damaris la miró con ceño.

– ¿Terrible? Alexandra empujó a Thaddeus por encima del pasamanos, luego bajó, agarró la alabarda y se la clavó mientras él yacía inconsciente a sus pies. Creo que eso es bastante terrible. ¿Qué otra cosa peor podría haber sucedido?

Hester tragó saliva pero no apartó la mirada de los ojos de Damaris.

– Lo que descubriste cuando subiste a la habitación de Valentine Furnival antes de cenar, mucho antes de que Thaddeus fuera asesinado.

Damaris palideció, lo cual le otorgó un aspecto enfermizo y vulnerable. De repente, pareció mucho más joven de lo que era.

– Eso no tiene nada que ver con lo que le ocurrió a Thaddeus -repuso con voz queda-. Absolutamente nada. Fue otra cosa, algo… -la voz se le quebró y dejó caer los hombros.

– Creo que sí. -Hester no podía permitirse el lujo de ser indulgente.

Damaris esbozó una sonrisa irónica, como si se burlara de sí misma. Hizo una mueca y dijo:

– Te equivocas. Tendrás que aceptar mi palabra de honor.

– No puedo. Estoy segura de que lo crees, pero no comparto tu opinión.

– No sabes de qué se trata y no pienso decírtelo -replicó Damaris, claramente angustiada-. Lo siento, pero no ayudará a Alexandra y es mi problema, no el de ella.

Hester experimentó una mezcla de vergüenza y compasión.

– ¿Sabes por qué lo mató Alexandra?

– No.

– Pues yo sí.

Damaris la miró con los ojos muy abiertos.

– ¿Por qué? -preguntó con voz ronca… Hester respiró hondo.

– Porque Thaddeus sodomizaba a su propio hijo -susurró. Sus palabras sonaron con una naturalidad que resultaba obscena en la sala silenciosa, como si se tratara de un comentario banal que pudiera olvidarse al cabo de unos momentos, en lugar de algo tan espantoso que ambas recordarían hasta el fin de sus días.

Damaris no gritó ni se desmayó; ni siquiera apartó la mirada. Palideció aún más y la observó con profundo abatimiento.

Hester se percató con profundo malestar de que Damaris no mostraba incredulidad, y mucho menos sorpresa. Daba la impresión de que era un golpe que hacía tiempo esperaba y, por fin, había llegado. Así pues, Monk tenía razón. Aquella noche había descubierto que Peverell también estaba implicado en el asunto. Hester tuvo ganas de llorar por ella, por su dolor; deseaba estrecharla en sus brazos como habría hecho con un niño deshecho en lágrimas, pero era inútil. Nada conseguiría curar o cicatrizar esa herida.

– Lo sabías, ¿verdad? ¡Te enteraste aquella noche!

– No; no es cierto. -Damaris habló con voz monocorde, casi sin emoción, como si algo en su interior se hubiera desmoronado.

– Sí, fue entonces. Descubriste que Peverell abusaba de Valentine Furnival. Por eso regresaste al salón horrorizada. Estabas al borde de la histeria. No sé cómo lograste controlarte. Yo hubiera sido incapaz, creo…

– ¡Oh, cielos! ¡No! -exclamó Damaris-. ¡No! -Se enderezó con tal brusquedad que cayó del sofá-. No, no; no sabía nada. Pev no… ¿Cómo puedes pensar una cosa así? Es… es… una locura.

– ¿No es eso lo que descubriste al subir a la habitación de Valentine? -Hester vaciló por primera vez.

– No. -Damaris estaba en el suelo, delante de ella, con las piernas dobladas-. ¡No!, Hester, por todos los santos, por favor, créeme. Yo no sabía nada.

Hester empezó a dudar. ¿Estaba diciéndole la verdad?

– Entonces ¿qué descubriste? -preguntó. Frunció el entrecejo sin dejar de devanarse los sesos-. Bajaste de la habitación de Valentine como si hubieras visto al mismísimo diablo. ¿Por qué? ¿Qué otra cosa podías haber descubierto? Si no tenía nada que ver con Alexandra o Thaddeus, o Peverell, ¿qué fue?

– ¡No puedo decírtelo!

– En ese caso, no te creo. Rathbone te llamará a declarar. Cassian sufría abusos por parte de su padre, su abuelo y lo siento, alguien más. Necesitamos averiguar quién era esa tercera persona y demostrarlo, de lo contrario Alexandra acabará en la horca.

Damaris estaba tan pálida que tenía la piel grisácea, como si hubiera envejecido en cuestión de segundos.

– No puedo. Des… destruiría a Pev. -Miró a Hester-. No, no; no se trata de eso. Te lo juro por Dios, no es eso.

– Nadie te creerá -afirmó Hester, aunque enseguida comprendió que se equivocaba, pues ella misma le creía-. ¿Qué otra cosa podía ser?

Damaris hundió la cabeza entre las manos y comenzó a hablar muy despacio, con voz trémula, mientras se esforzaba por contener el llanto.

– Cuando era más joven, antes de conocer a Pev, me enamoré de otro hombre. No hice nada… Durante mucho tiempo. Lo amé… castamente. Luego pensé queque iba a perderlo. Lo… lo amaba con locura… por lo menos eso creía entonces. Así pues…

– Te entregaste a él. -La conclusión era evidente. A Hester no le sorprendió. Era probable que, en las mismas circunstancias, hubiera obrado igual de haber gozado de la belleza y desenvoltura de Damaris. Aun sin poseer esas cualidades también había sabido lo que era amar…

– Sí. -A Damaris se le hizo un nudo en la garganta-. Sin embargo, no conservé su amor… De hecho, creo que eso fue lo que acabó con él.

Hester esperó, consciente de que la historia no terminaba ahí.

Damaris siguió hablando con voz trémula.

– Quedé encinta, y Thaddeus fue quien me ayudó. A eso me refería cuando dije que era una buena persona. Ignoro si mamá se enteró. Thaddeus se ocupó de enviarme a otro lugar por un tiempo y de entregar al bebé en adopción. Era un niño. Lo tuve entre mis brazos una vez; era muy hermoso. -No logró contener las lágrimas. Su cuerpo temblaba a causa de los sollozos, y la desesperación la desgarraba.

Hester se sentó en el suelo y la abrazó con fuerza. Le acarició la cabeza mientras su tempestad amainaba al poder verter por fin las lágrimas de dolor y culpabilidad reprimidas durante años.

Cuando Damaris se hubo tranquilizado, Hester preguntó:

– ¿Qué descubriste aquella noche?

– Descubrí dónde estaba. -Damaris sorbió por la nariz y se sentó derecha. Tomó un pañuelo, pero era un ridículo pedazo de encaje y batista que no servía para nada.

Hester se dirigió hacia el lavabo, empapó una toalla en agua fría y agarró un trozo de tela suave que encontró junto al lavamanos. Se los entregó a Damaris sin articular palabra.