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– Cállese -lo conminó ella al tiempo que levantaba la cabeza-. ¡Lo siento! ¡Por supuesto que lo siento! ¿Cree que a mí me divertía? -Habló con voz entrecortada por una angustia indescriptible-. Busqué un sinfín de soluciones. Le supliqué que dejara de hacerlo, que enviara a Cassian a un internado, cualquier cosa con tal de que estuviera lejos de su alcance. ¡Me ofrecí para que practicara conmigo lo que quisiera! -Lo observó con una ira que era fruto de la indefensión-. ¡Yo lo amaba! No con pasión, pero sí le profesaba amor. Era el padre de mis hijos y me había comprometido a serle leal toda la vida. Sospecho que nunca me amó, al menos no de verdad, pero me dio todo lo que fue capaz. -Hundió los hombros y se cubrió la cara con las manos-. ¿Cree que no veo su cuerpo tendido en el suelo cada vez que estoy a oscuras? Sueño con él, vuelvo a asesinarlo en mis pesadillas y despierto fría como el hielo, empapada en sudor. Me aterroriza que Dios me juzgue y condene mi alma para siempre. -Se encogió aún más-. Pero no podía permanecer de brazos cruzados mientras cometía semejante atrocidad con mi niño. No imagina siquiera cómo cambió Cassian. Dejó de reír, perdió la inocencia por completo. Se volvió malicioso. Me tenía miedo, ¡a mí, a su madre! Ya no confiaba en mí y empezó a decir mentiras, mentiras estúpidas; siempre estaba atemorizado y recelaba de todo el mundo. Además, demostraba una especie de… complacencia secreta… un placer vergonzoso. Sin embargo lloraba por las noches, se acurrucaba como un bebé y sollozaba en sueños. ¡No podía consentir que continuara!

Rathbone quebrantando sus propias normas, se acercó a ella y la tomó por los delgados brazos con mucha dulzura.

– ¡Por supuesto que no! -admitió-. ¡Y ahora tampoco! Si no se desvela la verdad y se pone fin a estos abusos, su abuelo y el otro hombre seguirán haciendo lo que hacía su padre y todo esto habrá sido en vano. -Apretó los dedos de forma inconsciente-. Creemos haber identificado al otro individuo y, créame, tendrá las mismas oportunidades que el generaclass="underline" cualquier día, cualquier noche, acosará al pequeño.

Alexandra rompió a llorar en silencio, sin sollozos, sólo derramaba lágrimas de profunda desesperación. Él la sostuvo con ternura, inclinándose un poco, aproximando la cabeza a ella. Aspiró el aroma de su cabello, lavado con el jabón de la prisión, y percibió el calor de su piel.

– Thaddeus sufrió abusos durante toda su infancia -Rathbone debía continuar adelante porque era de la mayor importancia que lo hiciese-. Su hermana lo sabía. En una ocasión vio cómo ocurría, vio a su padre. Percibió la misma expresión en los ojos de Valentine Furnival aquella noche; por eso quedó tan trastornada. Lo declarará en el juicio.

Rathbone notó que Alexandra se ponía tensa por la sorpresa. Dejó de llorar.

– La señorita Buchan estaba enterada de lo de Thaddeus y su padre, y ahora sabe lo de Cassian.

Alexandra respiró de forma temblorosa, con el rostro todavía cubierto.

– No declarará -dijo por fin con una profunda inspiración-. No puede. Si testifica la despedirán, y no tiene adonde ir. No debe citarla. No le quedará más remedio que negarlo, y eso empeoraría las cosas.

Rathbone esbozó una sonrisa de tristeza.

– No se preocupe por eso. Nunca formulo preguntas a menos que ya conozca la respuesta o, para ser más precisos, si no sé qué dirá el testigo, sea verdad o mentira.

– No puede pretender que arruine su vida.

– Es a ella a quien le corresponde decidir.

– No puede hacerle eso -protestó Alexandra al tiempo que se apartaba de él y levantaba la cabeza para mirarlo-. Se morirá de hambre.

– ¿Y qué le sucederá a Cassian? ¿Y a usted?

Ella no contestó.

– Cassian se hará mayor y repetirá las acciones de su padre -afirmó Rathbone sin piedad, consciente de que era lo único que le resultaría insoportable, al margen de la suerte que corriera la señorita Buchan-. ¿Va a permitirlo? Aparecerán de nuevo la vergüenza y la culpabilidad, habrá otro niño humillado y desgraciado, y otra mujer que sufrirá como usted.

– No puedo luchar contra usted -susurró ella. Se acurrucó en el asiento, como si le doliera el vientre.

– No está luchando contra mí -puntualizó Rathbone en tono apremiante-. Ahora lo único que tiene que hacer es sentarse en el banquillo de los acusados, con esta misma expresión, y recordar, aparte de su culpabilidad, el amor de su hijo y por qué lo hizo. ¡Yo explicaré sus sentimientos al jurado, confíe en mí!

– Haga lo que quiera, señor Rathbone. Creo que ya no me quedan fuerzas para emitir juicios.

– No las necesita, querida. -Rathbone se levantó y notó lo exhausto que estaba aunque sólo era lunes, 29 de junio.

Había empezado la segunda semana del proceso y debía iniciar la defensa.

* * *

La primera testigo de la defensa fue Edith Sobell. Lovat-Smith estaba retrepado en la silla, con las piernas cruzadas, la cabeza inclinada, como si lo que le rodeara le produjese sólo curiosidad. Su exposición de los hechos parecía incontestable y al observar la atestada sala no vio ni una sola cara que reflejara una sombra de duda.

El público se había congregado con el único objetivo de ver a Alexandra, vestida de negro, y a la familia Carlyon, que ocupaba un banco de la parte delantera. Felicia lucía un velo y estaba rígida y bien derecha. Randolf tenía el semblante triste pero estaba muy sereno.

Edith subió al estrado y pronunció el juramento con voz vacilante. Sin embargo, el rubor de sus mejillas disimulaba su preocupación, y se mantuvo erguida sin la actitud defensiva ni el peso de la pena que evidenciaba su madre.

– Señora Sobell, ¿es usted la hermana de la víctima del homicidio y la cuñada de la acusada? -preguntó Rathbone.

– Sí, señor.

– ¿Conocía bien a su hermano, señora Sobell?

– Más o menos. Era varios años mayor que yo y se marchó al ejército; yo era pequeña entonces. Cuando volvió del extranjero y se estableció aquí, empecé a conocerlo mejor. Residía cerca de Carlyon House, donde vivo desde el fallecimiento de mi esposo.

– ¿Podría contarnos algo de la personalidad de su hermano, tal como la recuerda?

Lovat-Smith se rebullía con inquietud en el asiento, y el público ya había perdido el interés: sólo unas pocas personas esperaban que se produjera alguna revelación nueva y sorprendente. Al fin y al cabo, a esa testigo la había citado la defensa.

Lovat-Smith se puso en pie.

– Señoría, la pregunta me parece irrelevante. Ya hemos determinado con lujo de detalles la personalidad de la víctima. Era respetable, trabajador, un héroe militar de renombre, fiel a su esposa, prudente en sus gastos y generoso. Su único defecto tal vez fuera que era un tanto presuntuoso y que quizá no halagaba ni divertía a su mujer tanto como debía. -Sonrió y se volvió para que el jurado viera su rostro-. Una debilidad de la que todos somos víctimas, de vez en cuando.

– No lo dudo -repuso Rathbone con cierta mordacidad-. Si la señora Sobell está de acuerdo con su opinión, me complacerá ahorrar tiempo a la sala evitando que tenga que repetirlo. ¿Señora Sobell?

– Estoy de acuerdo -reconoció Edith, que miró primero a Rathbone y luego a Lovat-Smith-. Además, pasaba mucho tiempo con su hijo, Cassian. Parecía un padre excelente y abnegado.

– En efecto, parecía un padre excelente y abnegado -repitió Rathbone-. Aun así, señora Sobell, cuando se le informó de la tragedia de su muerte y de que su cuñada había sido acusada del asesinato, ¿qué hizo?

– Su Señoría, ¡esto también es irrelevante! -protestó Lovat-Smith-. ¡Entiendo que mi distinguido colega esté un tanto desesperado, pero su actitud resulta inadmisible!

El juez lanzó una mirada a Rathbone.

– Señor Rathbone, le permitiré cierta lenidad para que realice la mejor defensa posible, en unas circunstancias sumamente difíciles, pero no toleraré que haga perder el tiempo a la sala. ¡Asegúrese de que las respuestas que consigue le llevan a alguna parte!