Alexandra había levantado la cara. Estaba muy pálida y tenía el cuerpo tenso a causa de la angustia que la embargaba.
Los miembros del jurado escuchaban atentamente, inmóviles, con expresión de horror en los ojos y el rostro demudado.
El juez miró a Lovat-Smith, que por una vez no ejerció el derecho a protestar ante la intensidad de aquel testimonio, aunque no se aportaban pruebas que lo corroboraran. Estaba demasiado asombrado…
– Señorita Buchan -prosiguió Rathbone-, parece usted tener una idea muy clara de lo que eso supone. ¿A qué se debe?
– Porque lo vi en Thaddeus, en el general Carlyon, cuando era niño. Su padre abusaba de él.
En la sala se produjo un alboroto de gritos de horror, voces de sorpresa y protesta.
En la galería, los periodistas salieron atropelladamente para informar cuanto antes de la increíble noticia.
– ¡Orden en la sala! -exclamó el juez al tiempo que golpeaba con el mazo-. ¡Orden en la sala o mandaré desalojarla!
Las voces se acallaron poco a poco. Todos los miembros del jurado, que observaban a Randolf, se volvieron para mirar de nuevo a la señorita Buchan.
– Esta acusación es de una gravedad extrema, señorita Buchan -indicó Rathbone con voz queda-. Debe de estar completamente segura de que lo que dice es cierto.
– Por supuesto que lo estoy. -Por primera y única vez se percibió un deje de amargura en la voz de la anciana-. He servido a la familia Carlyon desde que tenía veinticuatro años, cuando me contrataron para que cuidara del señorito Thaddeus. De eso hace ya más de cuatro décadas. Ahora no tengo ningún sitio adonde ir y, después de esto y a mi edad, dudo que alguien me dé un techo. Así pues, ¿acaso alguien supone que digo esto a la ligera?
Rathbone echó un vistazo a los miembros del jurado y en el rostro de éstos observó una mezcla de horror, repugnancia, ira, compasión y desconcierto, tal como había esperado.
Estaban ante una mujer que se había debatido entre traicionar a sus señores, lo que tendría consecuencias irreparables para ella, o traicionar su conciencia y a un niño que no tenía a nadie que intercediera por él. Aquellos hombres pertenecían a la clase acomodada (de lo contrario no podían formar parte de un jurado), por lo que también tenían sirvientes. Sin embargo, pocos de ellos eran lo bastante ricos para tener una institutriz a su servicio. Así pues, se encontraban ante un conflicto de lealtades, de ambición social y de una compasión desgarradora.
– Lo sé, señorita Buchan -afirmó Rathbone con una tímida sonrisa-. Quiero asegurarme de que todos en la sala también lo comprenden. Prosiga, por favor. Usted estaba al corriente de que el coronel Randolf Carlyon sodomizaba a su hijo Thaddeus. Advirtió los mismos indicios de abuso en el joven Cassian Carlyon y temía por él. ¿Es eso cierto?
– Sí.
– ¿Sabía quién cometía esos abusos? Le ruego que intente ser precisa, señorita Buchan. No estoy hablando de suposiciones o deducciones, sino de certezas.
– Soy consciente de la diferencia, señor -repuso ella con frialdad-. No; no lo sabía, pero como vivía en su casa, no en Carlyon House, sospecho que era su padre, Thaddeus, quien perpetuaba en su hijo lo que él había soportado de niño. Supuse que eso era lo que Alexandra Carlyon había descubierto y la razón que la impulsó a actuar como lo hizo. Nadie me lo dijo.
– ¿Esos abusos terminaron tras la muerte del general? ¿Por qué creyó necesario seguir protegiéndolo?
– Observé la relación que mantenían él y su abuelo, las miradas, las caricias, la vergüenza y la emoción. Era exactamente igual que antes, en el pasado. Temía que estuviera ocurriendo de nuevo.
En la sala reinaba un silencio absoluto. Casi se oía el crujido de los corsés de las mujeres al respirar.
– Entiendo -dijo Rathbone con voz queda-. Así pues, procuró hacer lo posible para proteger al muchacho. ¿Por qué no se lo contó a nadie? Supongo que habría sido la solución más eficaz.
Una sonrisa burlona apareció en el rostro de la anciana, pero enseguida se desvaneció.
– ¿Quién iba a creerme? -Por un instante la señorita Buchan desvió la vista hacia la galería, hacia las figuras inmóviles de Felicia y Randolf; luego la posó de nuevo en Rathbone-. Soy una sirvienta que acusa a un caballero famoso y respetado de uno de los delitos más viles. Me habrían despedido y entonces no habría podido hacer nada.
– ¿Y qué me dice de la señora Felicia Carlyon, la abuela del muchacho? -inquirió con delicadeza Rathbone-. ¿Cree que ella estaba al corriente? ¿No podía habérselo dicho?
– Es usted un iluso -respondió ella con voz cansina-. Si no hubiera sabido nada, habría montado en cólera y me habría despedido en el acto. Es más, se habría ocupado de que me muriera de hambre, pues no podría permitirse el lujo de que encontrara otro empleo y repitiera la acusación ante sus iguales en la escala social o incluso ante sus amistades. Y en caso de que estuviera al tanto, había decidido no sacarlo a la luz para evitar desprestigiar a la familia con tamaña vergüenza. Por tanto, tampoco consentiría que lo hiciera yo. Si no le quedaba más remedio que soportarlo, habría hecho cuanto estuviera en su mano para conservar aquello por lo que tan alto precio había pagado.
– Entiendo. -Rathbone lanzó una mirada al jurado. Muchos de sus miembros habían estirado el cuello para mirar hacia la galería con el rostro ensombrecido por la repugnancia. Acto seguido dirigió la vista a Lovat-Smith, que permanecía muy erguido en su asiento y profundamente concentrado-. Así pues, optó por no decir nada -prosiguió- y tratar de proteger al niño. Creo que todos entendemos su postura y la admiramos por haber tenido el coraje de declararlo ahora. Gracias, señorita Buchan.
Lovat-Smith se puso en pie con una expresión de inmenso descontento.
– Señorita Buchan, lo lamento -dijo con sinceridad palpable-, pero debo ahondar en la cuestión más que mi distinguido colega. La acusación que ha realizado es abominable. No se puede aceptar sin intentar rebatirla porque arruinará la vida de una familia entera. -Indicó con la cabeza la galería, donde de vez en cuando se oían murmullos de ira-. Una familia conocida y admirada en la ciudad, una familia que se ha dedicado a servir a la reina y sus súbditos, no sólo en nuestro país sino en las tierras más alejadas del imperio.
La señorita Buchan lo miraba de hito en hito, con el cuerpo bien erguido y las manos juntas. Presentaba un aspecto frágil y, de repente, pareció muy anciana. Rathbone anhelaba protegerla pero en aquellos momentos era impotente, como ya sabía que ocurriría, al igual que ella.
– Señorita Buchan -añadió Lovat-Smith con gran delicadeza-, doy por supuesto que sabe qué es la sodomía y que no emplea ese término para referirse a otra cosa…
Ella se sonrojó, pero no rehuyó su mirada.
– Sí, señor, sé lo que es. Si lo desea puedo explicárselo.
Él negó con la cabeza.
– No; no es necesario, señorita Buchan. ¿Cómo sabe que el general Carlyon sufrió en su niñez ese abominable acto? Me refiero a verdadero conocimiento, no a meras conjeturas, por muy razonadas que estén.
– Formo parte del servicio, señor Lovat-Smith -le afirmó con dignidad la anciana-. Nos encontramos en una posición peculiar, en un estado intermedio entre ser una persona y una pieza del mobiliario. A menudo presenciamos escenas extraordinarias porque en la casa se hace caso omiso de nosotros, como si careciéramos de ojos o cerebro. A los señores no les importa que sepamos o veamos cosas que en ningún caso querrían que sus amistades supieran o vieran.
Un miembro del jurado pareció sorprenderse, como si de repente se hubiera percatado de esa realidad.
– Un día entré en la habitación de los niños de forma imprevista -continuó la señorita Buchan-. Al coronel Carlyon se le había olvidado cerrar la puerta con llave y lo vi realizar el acto con su hijo; él no se dio cuenta. Yo me quedé paralizada de terror, aunque debía haberlo sospechado. Barruntaba que ocurría algo malo, pero no descubrí de qué se trataba hasta entonces. Me quedé parada varios segundos y me marché de forma tan silenciosa como había entrado. Lo sé de primera mano, señor.