Gurney la oyó respirar profundamente.
– Por favor, Kim, intenta leérmela. Es importante.
– ¿De verdad tengo que leerlo? Es espantoso.
– Inténtalo, por favor.
– Está bien, lo intentaré. -Leyó con voz temblorosa-: «La raza humana me da asco. La vida me da asco. Tú me das asco. Tú y Gurney juntos me dais asco. La vida es asquerosa. Espero que algún día veas la verdad y esta te mate. Es la última voluntad de Robert Montague». Nada más. Eso es todo. ¿Qué he de decir cuando venga la policía?
– Solo responde a sus preguntas.
– ¿Debería hablarles de anoche?
– Responde sus preguntas de manera concisa y sincera. -Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas-. Yo no diría voluntariamente muchas cosas que solo lograrían emborronar la imagen.
– ¿Está bien decir que estuviste aquí?
– Sí. Querrán saber si estabas en el apartamento, cuándo llegaste, cuándo te fuiste y si había alguien contigo. Puedes decirles que estuvimos allí, que estuvimos discutiendo el proyecto de RAM. No creo que sea útil distraerlos con detalles que no vienen al caso sobre Max Clinter o su casa. Debes decir la verdad, no puedes mentir, pero no tienes por qué contar detalles que no te pregunten. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?
– Creo que sí. ¿Debo contarles que pasé la noche en un hotel?
– Desde luego. Querrán saber dónde estuviste. Tienes que ser sincera. Es normal que después de que entraran en tu apartamento varias veces y de que la policía local no actuara de un modo adecuado no quisieras dormir allí. Es normal que te sintieras más segura en un hotel, en Walnut Crossing o en el apartamento de un amigo en Manhattan. Por cierto, ¿saliste del hotel en algún momento durante la noche?
– No, por supuesto que no. Pero supón… -Hubo un fuerte sonido de alguien que llamaba a la puerta-. La policía está aquí. Mejor que vaya a abrir. Te llamaré después.
Después de colgar, Gurney se quedó donde estaba, en medio de la sala, tratando de aferrarse con fuerza a los hechos, dándole vueltas a todo lo que implicaban. Se sentía como alguien que está haciendo juegos malabares con media docena de naranjas y al que, de repente, le cae una sandía.
Una sandía cargada de nitroglicerina.
46
– ¿Suicidio? -dijo Kyle.
– Lo dudo -contestó Gurney-. No da el perfil. Y aunque lo diera, el homicidio sigue teniendo más sentido.
– ¿Crees que los policías de Siracusa son lo bastante buenos para averiguar lo que ocurrió de verdad?
– Quizá con un poco de ayuda. -Pasó unos segundos sopesando sus opciones, luego sacó el teléfono y marcó el número de Hardwick.
– Puta casualidad -dijo la voz áspera, que respondió de inmediato.
– ¿Perdón?
– Estaba cogiendo el teléfono para llamarte… y aquí estás. No me digas que no es una puta casualidad.
– Lo que tú digas, Jack. Te llamo porque sé algo que podría resultar valioso para el DIC. Además, tal vez seas la única persona del DIC dispuesta a hablar conmigo.
– Sí, bueno, después de que te dé cierta noticia, puede que te importe una mierda…
– Escúchame. Robby Meese está muerto.
– ¿Muerto? ¿Muerto significa asesinado?
– Eso diría, aunque lo han preparado para que parezca un suicidio.
– ¿Lo saben en el DIC?
– De momento, lo sabe la policía de Siracusa. Así pues, lo sabréis muy pronto, pero esa no es la cuestión. Quiero que el forense se asegure de mirar en el teclado del ordenador que se usó para escribir la supuesta nota de suicidio. Es probable que las manchas en las teclas sean similares a las del ordenador de Ruth Blum.
Hardwick hizo una pausa, como si tratara de comprenderlo.
– ¿Dónde está el cadáver?
– En el apartamento de Kim Corazon.
Una pausa más larga.
– Los borrones de guantes de látex en el teclado de Blum. Alguien trató de escribir el mensaje sin que se borraran las huellas dactilares de la víctima. Trataba de dar la impresión de que lo había escrito ella. ¿Sí?
– Sí.
– ¿Y en este caso? Las huellas en el teclado serían las de ella, no las de Meese. ¿Cómo iba a parecer que él escribió esa nota?
– El asesino podría haberle pedido a Meese que escribiera otra cosa (un correo electrónico, por ejemplo) antes de matarlo. Luego, con las huellas de Meese en el teclado, el asesino se pone los guantes y escribe la nota de suicidio.
– Y bien, ¿qué quieres que haga yo con todo eso?
– Cuando veas el informe del CJIS, que con suerte mencionará la nota del ordenador, podría ocurrírsete, de repente, quizá por la relación de Kim Corazon con Ruth Blum, que las huellas del teclado de ordenador deberían compararse. Puede que quieras mencionárselo a Bullard en Auburn. Y al detective James Schiff de Siracusa.
– ¿No quieres hacerlo tú mismo?
– En estos momentos, no soy muy popular que digamos. Cualquier sugerencia mía terminaría al fondo de la pila, si es que llega a la pila.
Hardwick explotó en un acceso de tos. O podría haber sido una risa.
– Tío, no sabes cuánta razón tienes, y por eso estaba a punto de llamarte. La Unidad de Incendios ha decidido detenerte para interrogarte como sospechoso.
– ¿Cuándo?
– Seguramente mañana por la mañana. Podría ser esta tarde. He pensado que sería bueno que lo supieras, por si prefieres no estar en casa.
– Bueno, Jack, gracias. Te cuelgo. Tengo que hacer unas cuantas cosas.
– Cuídate, kemosabe. La partida se está poniendo fea.
Cuando Gurney colgó, estaba de pie en medio de la gran sala. Madeleine y Kyle permanecían sentados a la mesa. Su hijo lo miraba asombrado.
– Esa historia de los guantes en el teclado es increíble. ¿Cómo la has descubierto?
– Solo es una posibilidad. Puede que no haya descubierto nada. Sin embargo, hay otro problema: los idiotas de los federales están presionando a los idiotas de la Unidad de Incendios para que me interroguen en relación con el incendio del granero.
Kyle parecía indignado.
– ¿No es eso lo que ese capullo de Kramden hizo cuando estuvo aquí?
– Kramden me tomó declaración como testigo. Ahora quieren interrogarme como sospechoso.
Madeleine estaba desconcertada.
– ¿Sospechoso? -gritó Kyle-. ¿Han perdido completamente el juicio?
– Eso no es todo -dijo Gurney-. Uno o más cuerpos policiales podrían querer interrogarme por la muerte de Robby Meese, porque estuve en el apartamento de Kim anoche. Así pues, creo que será mejor que no esté por aquí. Los interrogatorios de homicidios pueden eternizarse y esta noche tengo una cita a la que no puedo faltar.
Kyle parecía ansioso, tenso, impotente. Caminó hasta el otro extremo de la sala y observó la estufa, que estaba apagada. Negó con la cabeza.
La mirada de Madeleine estaba clavada en su marido.
– ¿Adónde irás?
– A la cabaña de Clinter.
– ¿Y esta noche…?
– Esperaré, observaré, escucharé. A ver quién se presenta. Improvisaré.
– Que hables con tanta calma resulta aterrador.
– ¿Por qué?
– Le restas importancia a todo, cuando todo está en juego.
– No me gusta el drama.
Hubo un silencio entre ellos, roto por el sonido de un graznido en la distancia. En el prado de abajo, tres cuervos alzaron el vuelo desde la hierba rala y ascendieron formando un arco hasta las copas de las cicutas, al otro lado del estanque.
Madeleine respiraba larga y lentamente.
– ¿Y si el Buen Pastor entra con una pistola y te dispara?
– No te preocupes, eso no ocurrirá.
– ¿Que no me preocupe? ¿Que no me preocupe? ¿De verdad has dicho eso?
– Lo que quiero decir es que quizá no haya tanto por lo que preocuparse como crees.
– ¿Cómo lo sabes?