¿Cuántas muertes? Entonces recordó el caso del Estrangulador de las Montañas Blancas. Encajaba en el patrón: un asesinato quedaba oculto por otros que solo servían a tal propósito, crímenes que parecían los típicos de un asesino en serie. Gurney se preguntó qué había hecho la novia de Larry para que su vida se convirtiera en un inconveniente para él. ¿Tal vez se había quedado embarazada? O tal vez no era nada tan importante. Para un hombre como Larry -el Estrangulador de las Montañas Blancas, el Buen Pastor- el asesinato no tenía por qué basarse en un motivo importante. Lo crucial era que el beneficio que pudiera extraer de él fuera mayor que su coste.
Gurney recordó las palabras del evangelista de RAM con un escalofrío: acabar con una vida, eliminarla como una voluta de humo, pisarla como un terrón de tierra, eso es la esencia del mal.
Fuera, más allá del estanque de los castores, una sirena intermitente se encendió durante cinco segundos y se apagó. El anuncio previo del megáfono se repitió entonces a pleno volumen.
Gurney se volvió en su silla y miró por la ventana delantera. Potentes focos iluminaban el terreno desde el fondo del camino elevado. Aquel sonido que había percibido antes debía de ser el de una sirena. Con el estallido de la pistola zumbando todavía en sus oídos, conmocionado, lo había tomado por música. Y lo que antes le había parecido un gran tambor ahora lo reconoció como el zumbido del rotor de un helicóptero que volaba en círculos. Su foco se desplazaba adelante y atrás por encima de la cabaña, por encima de la hierba enredada de la ciénaga, por encima de los troncos desnudos de los árboles que sobresalían del agua negra.
Gurney se volvió hacia Sterne. Tenía dos preguntas que pugnaban en lo alto de su lista de cuarenta o cincuenta. La primera era la más urgente.
– ¿Qué va a hacer ahora, Larry?
– Actuar de la manera más razonable posible.
La respuesta no podría haber sido más demencial.
– ¿Qué significa eso?
– Rendirme. Jugar el juego. Imponerme.
Gurney temía estar viendo la calma que precede a la tormenta, temía que la dulce luz de la razón y la rendición estuviera a punto de explotar para dar paso a un desquiciado baño de sangre.
– ¿Imponerse?
– Siempre lo hago. Siempre lo haré.
– Pero ¿pretende rendirse?
– Por supuesto. -Sonrió como si estuviera intentando aliviar el temor de un niño de jardín de infancia a subir al autobús-. ¿Qué se creía? ¿Que iba a tomarlo como rehén, como escudo humano para escapar?
– No sería la primera vez.
– No es el caso. -Parecía estar divirtiéndose-. Sea realista, detective. ¿Qué clase de escudo sería? Por lo que he oído, sus colegas de profesión estarían encantados de tener una oportunidad para dispararle. Más me valdría escudarme con un saco de patatas.
Gurney no sabía qué decir ante la compostura de aquel hombre. ¿Estaba completamente loco?
– Teniendo en cuenta que es un hombre que terminará en la silla eléctrica, se le ve muy contento. -De inmediato se dio cuenta de lo peligroso y poco aconsejable que era aquel comentario, pero la actitud de Sterne lo frustraba.
Sin embargo, al parecer, no tenía por qué preocuparse. Sterne se limitó a negar con la cabeza.
– No sea tonto, detective. Tarados con abogados de tercera han conseguido posponer sus ejecuciones durante veinte años o más. Yo puedo hacerlo mejor. Mucho mejor. Tengo dinero. Un montón de dinero. Tengo conexiones tanto visibles como invisibles. Lo más importante de todo: conozco cómo funciona el sistema legal…, cómo funciona de verdad. Y tengo algo de gran valor para ofrecer al sistema. Algo que intercambiar, digamos. -Irradiaba una tranquilidad que se situaba en algún punto entre la paz de un yogui y la locura.
– ¿Qué tiene?
– Conocimiento.
– ¿De?
– De ciertos casos sin resolver.
Fuera, cinco segundos de una sirena intermitente precedieron a otro anuncio de megáfono. Las palabras se habían hecho más urgentes.
«Policía del estado… Deje sus armas ahora… Abra la puerta ahora… Hágalo ahora… Deje sus armas inmediatamente y abra la puerta… Abra la puerta ahora.»
– ¿Casos sin resolver, como, por ejemplo…?
– Hace unos minutos ha dicho que podría haber más cadáveres. Podría tener razón.
El rugido sordo del helicóptero estaba haciéndose más alto sobre la cabaña; su luz, más brillante. Sterne parecía ajeno a ello. Su atención estaba completamente centrada en Gurney, que a su vez intentaba analizar aquel penúltimo giro de uno de los casos más inquietantes de su carrera.
– No le sigo, Larry. Si pueden colgarle diez asesinatos…
– Bueno, habría que ver si son capaces de eso.
– Sí, de acuerdo, habría que verlo. Pero si pueden, no entiendo qué influencia podría tener confesar un par más.
Sterne sonrió.
– Ya veo lo que está haciendo. Intenta ridiculizar mi oferta para que le muestre mis cartas. Es una treta estúpida, pero me parece bien. Sin secretos entre amigos. Deje que le plantee una pregunta, pura hipótesis: ¿qué importancia tendría para una policía del estado resolver (pura hipótesis) treinta, cuarenta, cincuenta casos abiertos?
O Larry Sterne estaba loco más allá de lo imaginable, o era un mentiroso compulsivo, un megalómano que se creía capaz de inventarse cualquier cosa y hacer que la gente lo creyera.
El escepticismo de Gurney no le pasó desapercibido a Sterne, que dobló su apuesta.
– Supongo que poner cincuenta casos en la carpeta de resueltos mejoraría drásticamente las estadísticas del departamento, proporcionaría un cierre a las familias. Sí, puede tener su influencia. Y si cincuenta no es un número lo bastante grande, podríamos ofrecer sesenta. O setenta. Lo que sea necesario para cerrar el tipo de trato que tengo pensado.
– ¿Cuál es, Larry?
– Nada que no sea razonable. Creo que descubrirá que soy el hombre más razonable que ha conocido. No hay necesidad de entrar en detalles. Lo único que pido es un encarcelamiento razonablemente civilizado. Una celda acogedora para mí solo. Comodidades sencillas. Simplemente la relajación de las reglas poco razonables. Nada que hombres de buena voluntad no puedan negociar razonablemente.
– ¿Y a cambio de eso podría confesar cincuenta o sesenta asesinatos no resueltos, junto con detalles completos que corroborarían el móvil y el método?
– Hipotéticamente.
El megáfono anunció: «Está es su última oportunidad. Tire sus armas y abra la puerta. Es su última oportunidad».
Gurney lo volvió a intentar, a la desesperada.
– ¿Incluido el caso del Estrangulador de las Montañas Blancas?
– Hipotéticamente.
– ¿Y la razón del número tan elevado de víctimas es que el método siempre era el mismo: matar a cinco o seis personas cada vez, solo para disimular el motivo del único crimen que de verdad le importaba?
– Hipotéticamente.
– Ya veo, pero no estoy seguro de comprender el cálculo de riesgo. ¿No sería razonable asumir que un solo asesinato bien planeado presentaría menos riesgo de exposición que cinco o seis?
– La respuesta es no. Por bien planeado que esté un asesinato, sigue centrando la atención en la víctima y en las consecuencias de esa única muerte. No hay escapatoria de la singularidad del suceso. En cambio, los asesinatos adicionales prácticamente eliminan todo riesgo de que el crimen central reciba la atención que requiere, y casi no crea ningún riesgo adicional. A los asesinos se les detiene, básicamente, por su conexión con las víctimas. Si no hay conexión…, bueno, estoy seguro de que comprende el concepto.
– Y el coste, las vidas con las que acabó…
Sterne no dijo nada. Su sonrisa vacía tenía más valor que sus palabras.
Gurney se preguntó cuánto tiempo tardaría una dura prisión del estado en borrarle aquella sonrisa.