Una vez más Sterne pareció comprender lo que estaba pensando. Su sonrisa se ensanchó.
– De hecho ya tengo ganas de ver mis interacciones con el sistema penal y su población. Siempre pienso en positivo, detective. Acepto la realidad que se me presenta. Una prisión es un nuevo mundo por conquistar. Tengo cierta habilidad para atraer a gente a la que puedo usar. Parece que se ha fijado en mi éxito con Robby Meese. Piense en ello. Las instituciones penitenciarias están llenas de gente como Robby Meese, jóvenes susceptibles que buscan una figura paterna, alguien que los comprenda, alguien que esté a su lado, que pueda canalizar sus energías, sus temores, sus resentimientos. Piense en ello, detective. Bien guiados, jóvenes así pueden convertirse en una especie de guardia de palacio. Es una perspectiva excitante en la que he tenido ocasión de pensar muchas veces a lo largo de los años. En resumen, creo que la vida en prisión será manejable. Podría incluso convertirme en una celebridad…, con abogados y amigos famosos, con apelaciones de perfil alto y un sinfín de retos legales. Tengo la sensación de que podría convertirme otra vez en el niño mimado de la comunidad de psicólogos. Todos tratarán de rehabilitarse con profundas y nuevas ideas sobre la verdadera historia del Buen Pastor. Y no se olvide de los libros: biografías autorizadas y no autorizadas. Y especiales de RAM. Tal vez una película. ¿Y sabe una cosa? Puede que a largo plazo termine en una posición mucho mejor que la suya. Se ha ganado más enemigos fuera de los que yo tendré dentro. Cuando lo piense, verá que no es una gran victoria para usted. Yo puedo pagar a gente para que me proteja, a gente que es muy buena en esta clase de cosas. Pero ¿y usted? Yo, en su lugar, estaría preocupado.
Otra vez la voz tras el megáfono: «Tire las armas y abra la puerta».
Gurney observó a aquel tipo pequeño y común que vestía con un cárdigan color habano.
– ¿Dígame una cosa, Larry? ¿Se arrepiente de algo?
Parecía sorprendido.
– Por supuesto que no. Todo tiene perfecto sentido.
– ¿Incluido Lila?
– ¿Perdón?
– ¿Incluido matar a su mujer, Lila?
– ¿Qué pasa con eso?
– ¿También tiene perfecto sentido?
– Por supuesto. De lo contrario no lo habría hecho, siempre hablando en hipótesis. En realidad, debería decir que más bien teníamos un acuerdo comercial, no tanto un matrimonio convencional. Lila era una atleta sexual muy refinada. Pero eso es otra historia.
Pasó al lado de Gurney, se acercó a la puerta de la cabaña, la abrió y arrojó la gran pistola a la hierba.
«Muestre las manos… Levántelas por encima de la cabeza… Camine hacia delante muy poco a poco.»
Sterne levantó las manos y salió de la cabaña. Al dirigirse hacia el camino elevado, el foco del helicóptero se centró en él. Un vehículo en el otro extremo del paso elevado, con luces antiniebla y dos faros encendidos empezó a avanzar.
Era extraño. Lo normal era mantener la posición y dejar que el sospechoso avanzara hasta un punto preseleccionado. Allí, con la intervención de un equipo de apoyo, la situación podría controlarse mejor.
Y por cierto, ¿dónde estaban los refuerzos? ¿En el helicóptero que sobrevolaba la cabaña? Ningún jefe de equipo en su sano juicio lo manejaría de ese modo.
Había varios focos instalados, pero ningún faro más. No había coches de policía. Dios, si había uno, debería de haber una docena.
Gurney cogió la Beretta de la mesa y miró por la ventana.
Era difícil ver gran cosa del vehículo que se acercaba por el camino elevado, con aquellas luces enfocadas hacia delante. Pero había una cosa evidente: los faros estaban demasiado separados para pertenecer a un coche patrulla. El Departamento de Policía del estado de Nueva York tenía diversos todoterrenos, pero el que se acercaba por el paso elevado era un vehículo demasiado grande.
Y era lo bastante ancho como para ser el Humvee de Clinter.
Eso significaba que el helicóptero tampoco era de la policía.
¿Qué cojones?
Sterne ya estaba en el camino elevado, con las manos levantadas, a cinco o seis metros del vehículo que se acercaba.
Gurney salió de la cabaña. Con la Beretta a punto, levantó la mirada. A pesar del destello del faro del helicóptero no le costó reconocer el gigante logo de RAM en su vientre.
El faro barrió el camino elevado, iluminando primero a Sterne y luego al vehículo que tenía delante, que desde luego parecía el Humvee de Clinter. Había algo sobre el capó. ¿Quizás una clase de arma? La luz del helicóptero barrió el agua, volvió a la cabaña y regresó al camino elevado.
¿Qué coño estaba pasando ahí? ¿Qué pretendía hacer Max Clinter?
La respuesta llegó en un horrendo shock. El artefacto del capó disparó una llamarada que al momento envolvió a Sterne de la cabeza a los pies en un fuego naranja que se fue haciendo cada vez mayor. El hombre empezó a tambalearse, gritando. El helicóptero se inclinó para acercarse, pero la corriente de aire provocada por el rotor intensificó las llamas y el aparato se alejó elevándose rápidamente.
Gurney corrió desde la cabaña al camino elevado, pero cuando llegó Sterne ya había caído al suelo, inconsciente, por suerte. Estaba envuelto en un fuego que ardía con el calor cegador de un napalm casero.
Cuando Gurney levantó la mirada del cuerpo que ardía, vio a Max Clinter de pie, junto a la puerta del Humvee, con uniforme de camuflaje y botas de piel de serpiente. Tenía los labios retraídos y mostraba los dientes. Sostenía una ametralladora de las que Gurney solo había visto en viejas películas de guerra, siempre sobre un soporte. Parecía demasiado grande y pesada para que la llevara un hombre, pero Clinter no parecía tener problemas para aguantar su peso. Se separó varios pasos del Humvee y levantó el enorme cañón hacia el cielo.
Por un momento, por el ángulo del arma y la ferocidad demente en los ojos de Clinter tuvo la sensación de que estaba a punto de cargar contra la luna. Pero entonces el cañón se movió firmemente hacia el helicóptero de RAM, cuyo rugiente rotor estaba convirtiendo la plácida superficie del estanque en una masa de agua ondulada.
– ¡Max, no! -gritó Gurney.
Sin embargo, Clinter estaba lejos de su alcance y no le escuchaba. Parecía que nada podía detenerle. Separó los pies, gritó algo que Gurney no pudo descifrar en medio de aquel estruendo y empezó a disparar.
Al principio la andanada de balas pareció no provocar efecto alguno, pero luego el helicóptero se inclinó y empezó a caer en pequeño arcos descendentes. Max siguió disparando. Gurney estaba tratando de llegar a él, pero el fuego que se extendía desde el cuerpo de Sterne le bloqueaba el paso. El calor y el hedor de carne quemada eran horrendos.
Entonces, con una abrupta sacudida, el helicóptero giró noventa grados de costado, estalló en llamas y se estrelló en el camino elevado justo detrás del Humvee. Hubo una segunda explosión y luego una tercera, cuando el vehículo de Clinter quedó envuelto en la conflagración. Clinter no pareció fijarse en que lo había rodeado una salpicadura de combustible ardiendo.
Gurney saltó al estanque para rodear el cuerpo de Sterne y avanzó por el agua, que le llegaba hasta la cadera, sobreponiéndose al efecto ventosa del barro del fondo. Cuando logró auparse otra vez al camino elevado, medio reptando, medio tambaleándose hacia Clinter, la ropa y el cabello del hombre ya estaban en llamas. Todavía sosteniendo el arma, Clinter empezó a correr como un loco en dirección a la cabaña: el aire que generaba al correr alimentaba el fuego que lo estaba consumiendo. Gurney se propulsó hacia delante para intentar arrojarlo al estanque, pero cayeron juntos al suelo, al borde del agua, mientras la enorme ametralladora, entre ellos, no dejaba de disparar balas en la noche.
51