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A la mañana siguiente, casi a mediodía, Gurney todavía estaba en la cama de una habitación de urgencias del hospital municipal de Ithaca. Aunque el personal de urgencias había estado relativamente seguro de que su estado no revestía gravedad -tenía algunas quemaduras de primer grado y algunas de segundo grado-, Madeleine había insistido después en que llamaran al dermatólogo de guardia. Una vez que este -que les pareció un niño jugando a ser médico en el recreo- se fue, después de confirmar el diagnóstico primero, estaban esperando a que se solucionara una confusión con el seguro y terminaran con el papeleo. El sistema informático de alguien había caído, no estaba claro el de quién, y les habían advertido con despreocupación de que todo el proceso podría prolongarse.

Kyle, que había acompañado a Madeleine al hospital, estaba vagando entre la habitación de Gurney y la sala de espera, entre la tienda de regalos y la cafetería, entre la sala de enfermeras y el aparcamiento. Estaba claro que quería estar allí e igual de claro que se sentía frustrado por no poder ocuparse de nada. Esa misma mañana, había entrado y había salido numerosas veces de la pequeña habitación de su padre. En un momento dado, con torpeza, dijo: -¿Sabes, papá, tenemos la cabeza más o menos del mismo tamaño? Me preguntaba… Quería saber… Quiero decir…, bueno, si podría quedarme con tu casco.

Se lo había querido pedir desde que Madeleine le había mencionado que el viejo casco de motocicleta de Gurney estaba guardado en el desván.

– Claro, por supuesto. Te lo daré cuando volvamos a casa. -Sonrió al pensar que, al parecer, su hijo había heredado esa forma indirecta de expresar afecto.

– Gracias, papá. Es genial. Guau. Gracias.

Kim había llamado -dos veces- para preguntar cómo estaba, para disculparse por no poder ir al hospital, para darle las gracias profusamente por arriesgar su vida enfrentándose al Buen Pastor y para hacerle saber que el detective Schiff iba a interrogarla a fondo en relación con el homicidio de Robby Meese. Ella había cooperado en todo. Sin embargo, cuando el agente Trout se había unido esa mañana a Schiff para volver a interrogarla, tras lo sucedido en la cabaña de Max Clinter, Kim hacía decidido que prefería que estuviera presente un abogado. Así pues, aquel nuevo interrogatorio debería esperar.

Hardwick entró en la habitación de Gurney un minuto antes del mediodía. Después de ofrecerle a Madeleine una sonrisa y un guiño tranquilizador, miró a su amigo con mala cara y estalló en una risa que era más un gruñido rítmico que una expresión de alegría.

– Joder, tío, ¿qué coño has hecho con tus cejas?

– Decidí quemarlas y que crezcan de nuevo.

– ¿También decidiste convertir tu cara en una puta granada?

– Me alegro de que hayas pasado a verme, Jack. Necesitaba apoyo.

– Joder, en la tele parecías James Bond. Y aquí pareces…

– ¿Qué quiere decir en la tele?

– No me digas que no lo has visto.

– ¿El qué?

– Vaya por Dios. El hombre promueve la Tercera Guerra Mundial y ahora alega ignorancia. En RAM News llevan toda la mañana pasando lo de anoche: Sterne saliendo de la cabaña; ese puto lanzallamas instalado en el capó del coche de Maxie; Sterne incinerado; Maxie ametrallando al helicóptero de RAM; tu heroica carga en plena noche arriesgando tu vida; la caída del helicóptero de RAM, seguida por lo que los presentadores de RAM llaman la «espeluznante y trágica bola de fuego». Es un espectáculo de la hostia, Davey.

– Espera un momento, Jack. El helicóptero cayó, ¿de dónde ha salido la grabación de su caída?

– Los cabrones tenían dos helicópteros allí. Un ramcóptero cae y el otro se coloca en posición y sigue filmando. Las bolas de fuego trágicas son fantásticas para los índices de audiencia. Sobre todo si hay gente que muere quemada.

Gurney esbozó una mueca. La muerte de Max Clinter abrasado todavía era dolorosamente vívida.

– ¿Y eso está en televisión?

– Han estado pasándolo toda la mañana. Es el puto negocio del espectáculo.

– Pero ¿cómo es posible que esos helicópteros estuvieran allí?

– Tu amigo Clinter avisó a los de RAM News. Los llamó antes y les dijo que algo realmente grande iba a pasar esa noche con el Buen Pastor y que deberían estar por la zona, preparados para entrar en escena. Los llamó otra vez justo antes de empezar a actuar. Max siempre odió a RAM por la forma repugnante en que cubrieron su incidente con el Pastor. Parece que derribar el helicóptero formaba parte de su plan.

Mientras Gurney trataba de asimilar aquella noticia, Hardwick salió de la habitación y cruzó una amplia zona abierta hasta el puesto de enfermeras, donde interrumpió a una joven que estaba trabajando con un ordenador.

Volvió con un brillo de triunfo en las pupilas.

– Tienen un par de teles en mesas con ruedas. El melocotoncito de tetas grandes nos va a traer una. Deberías ver esa mierda tú mismo.

Madeleine suspiró y cerró los ojos.

– Entre tanto, Sherlock, dos preguntas: ¿cómo diablos Larry, el dentista, era tan bueno con una pistola?

– Creo que sentía un entusiasmo fuera de lo común por la precisión. La gente así puede ser muy buena en lo que se propone.

– Lástima que no podamos embotellar eso y vendérselo a gente cuerda. La segunda pregunta, un poco más personaclass="underline" ¿tenías idea de dónde te estabas metiendo en casa de Clinter?

Gurney miró a Madeleine. Ella lo miró fijamente, esperando su respuesta.

– Esperaba encontrarme con el Buen Pastor, pero no podía imaginarme todo este desastre.

– ¿Estás seguro?

– ¿Qué coño quieres decir?

– ¿De verdad creías que Clinter no iba a acercarse, tal y como le pediste?

Gurney hizo una pausa.

– ¿Cómo sabes que le pedí que no se acercara?

Hardwick desvió la pregunta con otra pregunta.

– ¿Por qué crees que apareció cuando lo hizo?

Gurney también se lo había planteado. La sincronización había sido demasiado perfecta en relación con el desagradable giro de acontecimientos en el interior de la cabaña. De repente, la explicación parecía obvia.

– ¿Puso micrófonos en su propia casa?

– Por supuesto.

– ¿Y tenía el receptor en el Humvee?

– Así es.

– ¿Así que estuvo escuchando mi conversación con Larry Sterne?

– Naturalmente.

– Y su receptor grabó todo lo que se dijo en la cabaña, incluida la llamada telefónica que le hice. Y en algún momento vosotros recibisteis la grabación, y por eso sabes que le pedí que no se acercara. Pero el Humvee estalló en llamas, así pues, ¿cómo…?

– Lo recibimos directamente de él. Envió al DIC el archivo de audio justo antes de que arrancara ese lanzallamas suyo. Parece que sabía cómo podría terminar el baile. También parece que quería que tuviéramos algo concreto que verificara tu teoría sobre el caso.

Gurney sintió un arranque de gratitud por Clinter. Los comentarios y la confesión de Larry Sterne mostrarían, de una vez por todas, lo falsa que había sido la historia del manifiesto.

– Esto va a amargar la vida a mucha gente.

Hardwick sonrió.

– Que se jodan.

Hubo un largo silencio. Gurney se dio cuenta de que su participación en el caso del Buen Pastor había llegado a su fin. El crimen estaba resuelto. El peligro había pasado.

Un montón de gente en la policía y en el campo de la psicología forense pronto tomaría parte en una orgía frenética para señalar a otros con el dedo, insistiendo en que errores de otras personas los habían desviado del buen camino. Gurney tal vez recibiría un pequeño reconocimiento por su contribución, una vez que todo se calmara un poco. Sin embargo, el reconocimiento a veces tenía un precio muy alto.

– Por cierto -dijo Hardwick-, Paul Villani se suicidó.

Gurney pestañeó.

– ¿Qué?