– Se disparó con su Desert Eagle. Al parecer, sucedió hace un par de días. Una mujer que trabaja en el establecimiento adjunto a su oficina denunció que, a través del sistema de ventilación, le llegaba un mal olor.
– ¿No hay duda de que fue un suicidio?
– Ninguna.
– Vaya por Dios.
Madeleine parecía afectada.
– ¿Es ese el pobre hombre del que me hablaste la semana pasada?
– Sí. -Gurney se volvió hacia Hardwick-. ¿Pudiste descubrir desde cuándo poseía el arma?
– Desde hace menos de un año.
– Vaya por Dios -repitió para sí-. De todas las armas posibles que podía haber usado, ¿por qué una Desert Eagle?
Hardwick se encogió de hombros.
– Una Desert Eagle mató a su padre. A lo mejor quería morir del mismo modo.
– Odiaba a su padre.
– A lo mejor ese era el pecado que tenía que expiar.
Gurney miró a Hardwick. En ocasiones decía cosas sorprendentes.
– Hablando de padres -dijo Gurney-, ¿algún rastro de Emilio Corazon?
– Más que un rastro.
– ¿Eh?
– Cuando tengas tiempo, tendrás que pensar en una forma de manejar esto.
– ¿Manejar qué?
– Emilio Corazón es un adicto al alcohol y a la heroína en fase terminal. Vive en un albergue del Ejército de Salvación en Ventura, California. Mendiga para conseguir dinero para sus adicciones. Se ha cambiado de nombre una docena de veces. No quería que lo encontraran. Necesita un trasplante de hígado para sobrevivir, pero no puede estar sobrio el tiempo suficiente para entrar en la lista de espera. Tiene demencia, por los niveles de amoniaco en la sangre. La gente del albergue cree que estará muerto dentro de tres meses. Puede que antes.
Gurney quiso decir algo, cualquier cosa, pero tenía la mente en blanco.
Se sentía vacío.
Dolorido, triste y vacío.
– ¿Señor Gurney?
Levantó la cabeza. La teniente Bullard estaba de pie en el umbral.
– Lo siento si interrumpo algo. Solo… quería darle las gracias… y asegurarme de que estaba bien.
– Pase.
– No, no. Solo… -Miró a Madeleine-. ¿Es usted la señora Gurney?
– Sí, ¿y usted?
– Georgia Bullard. Su marido es un hombre excepcional. Pero, por supuesto, eso usted ya lo sabe. -Miró a Gurney-. A lo mejor, después de que todo esto se calme, bueno, tal vez podría invitarles a cenar a usted y a su esposa. Conozco un pequeño restaurante italiano en Sasparilla.
Gurney se rio.
– Lo espero con impaciencia. -Luego añadió con un guiño-: Lo antes posible.
Ella retrocedió con una sonrisa y un saludo, y tan de repente como había aparecido se marchó.
Gurney volvió a pensar en Emilio Corazon y en el efecto que la noticia podría tener en su hija. Cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en la almohada.
Cuando los abrió de nuevo, no estaba seguro de cuánto tiempo había pasado. Hardwick se había ido. Madeleine había desplazado su silla de la esquina de la habitación al lado de la cama y lo estaba mirando. Le recordó cómo había acabado el caso Perry, cuando habían estado a punto de matarlo, cuando había sufrido lesiones que, en cierto modo, todavía lo acompañaban. Al salir del coma, al final de esa experiencia, Madeleine estaba junto a su cama, esperando, mirándolo.
Por un momento, al sostener su mirada, se sintió tentado de soltar un cliché de película: «Hemos de dejar de vernos en estas circunstancias». Pero algo le dijo que no estaba bien, que no tenía gracia, que no tenía derecho a gastar esa broma.
Una sonrisa pícara apareció en el rostro de Madeleine.
– ¿Ibas a decir algo?
Él negó con la cabeza. En realidad solo la acunó ligeramente de lado a lado en la almohada.
– Sí, ibas a decir algo -insistió Madeleine-. Algo estúpido. Te lo he visto en los ojos.
Dave se rio, luego esbozó una mueca por el dolor que le provocaba la piel tensa en torno a su boca.
Ella le cogió de la mano.
– ¿Estás triste por lo de Paul Villani?
– Sí.
– ¿Crees que deberías haber hecho algo?
– Quizá.
Madeleine asintió y le acarició con suavidad el dorso de los dedos.
– Es una lástima que la búsqueda del padre de Kim no haya tenido un final más feliz.
– Sí.
Madeleine señaló su otra mano, la vendada.
– ¿Cómo está la herida de la flecha?
Levantó la mano de la cama y se la miró.
– Me había olvidado de ella.
– Bien.
– ¿Bien?
– No me refiero a la mano herida. Me refiero a la flecha. El gran misterio de la flecha.
– ¿No crees que sea un misterio? -preguntó él.
– No uno que se pueda resolver.
– Así pues, ¿deberíamos olvidarlo?
– Sí. -Al ver que él no parecía convencido, Madeleine añadió-: ¿Acaso no es así la vida?
– ¿Llena de flechas inexplicables que caen del cielo?
– Quiero decir que siempre habrá cosas que no podremos comprender perfectamente.
Esa era la clase de afirmación que le molestaba. No es que no fuera cierta. Por supuesto que era cierta, pero sentía que no era del todo razonable, que era un ataque directo a su forma de pensar. Sin embargo, si había una discusión que no merecía la pena tener con Madeleine era esa.
Una joven enfermera se acercó a la puerta empujando un carrito con una tele, pero Gurney negó con la cabeza y la hizo salir. La espeluznante y trágica bola de fuego de RAM podía esperar.
– ¿Entendiste a Larry Sterne? -preguntó Madeleine.
– En parte… Sterne era… una criatura inusual.
– Me alegro de que no haya muchos como él.
– Se consideraba un hombre completamente racional. Completamente práctico. Un dechado de razón.
– ¿Crees que se preocupó por alguien alguna vez?
– No. Ni un poco.
– ¿Crees que confió en alguien?
Gurney negó con la cabeza.
– La confianza no significaba nada para él. No en el sentido normal. La habría visto como una forma de debilidad, un error irracional de otros, un error que podría traer malas consecuencias. Sus relaciones se basaban en la explotación y la manipulación. Veía a las personas como herramientas.
– Entonces estaba completamente solo.
– Sí. Completamente solo.
– ¡Qué horror!
Gurney casi dijo que ese podría ser su propio destino. Sabía lo mucho que podía aislarse sin darse cuenta apenas de lo que estaba ocurriendo, cómo podían escapársele las relaciones, como humo en la brisa. Sabía perfectamente lo fácil que le resultaba hundirse en sí mismo; lo naturales y benignas que podían parecer sus ganas de permanecer aislado.
Quería explicárselo a su mujer, contarle que eso formaba parte de él. Sin embargo, entonces, de nuevo tuvo una peculiar sensación que le embargaba a veces, cuando estaba cerca de ella: la sensación de que su mujer ya sabía lo que estaba pensando, de que no hacía falta expresarlo con palabras.
Madeleine lo miró a los ojos, apretándole la mano con más fuerza. Entonces, por primera vez en su vida, Dave tuvo la misma sensación, pero en la dirección opuesta: intuyó lo que Madeleine estaba pensando, sin que ella tuviera que decir nada.
Pudo sentir las palabras en su mano, verlas en sus ojos.
Le estaba diciendo que no tuviera miedo.
Le estaba diciendo que confiara en ella, que creyera en su amor.
Le estaba diciendo que la gracia de la que dependía siempre estaría con él.
En la profunda paz que siguió a aquel silencio, Dave Gurney se sintió alejado de cualquier preocupación mundana, aliviado. Todo estaba bien. Todo estaba tranquilo. Y entonces, en la distancia, un sonido. Era tan débil, tan delicado, que no estaba seguro de si lo oía de verdad o de si eran imaginaciones suyas. Aun así, lo reconoció enseguida.
Era el característico ritmo cadencioso de la «Primavera», de Vivaldi.
Agradecimientos