Como estos hechos no habían llegado a los medios, proporcionaron apoyo a la reivindicación del autor. Una nota posterior indicaba que, de manera simultánea, se habían entregado copias de todo el documento a una larga lista de organizaciones de noticias locales y nacionales.
Gurney lo repasó todo otra vez. Cuando dejó la carpeta, media hora después, comprendió por qué el caso se había convertido en un referente en el estudio de la criminología, y por qué había sustituido al caso anterior del Unabomber como el arquetipo académico para los asesinatos que se basaban en una supuesta misión social.
El documento era más claro y menos digresivo que el manifiesto de Unabomber. La relación que había entre el problema que se exponía y la solución de los asesinatos era más directa que las desordenadas cartas bomba que Ted Kaczynski había dirigido a víctimas cuya relevancia era bastante cuestionable.
El Buen Pastor había resumido limpiamente su enfoque en las dos primeras afirmaciones de su memorando: «1. Si el amor al dinero, que es codicia, es la raíz del mal, se deduce que el mayor bien se obtendrá con su erradicación. 2. Como la codicia no existe en el vacío, sino que existe en sus portadores humanos, se deduce que la forma de erradicar la codicia es erradicar a sus portadores».
¿Qué podía ser más directo que eso?
Y la retahíla de asesinatos del Buen Pastor era memorable. Tenía elementos teatrales fascinantes: una premisa simple, un marco temporal concentrado, un alto grado de suspense, una amenaza muy gráfica, un asalto dramático a la riqueza y al privilegio, unas víctimas fácilmente definidas, unos momentos terroríficos de confrontación. Era material de leyenda y ocupaba un lugar natural en las mentes de la gente. De hecho, ocupó al menos dos lugares naturales: para aquellos que se sentían amenazados por un ataque a la riqueza, el Buen Pastor era la encarnación del revolucionario que ponía bombas, decidido a derrocar la estructura de la mayor sociedad de la historia; para aquellos que veían a los ricos como cerdos, el Buen Pastor era un idealista, un Robin Hood que rectificaba la peor injusticia de un mundo injusto.
Tenía sentido que el caso se hubiera convertido con los años en uno de los preferidos en las clases de psicología y criminología. Los profesores disfrutaban presentándolo, pues dejaba claros los puntos que querían subrayar en relación con cierta clase de asesino y establecía esos puntos sin ambages. Los estudiantes disfrutarían escuchando el caso, porque, como muchos horrores simples, era grotescamente entretenido. Incluso la fuga del asesino en plena noche se convirtió en un plus que daba al caso una actualidad abierta y un atractivo refrescante.
Cuando Gurney cerró la carpeta, descubrió que tenía sentimientos encontrados.
– ¿Algún problema?
Levantó la mirada, vio a Madeleine mirándolo a través de la sala, con las agujas de hacer punto apoyadas en el regazo.
Dave negó con la cabeza.
– Probablemente es solo mi mal genio.
Madeleine todavía lo estaba mirando. Dave sabía que su mujer estaba esperando una respuesta mejor.
– El documental de Kim es únicamente sobre el caso del Buen Pastor.
Madeleine frunció el ceño.
– ¿Eso no está agotado? Cuando ocurrió no se hablaba de otra cosa en televisión.
– Ella tiene su propio punto de vista. Entonces, se trataba del manifiesto, la caza del asesino y ciertas teorías sobre su pasado hipotético, su posible educación, dónde podría ocultarse, la violencia en el país, la laxitud de las leyes de posesión de armas, bla, bla, bla. Pero Kim se olvida de todo eso y se centra en el daño permanente a las familias de las víctimas, en cómo han cambiado sus vidas.
Madeleine parecía interesada, luego torció el gesto otra vez.
– Entonces, ¿cuál es el problema?
– No sé, nada en particular. Quizá solo sea cosa mía. Ya te digo que no estoy de muy buen humor.
7
La mañana siguiente, el segundo día de primavera en los Catskills, amaneció fría y tapada. Esporádicos copos de nieve caían de costado al otro lado de la puerta cristalera de los Gurney.
A las 8.00, Kim Corazon llamó para anunciar que había cambio de planes. Ya no se iba a reunir con Jimi Brewster en Barkville por la mañana. Los nuevos planes eran mantener una reunión aquella misma tarde con Larry Sterne en su casa de Stone Ridge, que estaba a unos veinte minutos al sur del embalse Ashokan. El almuerzo de trabajo con Rudy Getz en Ashokan se mantenía.
– ¿Alguna razón especial para el cambio?
– Más o menos. Preparé la agenda original antes de saber que podría contar contigo. Pero Larry es más distante que Jimi, por eso prefiero que estés presente cuando me reúna con él. Jimi es un izquierdista muy dogmático, así que participará sin dudarlo: tendrá un programa para atacar el materialismo. En cambio, con Larry no es tan fácil. Parece desilusionado con los medios en general, por el sensacionalismo que rodeó la muerte de una amiga hace años.
– Te das cuenta de que no voy a ayudarte a venderles la moto, ¿verdad?
– ¡Por supuesto! Solo quiero que escuches y luego me digas qué opinas. Te recogeré a las once y media, en lugar de a las ocho y media, ¿vale?
– Vale -dijo él sin entusiasmo.
No tenía ninguna objeción clara que hacerle, pero sí cierta sensación pasajera de que algo no encajaba.
Cuando ya iba a guardarse el teléfono móvil en el bolsillo, se le ocurrió que Jack Hardwick no le había devuelto la llamada, así que marcó el número.
Después de solo un tono, una voz rasposa dijo:
– Paciencia, Gurney, paciencia. Estaba a punto de llamarte.
– Hola, Jack.
– Mi mano apenas se ha curado, campeón. ¿Estás preparando otra oportunidad para que pueda recibir otro balazo?
Seis meses antes, en el clímax del caso Perry, una de las tres balas que impactaron en Gurney le atravesó el costado y se alojó en la mano de Hardwick.
– Hola, Jack.
– Hola tu puta madre.
Era la manera rutinaria de empezar cualquier conversación con el investigador jefe Hardwick, de la policía del estado de Nueva York. Ese hombre combativo de ojos azul pálido, mente perspicaz y un temperamento agrio parecía decidido a convertir cualquier comunicación con él en una odisea.
– Te llamo por Kim Corazon.
– ¿La pequeña Kimmy? ¿La del trabajo escolar?
– Supongo que puedes llamarlo así. Tiene tu nombre en una lista, como fuente de información del caso del Buen Pastor.
– No jodas. ¿Cómo es que te has cruzado con ella?
– Es una larga historia. Pensaba que quizá podrías darme algo de información.
– ¿Por ejemplo?
– Cualquier cosa que no pueda encontrar en Internet.
– ¿Chismes pintorescos del caso?
– Si crees que son significativos…
Oyó un silbido al otro lado del hilo telefónico.
– Todavía no me he tomado el café.
Gurney no dijo nada, pues ya sabía lo que iba a venir.
– Bueno, este es el trato -gruñó Hardwick-: me traes un buen café de Sumatra de Abelard’s y a lo mejor me entran ganas de contar detalles significativos.
– ¿Los hay?
– ¿Quién sabe? Si no recuerdo ninguno, me lo inventaré. Por supuesto, lo que para un hombre es significativo para otro es mierda de caballo. Me tomaré el Sumatra solo con tres azucarillos.
Cuarenta minutos más tarde, con dos cafés largos en el coche, Gurney estaba subiendo por el sinuoso camino de tierra que iba desde Abelard’s, en Dillweed, a un sendero de tierra aún más sinuoso; casi no era un sendero, sino más bien una cañada. Allí vivía Jack Hardwick, en una pequeña casa de labranza alquilada. Gurney aparcó junto al coche de Hardwick, un Pontiac GTO rojo parcialmente restaurado.