Una molesta neblina había sustituido a los escasos e intermitentes copos de nieve. Cuando Gurney pisó las tablas crujientes del porche, con un vaso de café en cada mano, la puerta se abrió y apareció Hardwick en camiseta y con pantalones de chándal recortados, pelo gris corto pero despeinado. Solo se habían visto las caras una vez desde que habían hospitalizado a Gurney, seis meses antes, en una investigación policial sobre el tiroteo. Sin embargo, la bienvenida que le proporcionó Hardwick fue característica.
– ¿Cómo coño es que conoces a la pequeña Kimmy?
– Por su madre. -Gurney le tendió uno de los cafés-. ¿Lo quieres?
Hardwick cogió el vaso, abrió la tapa y lo probó.
– ¿La mamá está tan buena como la hija?
– Por el amor de Dios, Jack…
– ¿Eso es un sí o un no? -Hardwick dio un paso atrás para dejar pasar a Gurney.
La puerta exterior conducía directamente a una gran sala. Gurney esperaba que estuviera amueblada pero no era así. La disposición del par de sillones de piel y de la pila de libros que había entre ellos, allí, sobre el suelo de pino, podía hacer pensar que alguien estaba organizando una mudanza.
Hardwick miró atentamente a Gurney.
– Marcy y yo hemos roto -dijo, como para explicar aquel vacío.
– Lo siento. ¿Quién es Marcy?
– Buena pregunta. Pensaba que lo sabía. Al parecer no era así. -Tomó un sorbo más largo del café-. Debo de tener un punto débil cuando se trata de evaluar a mujeres chifladas con buenas tetas. -Otro sorbo, aún más largo-. Pero, bueno, todos tenemos puntos débiles, ¿verdad, Davey?
Aquel tipo, y eso era lo que más le llamaba la atención de él, le recordaba a su padre, a pesar de que Gurney tenía cuarenta y ocho años, y Hardwick, aunque con el pelo gris y mal aspecto, todavía no había cumplido los cuarenta.
De vez en cuando, Hardwick tocaba la nota precisa de cinismo, el eco perfecto que transportaba otra vez a Gurney al apartamento desde donde había disparado esa flecha inexplicable, al apartamento para el que su primer matrimonio había supuesto una vía de escape.
La imagen que se le apareció ahora: estaba de pie en la pequeña sala de estar del apartamento, con su padre ofreciendo sabiduría de borracho, explicándole que su madre estaba chiflada, diciéndole que todas las mujeres estaban locas y que no se podía confiar en ellas. Mejor no contarles nada: «Tú y yo somos hombres, Davey, nos entendemos el uno al otro. Tu madre está un poco…, un poco ida, no sé si me entiendes. No hace falta que sepa que he estado bebiendo hoy, ¿verdad? Solo causaría problemas. Somos hombres. Podemos hablar entre nosotros».
Él solo tenía ocho años.
Hizo un esfuerzo por volver al presente, a la sala de estar de Hardwick.
– Se llevó la mitad de las cosas de la casa -dijo Hardwick. Dio un sorbo más, se sentó en uno de los sillones y le señaló el otro-. ¿Qué puedo hacer por ti?
Gurney se sentó.
– La madre de Kim es una periodista que conocí hace años, por cosas relacionadas con el trabajo. Me ha pedido un favor, que le guarde las espaldas a Kim, así es como lo dijo. Estoy tratando de averiguar en qué me he metido, pensaba que tal vez podrías ayudarme. Como te he dicho por teléfono, te cita como fuente.
Hardwick miró su café como si fuera un artefacto asombroso.
– ¿Quién más está en su lista?
– Un tipo del FBI llamado Trout. Y Max Clinter, el policía que la cagó en la persecución del asesino.
Hardwick dejó escapar un bramido severo que se convirtió en un ataque de tos.
– Vaya. El capullo del siglo y un borracho chiflado. ¡Menuda compañía!
Gurney dio un largo sorbo a su café.
– ¿Cuándo vienen los chismes pintorescos y significativos?
Hardwick extendió sus piernas, musculosas y con cicatrices. Apoyó la espalda en el sillón.
– ¿Cosas de las que la prensa nunca se enteró?
– Exacto.
– Creo que una cosa serían los animalitos. No sabías nada de eso, ¿no?
– ¿Animalitos?
– Pequeñas réplicas de plástico. Parte de un juego. Un elefante. Un león. Una jirafa. Una cebra. Un mono. No me acuerdo del sexto.
– ¿Y cómo…?
– Se encontró uno en la escena de cada crimen.
– ¿Dónde?
– Cerca del coche de la víctima.
– ¿Cerca?
– Sí, como si los hubieran tirado desde el coche del asesino.
– ¿El trabajo de laboratorio con esos animales llegó a alguna parte?
– Ni huellas ni nada parecido.
– Pero…
– Pero formaban parte de un juego infantil. Algo llamado «El mundo de Noé». Uno de esos dioramas. Los niños construían un modelo del arca de Noé y luego ponían los animales dentro.
– ¿Alguna pista con la distribución, tiendas, variables de fábrica, formas de localizar ese juego en particular?
– Un callejón sin salida. Era un juguete muy popular, de Walmart. Vendieron unos setenta y ocho mil. Todos idénticos, todos hechos en una misma fábrica en Mi Pi Cha.
– ¿De dónde?
– En China. ¿Quién coño lo sabe? No importa. Los juegos son todos iguales.
– ¿Algunas teorías sobre el significado de esos animales en particular?
– Montones. Chorradas.
Gurney tomó nota mentalmente para volver a sacar la cuestión más adelante.
¿Más adelante cuándo? ¿En qué demonios estaba pensando? Había accedido a guardarle las espaldas a Kim un día más. Guardarle las espaldas, no presentarse voluntario para un trabajo que nadie le había pedido que hiciera.
– Interesante -dijo Gurney-. ¿Alguna otra curiosidad que no se sirviera al consumo público?
– Supongo que podríamos decir que el arma era una curiosidad.
– Recuerdo que las noticias se referían a una pistola de gran calibre.
– Era una Desert Eagle.
– ¿El monstruo de calibre cincuenta?
– El mismo.
– Los profilers se centrarían en eso.
– Oh, sí, a lo grande. Pero la curiosidad no era solo el tamaño del arma. De los seis disparos recuperamos dos balas en suficiente buen estado para un análisis balístico, y una tercera que sería de uso marginal en un tribunal, pero sugerente sin duda alguna.
– ¿Sugerente por qué?
– Las tres balas procedían de tres Desert Eagle distintas.
– ¿Qué?
– Esa fue la reacción que tuvo todo el mundo.
– ¿Alguna vez llevó a una hipótesis de múltiples autores?
– Durante unos diez minutos. A Arlo Blatt se le ocurrió una de sus ideas estúpidas: que los disparos podrían ser el ritual iniciático de una banda, y que cada miembro de la banda tenía su propia Desert Eagle. Por supuesto, eso dejaba el pequeño problema del manifiesto, que parecía escrito por un profesor universitario. Y normalmente los miembros de esas bandas ni siquiera saben escribir la palabra «banda». Otra gente tuvo ideas menos estúpidas, pero en última instancia se impuso la teoría del asesino único. Sobre todo después de que la bendijeran los genios de ciencias del comportamiento del FBI. Las escenas de los crímenes eran esencialmente idénticas. Las reconstrucciones de la aproximación, los disparos y la huida eran idénticos. Y después de dar unas cuantas vueltas a su modelo, para los profilers tenía tanto sentido que este tipo usara seis Desert Eagle como para él emplear una sola.
Gurney solo respondió con una expresión afligida. Había tenido experiencias muy distintas con los profilers a lo largo de los años, pero tendía a considerar sus éxitos como consecuencia de aplicar simplemente el sentido común, y sus fracasos, como prueba de la vacuidad de su profesión. El problema con la mayoría de los profilers, sobre todo con los que tenían un punto de la arrogancia del FBI en su ADN, era que pensaban que realmente sabían algo y que sus especulaciones eran científicas.
– En otras palabras -dijo Gurney-, usar seis ridículas pistolas no es más ridículo que usar una pistola ridícula, porque es igualmente ridículo.