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– ¿EL DIC no lo vio como un gran plus?

Esta vez la risa sonó tuberculosa.

– Bueno, eso nos lleva al gran final. Número seis. Harold Blum estaba lejos de la cima de la abogacía. A sus cincuenta y cinco años ya no iba a subir mucho más. Harold era la clase de tipo que se desvivía por dar la impresión de que todos sus esfuerzos estaban dando frutos. Según su mujer, Ruthie, que tenía mucho que decir, era el consumidor perfecto, siempre haciendo compras más allá de sus posibilidades, como si esas posesiones pudieran cambiar algo o al menos atraer mejores clientes. Ella parecía quererle mucho. Esa noche, Harold volvía desde su oficina de Horseheads a su casa del lago Cayuga, conduciendo su sedán Mercedes brillante, cuyo leasing, según su mujer, ya lo estaba ahogando. Por lo que se extrae de la reconstrucción del accidente, el Buen Pastor, fiel a su estilo, apareció en su costado izquierdo y disparó un solo tiro. El córtex visual de Harold probablemente voló en pedazos antes de que pudiera registrar el destello del cañón.

– ¿Y es ahí donde Max Clinter entra en escena?

– Entra en escena con un chirrido de neumáticos. Maxie oye el disparo que mató a Blum alto y claro. Mira por la ventanilla de su coche aparcado a tiempo de divisar el Mercedes de Blum derrapando en el arcén y las luces traseras del segundo vehículo que huye a toda velocidad. Así que mete la marcha en su Camaro SS de trescientos veinte caballos y da un volantazo desde detrás de un arbusto de rododendros para entrar en la carretera estatal y empezar una persecución, quemando los neumáticos. El problema es que Max no está solo y no está sobrio. Aunque está casado y tiene tres hijos, en el asiento del pasajero hay una chica de veintiún años que ha conocido una hora antes en uno de los bares universitarios de Ithaca y con la que estaba follando en su coche detrás de los rododendros. Pisa a fondo el acelerador (el Camaro va a unos ciento ochenta), pero no tiene ni plan ni móvil ni idea racional de lo que está haciendo. Esto es una persecución pura, primitiva, animal. La chica empieza a llorar. Él le dice que se calle. El tipo que tiene delante se está escapando. Llegados a este punto, Maxie ha perdido el juicio a causa del alcohol, el ego y la adrenalina. Mete la mano en la chaqueta, saca su Glock calibre cuarenta, baja la ventanilla y empieza a disparar al vehículo que tiene delante. Una locura. Una locura de alto riesgo y locamente ilegal. La chica está gritando, Maxie está perdiendo la cabeza por completo, el Camaro derrapa.

– Lo cuentas como si estuvieras en el asiento de atrás.

– Él relató la historia a mucha gente. Corrió la voz. Un pedazo de historia.

– Un pedazo de final de carrera querrás decir.

– Así es. Sin embargo, si Max hubiera tenido suerte y uno de esos disparos hubiera abatido al Pastor, si ningún inocente hubiera resultado herido o si las heridas hubieran sido menos graves, o si su tasa de alcoholemia no hubiera triplicado el límite legal, quizá la locura de disparar quince tiros en ocho segundos desde un vehículo en movimiento contra un objetivo apenas definido en una carretera oscura, con ocupante u ocupantes desconocidos, mientras conducía a una velocidad imprudentemente peligrosa…, bueno, quizás entonces todo eso se habría suavizado o se habría recontado de una forma que no hubiera jodido a Max por completo. Pero no es eso lo que ocurrió. Lo que sucedió fue que todo se fue a la mierda. Cuando el Camaro derrapó en el carril contrario, un motorista venía de un cambio de rasante sin apenas espacio para apartarse. La moto cayó, el motociclista salió volando. El coche de Max dio un giro de ciento ochenta grados a ciento cincuenta por hora, derrapó hacia atrás en el asfalto y terminó subiéndose al muro de contención en un saliente de roca. Debido al impacto, Max se fracturó la espalda por dos sitios, la mujer sufrió lesiones en el cuello y se rompió los dos brazos, y el parabrisas estalló en sus caras. El Buen Pastor escapó. Maxie no. Esa noche le costó su profesión, su matrimonio, su casa, la relación con sus hijos, su reputación y, según alguna gente, su equilibrio mental y emocional. Pero eso es otra cuestión completamente distinta.

– Vaya memoria, Jack. Deberías donar tu cerebro a la ciencia.

– La cuestión es: ¿qué vas a hacer con toda esta información?

– No lo sé.

– Así pues, ¿solo has llamado para hacerme perder el tiempo?

– No exactamente. Tengo una sensación rara.

– ¿Sobre qué?

– Sobre toda la historia del Buen Pastor. Siento que se me escapa algo. Por un lado, todo es demasiado simple. Dispara a los ricos, hace del mundo un lugar mejor. Enajenación de misionario clásica. Por otro lado…

– ¿Por otro lado qué?

– No lo sé. Algo está mal. No logro situarlo.

– Davey, me dejas perplejo. Me siento absolutamente asombrado. -Hardwick estaba en modo burlón.

– ¿Qué pasa, Jack?

– Eres consciente, sin duda, de que aquello a lo que te refieres como la historia del Buen Pastor ha sido analizado y reanalizado por los mejores y los más brillantes. Mierda, incluso tu amiga la psicóloga cañón opinó.

– ¿Qué?

– ¿No lo sabías?

– ¿De quién estás hablando?

– Mierda, ahora sí que me dejas anonadado. ¿Cuántas psicólogas cañón conoces?

– Jack, no sé de qué demonios estás hablando.

– Creo que la doctora Holdenfield se sentiría herida por tu actitud.

– ¿Rebecca Holdenfield? ¿Has perdido el juicio? -Gurney sobreactuaba, no porque tuviera nada que ocultar, sino porque, durante los dos casos en los que habían colaborado, puede que hubiera prestado un poco más de la atención debida al innegable atractivo de aquella mujer.

También se dio cuenta de que esa era la reacción que Hardwick buscaba. Sabía dónde encontrar los puntos débiles de los demás. Le encantaba hurgar en ellos.

– Su trabajo figura en una nota al pie del perfil del Buen Pastor del FBI -dijo Hardwick.

– ¿Tienes una copia de eso?

– Sí y no.

– ¿Qué significa eso?

– No, porque es un documento del FBI que han declarado confidencial, distribuido únicamente a quien necesite conocerlo, lo cual es una necesidad que ahora mismo no tengo. Así pues, por lo tanto, no tengo oficialmente acceso al perfil.

– ¿No se publicó en todos los grandes periódicos justo después de los seis asesinatos?

– Se pasó un resumen a los medios, no el perfil en sí. Nuestros grandes hermanos del FBI son muy susceptibles respecto a quién ve los productos sin editar de su sabiduría especial. Sin duda se ven como los que toman las grandes decisiones.

– Pero ¿sería posible de alguna manera…?

– Todo es posible de alguna manera. Con tiempo y motivación suficientes. ¿No es eso una ley de la lógica?

Gurney conocía a Hardwick lo bastante bien para saber cómo jugar.

– No me gustaría que te metieras en problemas con la Federación de Burócratas Imbéciles.

Un silencio reflexivo se extendió entre ellos, preñado de posibilidades.

– Bueno, Davey, ¿hay algo más que pueda hacer por ti? -preguntó finalmente Hardwick.

– Claro, Jack. Puedes meterte ese Davey por el culo.

Hardwick se rio con ganas. Parecía un tigre con bronquitis. A decir verdad, lo que le salvaba es que le gustaba tanto recibir insultos como repartirlos.

Esa parecía ser su idea de una relación sana.