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Gurney colgó, tenso. Haberse burlado de un modo tan infantil del apellido de su neurólogo no le hizo sentir del todo bien.

Miró por la ventana del estudio al prado, sin verlo realmente.

«¿Qué demonios me pasa?»

Un pinchazo de dolor en el costado derecho le ofreció una respuesta parcial. También le recordó que iba de camino al botiquín cuando se desvió para cancelar la visita.

Volvió al cuarto de baño. No le gustó el aspecto del hombre que le devolvió la mirada desde el espejo del botiquín. Tenía arrugas de preocupación en la frente, piel descolorida, ojos apagados y cansados.

«Dios.»

Sabía que tenía que volver a su régimen de ejercicio diario, a la rutina de flexiones y abdominales que lo habían mantenido en mejor forma que a la mayoría de los hombres a los que doblaba la edad. Pero en ese momento el tipo del espejo tenía una imagen de cuarenta y ocho, cosa que no le alegraba precisamente. No estaba contento con los mensajes diarios que su cuerpo le enviaba para recordarle lo mortal que era. No estaba contento con aislarse cada vez más. No estaba contento con… nada.

Cogió el frasco de ibuprofeno del estante, echó tres de las pastillas marrones en la mano, puso mala cara y se las metió en la boca. Mientras dejaba correr el agua, esperando a que se enfriara, oyó que sonaba el teléfono en el estudio. Huffbarger, pensó. O del consultorio de Huffbarger. No hizo ningún movimiento para responder. Que se fueran al Infierno.

Entonces oyó las pisadas de Madeleine, que bajaba desde el piso de arriba. Al cabo de unos momentos, ella cogió el teléfono, justo cuando iba a conectarse su viejo contestador. Dave oyó su voz, pero no distinguió sus palabras. Llenó un vasito de plástico hasta la mitad y se tragó las tres pastillas que ya estaban empezando a disolverse en su lengua.

Supuso que Madeleine estaba ocupándose del problema de Huffbarger, lo cual le parecía bien, pero entonces oyó pisadas que cruzaban el pasillo y entraban en el dormitorio. Su mujer apareció en el umbral del cuarto de baño y extendió el teléfono hacia él.

– Para ti -dijo, pasándole el aparato y saliendo del dormitorio.

Gurney, anticipando una actitud desagradable de Huffbarger o de una de sus recepcionistas descontentas, respondió en tono cortante y a la defensiva.

– ¿Sí?

Hubo un segundo de silencio antes de que la persona que había llamado hablara.

– ¿David?

Aquella clara voz femenina le sonaba, aunque no lograba relacionarla con un nombre o una cara.

– Sí -dijo, de manera más agradable esta vez-. Lo siento, pero no logro situarla…

– Oh, ¿cómo es posible? ¡Estoy tan dolida, detective Gurney! -le respondió con un exagerado tono de broma. De repente el timbre de la risa y la inflexión de las palabras le trajeron a la mente a una persona: una rubia delgada, lista y cargada de energía, con acento de Queens y pómulos de modelo.

– Connie. Cielos, Connie Clarke. ¡Cuánto tiempo!

– Seis años para ser exactos.

– Seis años, madre mía. -La cifra no significaba mucho para él, no le sorprendió, pero no se le ocurrió qué otra cosa decir.

Recordó su relación con sentimientos encontrados. Connie Clarke, periodista freelance, había escrito un artículo laudatorio para una revista de Nueva York después de que él resolviera el infame caso de asesinatos en serie de Jason Strunk, solo tres años después de haber sido ascendido a detective de primer grado por resolver el caso del asesinato de Jorge Kunzman. De hecho, el artículo era demasiado laudatorio para que se sintiera cómodo con él, pues citaba su cifra récord de detenciones en casos de homicidio y se refería a él como el superpoli del Departamento de Policía de Nueva York, un sobrenombre que dio paso a decenas de variaciones jocosas creadas por sus colegas más imaginativos.

– Así pues, ¿cómo van las cosas en la tierra apacible del retiro?

Gurney percibió el tono socarrón y supuso que ella se había enterado de su participación extraoficial en los casos Mellery y Perry.

– En ocasiones más apacibles que en otras.

– ¡Vaya! Sí, supongo que es una forma de decirlo. Te retiras del departamento después de veinticinco años, te instalas en los aburridos Catskills durante unos diez minutos y de repente estás en medio de un asesinato detrás de otro. Parece que tienes un gran imán para los crímenes. ¡Uf! ¿Qué opina Madeleine de eso?

– Acabas de tenerla al teléfono. Deberías habérselo preguntado a ella.

Connie se rio, como si él acabara de decir algo maravillosamente ingenioso.

– Entonces, entre casos de asesinatos, ¿cómo es tu día típico?

– No hay mucho que contar. No pasa gran cosa. Madeleine está más ocupada que yo.

– Me está costando mucho imaginarte en una estampa estilo Norman Rockwell. Dave preparando jarabe de arce. Dave haciendo sidra. Dave recogiendo huevos del corral.

– Me temo que no. Ni jarabe ni sidra ni huevos.

Lo que describía su vida en los últimos seis meses era algo muy diferente: Dave jugando a ser un héroe; Dave recibiendo un disparo; Dave recuperándose muy poco a poco; Dave sentado escuchando el pitido en el interior de sus oídos; Dave cada vez más depresivo, hostil, aislado; Dave viendo cada actividad propuesta como un asalto exasperante a su derecho a permanecer paralizado; Dave sin querer tener nada que ver con nada.

– Bueno, ¿qué vas a hacer hoy?

– Para serte absolutamente sincero, Connie, casi nada. A lo sumo daré un paseo por el borde de los campos, quizá recogeré algunas de las ramas que cayeron durante el invierno, tal vez esparza un poco de fertilizante en el jardín. Esas cosas.

– A mí no me suena mal. Conozco a gente que se cambiaría por ti ya mismo.

Dave no respondió, solo dejó que el silencio se agotara, pensando que podría forzar a Connie a que le dijera por qué le había llamado, sin más dilación. Tenía que haber un propósito. La recordaba como una mujer cordial y comunicativa, pero siempre perseguía algo. Su mente, bajo la cabellera movida por el viento, no paraba de trabajar.

– Te estás preguntando por qué te he llamado, ¿verdad? -dijo ella.

– Se me ha pasado por la cabeza.

– Te he llamado porque quiero pedirte un favor. Un favor enorme.

Gurney pensó un momento, luego se echó a reír.

– ¿Cuál es el chiste? -preguntó ella, un tanto descolocada.

– Una vez me dijiste que era mejor pedir un gran favor que un pequeño favor, porque los pequeños son más fáciles de rechazar.

– ¡No! No puedo creer que dijera eso. Demasiado manipulador. Es horrible. Te lo estás inventando, ¿no? -Estaba cargada de alegre indignación. Connie nunca permanecía mucho tiempo contrariada.

– Bueno, ¿qué puedo hacer por ti?

– ¡Te lo has inventado! ¡Lo sabía!

– Te lo repito, ¿en qué puedo ayudarte?

– Bueno, ahora me avergüenza decirlo, pero en realidad es un favor enorme, enorme de verdad. -Hizo una pausa-. ¿Recuerdas a Kim?

– ¿Tu hija?

– Mi hija que te adora.

– ¿Perdón?

– No me digas que no lo sabías.

– ¿De qué estás hablando?

– Oh, David, David, David, todas las mujeres te aman y tú ni siquiera te das cuenta.

– Creo que estuve en la misma habitación que tu hija una sola vez, cuando ella tenía… ¿Cuántos años tenía? ¿Quince?

Recordaba a una chica guapa pero de aspecto serio. Se acordaba de que había comido con Connie en su casa. La chica parecía acechar en la periferia de su conversación, sin apenas musitar una palabra.

– En realidad tenía diecisiete. Y, de acuerdo, a lo mejor adorar es una palabra exagerada, pero a ella le pareció que eras listo, listo de verdad, y para Kim eso significa mucho. Ahora tiene veintitrés años, y resulta que aún tiene una opinión muy elevada de Dave Gurney, el superpolicía.

– Eso es muy bonito, pero… estoy un poco perdido.