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Nivel 1 de motivación: el motivo de los atentados declarado por el sujeto desconocido es la injusticia inherente a la desigual distribución de la riqueza en la sociedad. Asegura que la causa principal de esta desigualdad, y de los problemas sociales que se derivan de ella, es el pecado de la codicia. Asegura que la codicia solo puede ser erradicada eliminando a los codiciosos. Equipara codicia con propiedad de un vehículo de superlujo y ha elegido Mercedes como el arquetipo de ese vehículo. Esto se ha convertido en la característica identificativa de las víctimas que ha escogido.

Nivel 2 de motivación: una superestructura motivacional de este tipo generalmente deriva su energía de una superestructura inconsciente de rabia personal. El caso del Buen Pastor parece adecuado para aplicar una formulación psicoanalítica clásica: una rabia edípica subyacente contra un padre poderoso y abusivo. Mediante el memorando de intenciones, el sujeto desconocido equipara repetidamente codicia, riqueza y poder. También en apoyo de la interpretación psicoanalítica, la elección de arma (la pistola más grande del mundo) tiene implicaciones fálicas insoslayables y es un elemento obvio en este tipo de patología.

Nota: podría presentarse una objeción a la motivación de odio al padre basada en la inclusión de una mujer entre las víctimas. No obstante, Sharon Stone era excepcionalmente alta para ser mujer, tenía un corte de pelo unisex y vestía una chaqueta de cuero negro. Vista por la noche a través de la ventanilla de su vehículo, solo con la luz tenue del salpicadero iluminando su rostro, podría parecer un hombre. También podría darse el caso de que el único criterio del sujeto desconocido sea el vehículo de lujo en sí, con lo cual el sexo del conductor sería irrelevante.

El documento concluía con una lista de artículos periodísticos relacionados con campos como la lingüística, la psicometría y la psicopatología forenses. A continuación había una lista de libros profesionales, obra de autores con muchos doctorados: La sublimación de la rabia, Represión sexual y violencia, Estructura familiar y actitudes sociales, Patologías fomentadas por el abuso, Cruzadas sociales como expresión de trauma temprano. El último de la lista era: Asesinato en serie impulsado por una misión, de la doctora Rebecca Holdenfield.

Gurney pasó al inicio del documento y lo leyó todo una vez más, haciendo lo posible por mantener su mente abierta a cualquier posibilidad. Era difícil. Las conclusiones no tan científicas como pretendían, envueltas en lenguaje científico, así como la petulancia académica general de la escritura, le provocaron las mismas ganas de discutir que le provocaba cualquier perfil que leía.

Por sus más de dos décadas de experiencia en Homicidios, sabía que los perfiles eran ocasionalmente precisos, u ocasionalmente equivocados por completo, pero sobre todo desiguales. Hasta que terminaba el caso nunca sabías si tenías un buen perfil o no; y, por supuesto, si el caso no se cerraba, nunca llegabas a saberlo.

Pero no era solo la falibilidad de los perfiles lo que le molestaba, sino la incapacidad de muchos de sus creadores y usuarios para reconocer esa falibilidad.

Se preguntó por qué se había sentido tan ansioso por leer ese perfil, por qué no podía esperar hasta más tarde, teniendo en cuenta que tenía muy poca fe en ellos. ¿Se debía a su peculiar estado de ánimo? ¿A que deseaba rebatir algo? ¿A que necesitaba discutir sobre algo? ¿Era el mismo impulso que lo empujaba a leer a columnistas políticos con los que no comulgaba?

Negó con la cabeza, enfadado consigo mismo. ¿Cuántas preguntas absurdas se le podían ocurrir? ¿Cuántos ángeles podían bailar en la cabeza de un alfiler?

Se recostó en la silla y cerró los ojos.

Los abrió con un sobresalto.

El reloj del salpicadero indicaba que eran las 17.55. Miró calle abajo, a la casa en la que vivía Meese. El sol estaba bajo en el cielo y la casa quedaba a la sombra del arce gigante que había delante.

Bajó del coche y caminó unos cien metros. Se acercó a la puerta de Meese y escuchó. Estaba sonando alguna clase de música tecno. Llamó. No hubo respuesta. Llamó otra vez. Nada.

Sacó el teléfono, bloqueó el identificador de llamada y marcó el número de Meese. Para su sorpresa, respondió al segundo tono.

– Robert. -La voz era suave, teatral.

– Hola, Robert. Soy Dave.

– ¿Dave?

– Hemos de hablar.

– ¿Perdón? ¿Le conozco? -La voz se había tensado un poco.

– Es difícil de decir, Robert. Quizá me conoces, quizá no. ¿Por qué no abres la puerta y me miras?

– ¿Perdón?

– Tu puerta, Robert. Estoy delante de tu puerta. Esperando.

– No lo entiendo. ¿Quién es? ¿De qué le conozco?

– Tenemos amigos en común, pero ¿no te parece una estupidez estar hablando por teléfono cuando tú estás aquí y yo también?

– Espere un segundo. -La voz sonaba confusa, ansiosa.

La conexión telefónica se cortó. La música se detuvo. Al cabo de un minuto, la puerta se entreabrió.

– ¿Qué quiere?

El joven que lo preguntaba estaba de pie, parcialmente detrás de la puerta, sirviéndose de esta como si fuera una especie de escudo o, tal vez, para ocultar lo que sostenía en la mano izquierda. Tenía más o menos la misma estatura que Gurney: metro ochenta. Era delgado, con rasgos duros, cabello oscuro despeinado y ojos asombrosamente azules, como los de una estrella de cine. Solo una cosa estropeaba esa imagen cuasi perfecta: una expresión agria en torno a la boca, un apunte de algo desagradable, como si hubiera algo rencoroso en su alma.

– Hola, señor Montague. Me llamo Dave Gurney.

Vio un débil temblor en los párpados del joven.

– ¿Te suena? -preguntó Gurney.

– ¿Debería?

– Me ha parecido que me habías reconocido.

El temblor continuó.

– ¿Qué quiere?

Gurney decidió arriesgarse lo mínimo, algo que le resultaba particularmente útil cuando no estaba seguro de cuánto podía saber de él su interlocutor. Debía ceñirse a los hechos, pero jugando con el tono. Se trataba de manipular las corrientes subterráneas.

– ¿Qué quiero? Buena pregunta, Robert. -Sonrió de manera absurda, hablando con el hastío de un mercenario de vuelta de todo al que le está empezando a dar guerra la artritis-. Eso depende de cuál sea la situación. Para empezar, necesito cierto consejo. Mira, estoy tratando de decidir si aceptar un trabajo que me han ofrecido, y si lo hago, quiero saber en qué términos debería hacerlo. ¿Conoces a una mujer llamada Connie Clarke?

– No estoy seguro, ¿por qué?

– ¿No estás seguro? ¿Crees que a lo mejor la conoces, pero no estás seguro? No lo entiendo.

– El nombre me suena, nada más.

– Ah, ya veo. ¿Se te ocurre algo si te digo que su hija se llama Kim Corazon?

Pestañeó con rapidez.

– ¿Quién demonios es usted? ¿Qué es esto?

– ¿Puedo pasar, señor Montague? Es una cuestión muy personal para hablarla en el umbral.

– No, no puede. -Cambió ligeramente el peso del cuerpo, todavía con la mano izquierda fuera de su campo visual-. Por favor, vaya al grano.

Gurney suspiró, se rascó el hombro, un tanto ausente, y clavó la mirada en Robby Meese.

– La cuestión es que me han pedido que proporcione seguridad personal a la señorita Corazon, y estoy tratando de decidir cuánto cobrarle.