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– ¿Estás en el apartamento ahora?

– No. He salido. Estoy en el coche. Está oscureciendo y no quiero estar ahí sin luces. No dejo de pensar en el sótano, y en lo que podría haber allí.

– ¿Alguna posibilidad de que puedas volver a casa de tu madre y quedarte con ella hasta que las cosas se solucionen?

– ¡No! -Su respuesta sonó tan enfadada como la última vez que Gurney sacó el tema-. Ya no es mi casa. Ahora «esta» es mi casa. No voy a huir como una niña asustada a casa de mamá, solo porque algún capullo está jugando conmigo.

Sin embargo, sonaba exactamente como una niña asustada que, eso sí, trataba de actuar como creía que debía actuar un adulto. Gurney se sintió un tanto ansioso y responsable.

– Vale -dijo, pasando impulsivamente al carril derecho y hacia una rampa de salida en el último instante-. Quédate donde estás. Puedo estar allí dentro de veinte minutos.

Después de conducir la mayor parte del camino a ciento veinte por hora, diecinueve minutos después estaba en Siracusa, en la manzana poco agraciada donde vivía Kim Corazon. Aparcó enfrente de su apartamento, al otro lado de la calle. Ya estaba anocheciendo. Gurney apenas reconoció el lugar que había visto dos días antes a la luz del día. Buscó en la guantera y sacó una pesada linterna de metal, de las que pueden usarse también como una porra pequeña.

Kim salió de su coche cuando él cruzó la calle. Parecía nerviosa y avergonzada.

– Me siento muy estúpida. -Cruzó los brazos con fuerza, como si estuviera tratando de no temblar.

– ¿Por qué?

– Porque es como estar asustada de la oscuridad. Asustada de mi propio apartamento. Me siento fatal haciéndote venir así.

– Venir fue idea mía. ¿Quieres esperar aquí mientras echo un vistazo dentro?

– ¡No! No soy una niña. Voy contigo.

Gurney recordó haber tenido esa conversación antes y decidió no protestar.

Ni la puerta delantera de la casa ni la del apartamento estaban cerradas con llave. Entraron, Gurney primero, iluminando el camino con su linterna. Cuando llegó a unos interruptores situados en la pared del pasillo, los movió arriba y abajo sin ningún efecto. En el umbral de la sala, barrió el espacio con la linterna. Hizo lo mismo en los umbrales del cuarto de baño y del dormitorio antes de pasar a la última estancia del pasillo, la cocina.

Mientras movía lentamente el haz de luz por la estancia, preguntó: -¿Has mirado en la casa antes de meterte en el coche?

– Muy por encima. Casi no he mirado en la cocina. Y desde luego no me he acercado a la puerta del sótano. Sé que el interruptor de la luz del techo no va. La otra cosa en la que me he fijado es que el reloj del microondas no funcionaba. Eso significa que el problema es el diferencial, ¿no?

– Supongo que sí.

Gurney entró en la cocina. Kim andaba muy cerca de él, con una mano apoyada en la espalda de Gurney, en la semioscuridad. La única luz procedía de los reflejos cambiantes del haz de la linterna en las paredes y los electrodomésticos. Oyó un golpecito. Se detuvo y escuchó. Lo oyó otra vez y unos segundos después se dio cuenta de que solo era el grifo, que goteaba sobre el metal del fregadero.

Avanzó en silencio en dirección al pasillo de atrás que conducía de la cocina a las escaleras del sótano y a la puerta posterior de la casa. La mano de Kim se movió de su espalda a su brazo y lo agarró con fuerza. Cuando llegó al pasillo, Gurney vio que la puerta del sótano estaba cerrada. La puerta exterior del final del pasillo también parecía bien cerrada, con el cerrojo echado. Aquel espacio cerrado hacía que el sonido del agua que goteaba en la cocina se percibiera aún más claramente.

Cuando Gurney llegó a la puerta del sótano y estaba a punto de abrirla, notó que los dedos de Kim se le clavaban en el brazo.

– Tranquila -le susurró.

– Lo siento. -La chica aflojó un poco la mano, pero no lo soltó.

Gurney abrió la puerta. Enfocó con la linterna y escuchó.

Gota…, gota…

Nada más.

Se volvió hacia Kim.

– Quédate aquí, al lado de la puerta.

Ella parecía aterrorizada.

Gurney intentó decir algo, algo trivial, alguna pregunta que la distrajera, que la calmara.

– El cuadro eléctrico… ¿tiene un interruptor general, además de los interruptores de cada fase?

– ¿Qué?

– Solo me preguntaba qué clase de caja es la que me voy a encontrar.

– ¿De qué clase? No tengo ni idea. ¿Es un problema?

– No, para nada. Si necesito un destornillador, te doy una voz, ¿vale? -Gurney sabía que todo eso era irrelevante y que sin duda la estaba confundiendo, pero en ese momento prefería que estuviera confusa a que sufriera un ataque de pánico.

Bajó los escalones con cuidado, iluminando con la linterna adelante y atrás.

Todo parecía perfectamente tranquilo y en orden.

Entonces, cuando iba a apoyarse en la barandilla, pues no se fiaba de esa destartalada escalera, y estaba situando su peso en el tercer escalón empezando desde abajo, se oyó un fuerte crujido, el escalón cedió y Gurney cayó hacia delante.

Todo ocurrió en menos de un segundo.

Su pie derecho se hundió junto con el escalón roto al tiempo que su cuerpo se precipitaba hacia delante y hacia abajo. Levantó instintivamente los brazos para protegerse la cara y la cabeza.

Chocó contra el suelo de cemento al pie de la escalera. La lente de la linterna se hizo añicos y la luz se apagó. Notó un dolor agudo. Sintió que una suerte de corriente eléctrica le recorría el cúbito del brazo derecho.

Kim estaba gritando, histérica, preguntándole si estaba bien. Pisadas que se retiraban, corrían, trastabillaban.

Gurney estaba confuso pero consciente.

Intentó moverse para evaluar cuánto daño se había hecho. Sin embargo, antes de que sus músculos pudieran responder, oyó un sonido que le erizó el vello de la nuca. Fue un susurro, muy cerca de su oído. Un susurro áspero y sibilante. Un susurro que sonó como el bufido de un gato furioso: -Deja en paz al diablo.

SEGUNDA PARTE

A falta de justicia

16

Dudas

Cuando se despertó en su casa a la mañana siguiente, Gurney se sentía ansioso y estaba exhausto. Notaba una profunda sensación de quemazón en el brazo derecho y una rigidez dolorosa en todo el cuerpo. Las ventanas del dormitorio estaban abiertas y el aire era frío y húmedo.

Madeleine ya estaba levantada, como de costumbre. Le gustaba despertarse con los pájaros. Parecía haber un ingrediente secreto en la primera luz del alba que le daba energía.

Gurney se notó los pies fríos y sudorosos. El mundo era de color gris al otro lado de las ventanas. Hacía mucho tiempo que no tenía resaca, pero en ese momento se sentía como si la tuviera. Había pasado una noche muy agitada, con los recuerdos de lo que había sucedido en el sótano de Kim. No paraba de darle vueltas a lo que había descubierto después de su caída, pero no lograba concluir nada coherente. Los múltiples dolores le impedían pensar con claridad. Al final se había quedado dormido justo antes del amanecer. Dos horas más tarde, se despertó. Se sentía tan agitado que supo que no podría volver a conciliar el sueño.

Necesitaba organizar sus ideas y averiguar qué había sucedido. Una vez más, repasó todo lo que había ocurrido, en busca de cualquier detalle, por pequeño que fuera.

Recordaba haber bajado con cautela por la escalera, utilizando su linterna para iluminar no solo los peldaños, sino también las zonas del sótano situadas a izquierda y derecha. No había percibido sonido o movimiento alguno. Cuando todavía le quedaban varios escalones por descender, trazó con el haz de luz de la linterna un amplio arco en torno a las paredes para localizar el cuadro eléctrico. Era una caja de metal gris, montada en una pared, no muy lejos del arcón que habían encontrado apenas dos días antes siguiendo un rastro de sangre. Las manchas oscuras todavía se veían sobre los peldaños de madera y en el suelo de cemento.