– ¿Estás sola allí? -preguntó Madeleine, con los ojos muy abiertos-. Eres mucho más valiente que yo. Yo me habría ido de ahí más deprisa que…
Hubo un destello de rabia en los ojos de Kim.
– ¡No voy a huir de ese capullo!
– ¿Has denunciado esos incidentes ante la policía?
Kim soltó una risita amarga.
– Claro. La sangre, el cuchillo, los sonidos de la noche. Los policías vienen a casa, echan un vistazo y verifican las ventanas con cara de estar mortalmente aburridos. Cuando llamo y les digo mi nombre y mi dirección, me los imagino poniendo los ojos en blanco. Está muy claro que creen que soy una paranoica y un incordio, que busco atención: la zorrita loca que exagera sus problemas con su novio.
– Supongo que has cambiado la cerradura -dijo Gurney con suavidad.
– Dos veces. Ninguna diferencia.
– ¿Crees que Robby Meese es responsable de toda esta… intimidación?
– No lo creo. Lo sé.
– ¿Qué te hace estar tan segura?
– Si hubieras oído su voz, las llamadas que me hizo después de que lo echara… O si vieras la expresión de su cara cuando nos cruzamos en el campus… Entonces lo sabrías. Era la misma extrañeza. No sé cómo explicarlo, pero lo que ha estado pasando es tan terrorífico como el propio Robby.
En el silencio que siguió, Kim sujetó la taza de café entre sus manos, con fuerza. A Gurney le recordó la manera en que antes había estado de pie junto a la puerta, con las palmas apretadas en el cristal. Emoción y control.
Pensó en la idea del programa, en la inclinación de aquella chica hacia el dolor generado por el asesinato. Había verdad en lo que decía. En algunos casos, la herida infligida por un asesino abre un boquete en toda una familia; deja desolados al cónyuge, a los hijos, a los padres… Llena sus vidas de tristeza y de rabia.
En otros casos, en cambio, había poco dolor, apenas emoción. Gurney había visto demasiados de esos casos. Hombres que vivían vidas horribles y morían muertes espantosas: traficantes de droga, macarras, criminales profesionales, bandas de adolescentes que jugaban a videojuegos con pistolas reales. La devastación humana era imponente. En ocasiones Gurney tenía un sueño, siempre el mismo, con una imagen de campos de concentración. Una excavadora empujaba cadáveres esqueléticos hasta una amplia zanja. Los empujaba como maniquíes, como escombros.
Miró a esa joven de expresión intensa y ojos oscuros, que todavía se aferraba a su taza caliente, que se inclinaba hacia ella. Su cabello brillante le ocultaba la mayor parte del rostro.
Luego miró a Madeleine con expresión inquisitiva.
Su mujer se encogió ligeramente de hombros, con un atisbo de sonrisa. Gurney sintió aquel gesto como un empujoncito.
Miró a Kim de nuevo.
– Muy bien. Volvamos a la cuestión básica: ¿cómo puedo ayudarte?
4
Kim quiso que Gurney la siguiera hasta su apartamento de Siracusa, donde guardaba todo lo relacionado con su proyecto. De esa manera, él podría verlo de primera mano: la correspondencia que había mantenido con gente a la que podía entrevistar, las dos entrevistas iniciales que había realizado y que había presentado como parte de su propuesta, sus planes para entrevistas futuras, su contrato con Rudy Getz en RAM TV, el esquema general y la copia promocional que estaba preparando para la serie. Podría verlo todo, formarse una idea, decirle lo que le parecía auténtico y lo que no.
Gurney tenía tan pocas ganas de conducir hasta Siracusa como las que había tenido de realizar cualquier otra actividad en los últimos meses. No obstante, le pareció la manera más rápida de librarse de cualquier obligación que sintiera hacia Connie Clarke. Iría, miraría, comentaría. Deber cumplido. «Enorme favor» hecho. Luego volvería a su cueva.
Según los mapas que había mirado en Google y que había imprimido por si se separaban, el recorrido era de una hora y cuarenta y nueve minutos desde Walnut Crossing; pero casi no había tráfico en las dos carreteras interestatales que componían la mayor parte del trayecto, y el pequeño Miata que llevaba delante rara vez descendía a una velocidad cercana al límite.
De haber estado de mejor humor, habría disfrutado del trayecto, que le llevaba a través de un paisaje ondulado de bosques y praderas, rápidos arroyos, campos agrícolas con tierra negra recién arada para la siembra de primavera, los emblemáticos silos y graneros rojos. Sin embargo, dado su estado de ánimo, esos paisajes bucólicos se reducían a una extensión húmeda, fangosa: un páramo que simbolizaba el mal tiempo y la decadencia de la agricultura.
Lo primero que vio en los alrededores de Siracusa reforzó sus pensamientos funestos. Recordó haber leído en algún sitio que la ciudad se alzaba a los pies del lago Onondaga, cuya fama surgía de haber sido uno de los lagos más contaminados de Estados Unidos: una masa de agua en torno a la cual a pocas personas sensatas les gustaría vivir, navegar o pescar. Eso hizo aflorar un recuerdo de su infancia en el Bronx, un recuerdo de Eastchester Bay y su turbio canal de navegación, constantemente removido por barcazas y remolcadores. La bahía era una extensión aceitosa del estrecho de Long Island, donde no parecía que viviera nada salvo algas sucias y horribles cangrejos marrones (bichos blindados, incomibles, primigenios, escurridizos); de solo pensarlo todavía se le erizaba el vello de los brazos.
Gurney siguió el Miata de Kim cuando este se desvió de la interestatal hacia un barrio que tenía un aspecto decadente y donde al parecer no existía ninguna ordenanza urbanística. Pasó por delante de una secuencia caprichosa de pequeñas viviendas unifamiliares, espaciosas casas antiguas ahora fracturadas en diversos apartamentos, tiendas abiertas las veinticuatro horas venidas a menos, edificios comerciales deprimentes y espacios abiertos desolados rodeados de vallas de tela metálica.
A la altura de un puesto de comida para llevar -Onondaga Princes of Pizza-, el Miata giró en una pequeña calle lateral. Se detuvo frente a una casa como la de Archie Bunker. Estaba separada por estrechos senderos que conducían a residencias idénticas a cada lado. Un trozo de terreno desigual delante -no mucho más grande que una tumba doble- parecía necesitar con urgencia que alguien le pusiera flores o plantara hierba. Gurney aparcó detrás de Kim y observó mientras ella salía del pequeño vehículo, lo cerraba y verificaba las dos puertas. La joven levantó la cabeza y miró al sendero que llevaba hacia la casa. A Gurney le pareció que lo hacía con recelo. Cuando se acercó, Kim le ofreció una sonrisa nerviosa.
– ¿Pasa algo? -preguntó él.
– No, parece… que está todo en orden.
La chica subió los tres escalones que conducían a la puerta principal, que no estaba cerrada con llave. Daba acceso a un vestíbulo pequeño con dos puertas más. La de la derecha tenía dos cerraduras de buen aspecto, que Kim abrió con sendas llaves. Antes de girar el pomo, le dio un par de tirones fuertes.
Daba a un pasillo. Ella le hizo pasar a la primera habitación de la derecha, una pequeña sala de estar amueblada en IKEA con lo esenciaclass="underline" un sofá cama, una mesita de café, dos sillones bajos de madera con cojines sueltos, dos lámparas de pie minimalistas, una estantería, un archivador metálico de dos cajones y una mesa que se utilizaba como escritorio con una silla de respaldo recto detrás de ella. El suelo estaba cubierto por una alfombra de tono terroso.
Gurney sonrió con curiosidad.
– ¿Qué es lo que has hecho con el pomo de la puerta?
– Un par de veces se me quedó en la mano.
– ¿Quieres decir que lo aflojaron a propósito?
– Oh, sí, lo aflojaron a propósito. Dos veces. La primera vez, la policía echó un vistazo, pero dijeron que debía de ser una broma que alguien me había gastado. La segunda vez, ni siquiera se molestaron en enviar a nadie. Al policía que contestó al teléfono le pareció divertido.