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– Sabemos que es muy precavido, desprecia el riesgo. Y ese sendero está demasiado expuesto. Cualquier vehículo, sobre todo uno del tamaño de un Hummer, podría haberse dejado el parachoques trasero en la carretera. Demasiado llamativo, demasiado identificable. Un policía local que pasara podría fijarse en un coche desconocido como ese, podría detenerse a revisarlo, podría verificar el número de matrícula.

Bullard torció el gesto.

– Ya, pero el hecho es que Ruth Blum está muerta. Si el asesino vino en un vehículo, tuvo que aparcar en alguna parte. ¿Qué está diciendo? ¿Dónde aparcó? ¿En el arcén? Eso sería aún más expuesto.

– Me inclino por el taller.

– ¿Qué?

– A ochocientos metros, por la carretera estatal, en dirección a Ithaca, hay un taller. Hay varios coches y camiones en una pequeña zona de aparcamiento descuidada al lado del taller, esperando a que los arreglen o a que los recojan. Es el único sitio del barrio donde un vehículo extraño no levantaría suspicacia alguna, pasaría desapercibido. Si yo fuera a matar a alguien en esta casa en medio de la noche, aparcaría allí y luego caminaría el resto del trayecto por esa zanja profunda que hay al lado de la carretera. Así evitaría que pudieran verme los otros conductores que pasaran por el camino.

Bullard bajó la mirada al tablero de la mesa, como si estuviera jugando al Scrabble e intentara hallar la palabra adecuada. Hizo una mueca.

– En teoría, eso podría tener sentido. El problema es que su mensaje en Facebook se refiere específicamente a un vehículo aparcando en…

– Quiere decir «el» mensaje en Facebook.

– No entiendo qué…

– Está suponiendo que fue ella quien lo escribió.

– Era su cuenta, su página, su ordenador, su contraseña.

– ¿El asesino no podría haberle sacado la contraseña antes de matarla, haber abierto la página y haber escrito el mensaje?

Bullard volvió a observar la mesa. Negó con la cabeza.

– Es posible. Pero como sucede con su teoría del taller, no se basa en prueba alguna.

Gurney sonrió ante la oportunidad que se le abría.

– Después de que sus chicos con trajes blancos confirmen que el suelo en la rendija del final del sendero no se ha tocado, pídales que hagan una visita al taller. Sería interesante ver si pueden encontrar un juego de huellas de neumático nuevas que no coincidan con ninguno de los vehículos de allí.

– Pero… ¿por qué el asesino iba a tomarse el tiempo y las molestias de dejar un mensaje así en Facebook?

– Arena en los ojos. Un giro en el laberinto. Es muy bueno en eso.

Algo en la expresión de Bullard le dijo que cada vez estaba más predispuesta a escucharle.

– ¿Cuánto sabe del caso original? -preguntó Gurney.

– No tanto como necesitaría -admitió Bullard-. Alguien de la oficina de campo del FBI viene para hacerme un resumen. Por cierto, necesitaré su dirección, su correo electrónico, los números de teléfono donde puedo localizarlo veinticuatro horas al día. ¿Algún problema?

– Ninguno.

– Le daré mi mail y mi número de móvil. Supongo que me informará sobre las cosas relevantes de las que se entere.

– Encantado.

– De acuerdo. Me he quedado sin tiempo. Ya hablaremos.

Cuando Gurney salió de la casa, el helicóptero continuaba volando ruidosamente, en círculos. La corriente de aire que generaba desprendía las pocas hojas marchitas que todavía se aferraban a las ramas más altas de los árboles; caían en un remolino. Antes de llegar a su coche, la periodista de cabello sedoso y que iba muy maquillada lo interceptó con un micrófono en la mano y un cámara detrás.

– Soy Jill McCoy, Eye on the News, Siracusa -dijo la mujer; su rostro reflejaba la típica excitada curiosidad del reportero-. Me han dicho que es usted el detective Dave Gurney, el hombre al que la revista New York llamó «superpoli». Dave, ¿es cierto que el Buen Pastor, el asesino en serie de tan infausta memoria, ha atacado otra vez?

– Disculpe -dijo Gurney, abriéndose paso a su lado.

La periodista extendió el micrófono hacia él, gritando una retahíla de preguntas a su espalda mientras Gurney abría la puerta de su coche, entraba, cerraba y arrancaba el motor.

– ¿La mataron por su aparición en televisión? ¿Por algo que dijo? ¿Este horrible caso es demasiado grande para nuestra policía local? ¿Por eso lo han llamado a usted? ¿Cuál es su participación? ¿Es cierto que tiene un problema con el FBI? ¿Cuál es la causa de ese problema, detective Gurney?

Al salir de su plaza de aparcamiento tenía la cámara de vídeo a solo unos centímetros de su ventana lateral. El agente de tráfico no estaba haciendo nada para solventar el problema. De hecho, parecía completamente absorto en una conversación que mantenía con un recién llegado a la escena. Al salir a la carretera estatal, Gurney atisbó al hombre: fornido, de cabello negro, sin sonrisa. Eso bastó para que lo reconociera.

Era Daker.

32

El multiplicador

Cuando Gurney dobló la primera curva de la carretera, el taller apareció ante sus ojos. Redujo la velocidad al pasar, fijándose en el edificio de cemento: LAKESIDE COLLISION. La zona de aparcamiento que rodeaba el taller era un collage decrépito de macadán, hojas muertas y tierra. Seguía convencido de que era un lugar perfecto para aparcar un coche sin llamar la atención.

A medio camino de Walnut Crossing, pasó ante un cartel de Verizon, la compañía telefónica, y eso le recordó que había apagado su teléfono al sentarse a la mesa de la cocina con Bullard. Volvió a encenderlo para ver si tenía mensajes: siete. Antes de que pudiera escucharlos, recibió otra llamada.

Gurney apretó el botón de contestar.

Era Kyle, parecía agitado.

– Llevamos una hora tratando de localizarte.

– ¿Qué pasa?

– Kim está asustadísima. Ha estado intentando contactar contigo. Ya te ha dejado tres mensajes.

– ¿Es sobre Ruth Blum?

– Sobre todo por eso. Pero también sobre la emisión ayer de Los huérfanos del crimen. No le gustó nada la forma en que lo montaron, lo que cortaron ni lo que añadieron, sobre todo esos dos capullos. Está muy disgustada.

– ¿Dónde está?

– En el cuarto de baño, llorando. Otra vez. No, espera. Me parece que ha abierto la puerta. Espera.

Gurney oyó que Kim le preguntaba a Kyle con quién estaba hablando. «Con mi padre», le respondió su hijo. La chica gimoteó y se sonó la nariz. El sonido del teléfono pasó de uno a otro. Voces apagadas. Más ruido de sonarse la nariz y aclararse la garganta.

Finalmente Kim estaba al teléfono.

– ¿Dave?

– Dime.

– Esto es una pesadilla. No puedo creer lo que está pasando. Quiero irme a dormir, despertarme otra vez y descubrir que nada de esto es real.

– Espero que no te estés culpando por lo que le ha ocurrido a Ruth.

– ¡Por supuesto que sí!

– Tú no eres responsable de…

Kim lo interrumpió, levantando la voz.

– ¡No estaría muerta si yo no la hubiera convencido de participar en este estúpido programa!

– No eres responsable de su muerte y tampoco lo eres de lo que RAM hizo con tu entrevista o con la forma en que la presentaron o…

– Cortaron mi entrevista por la mitad y la envolvieron con un montón de sandeces pomposas de esos supuestos expertos. -Pronunció la última palabra como si estuviera escupiendo-. Oh, Dios, solo quiero desaparecer. Quiero borrarlo todo. Borrar todo lo que ha matado a Ruthie.

– La mató un asesino.

– Pero no habría ocurrido si…

– Escúchame, Kim. Un asesino mató a Ruth Blum. Un asesino con su propia agenda. Probablemente el mismo asesino que mató a su marido hace diez años.

Ella no dijo nada. Gurney podía oír su respiración. Lenta y temblorosa. Cuando la chica volvió a hablar, su histeria se había tornado puro dolor.