– ¿Sabes quién es? -preguntó.
– El ex de Kim.
Ella asintió con expresión adusta, como si la idea ya se le hubiera ocurrido.
– Parece que sabe que hay alguna clase de relación entre Kim y Kyle. ¿Cómo iba a saber eso?
– A lo mejor los vio juntos.
– ¿Dónde?
– ¿Tal vez en Siracusa?
– ¿Cómo podía saber que Kyle era tu hijo?
– Si es él quien pinchó su apartamento, sabe mucho.
Madeleine cruzó los brazos con fuerza.
– ¿Crees que los siguió hasta aquí?
– Posiblemente.
– Entonces también podría haberlos seguido ayer hasta el apartamento de Kyle…
– Seguir a alguien entre el tráfico de la ciudad no es tan sencillo como parece, sobre todo para alguien que no esté acostumbrado a conducir en Manhattan. Es muy fácil quedarse atrás, con tantos semáforos.
– Parecía motivado.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que parece que te odia de verdad.
34
Habían cenado pronto: salmón, guisantes y arroz con salsa de pimiento dulce. Mientras acababan de cenar, hablaron de la reunión a la que Madeleine iba a asistir en la clínica. Debían seguir tratando el suicidio de uno de los pacientes y los procedimientos en marcha para identificar señales de peligro. Madeleine estaba visiblemente nerviosa y preocupada.
– Con ese horrible mensaje de teléfono y el resto de lo que ha pasado hoy, he olvidado decirte que ha venido la tasadora del seguro.
– ¿Ha venido a examinar el granero?
– Y a hacer preguntas.
– ¿Como Kramden?
– Ha cubierto el mismo terreno. Lista de contenidos, quién hizo qué y cuándo, detalles de cualquier otra póliza de seguros que tengamos, etcétera.
– Supongo que le has dado copias de las mismas cosas que le dimos a Kramden.
– Quería recibos de compra de la bicicleta y de los kayaks.
– Había tristeza y rabia en la voz de Madeleine-. ¿Tienes idea de dónde están?
Dave negó con la cabeza.
Ella hizo una pausa.
– Le he preguntado cuándo podríamos demolerlo.
– ¿La parte del granero que sigue en pie?
– Ha dicho que la compañía nos lo comunicará.
– ¿Ninguna pista de cuándo?
– No. Necesitan permiso por escrito de la brigada de incendios antes de dar el visto bueno. -Cerró los puños-. No puedo soportar verlo.
Gurney se la quedó mirando.
– ¿Estás enfadada conmigo?
– Estoy enfadada con el cabrón que destruyó nuestro granero. Estoy cabreada con el loco que dejó ese mensaje desagradable en nuestro teléfono.
La rabia creó un silencio entre ellos, que duró hasta que Madeleine se marchó a la clínica. En el ínterin, Dave pensó en cosas que podría decir y luego en razones para no decirlas.
Después de observar el coche de su mujer bajando por el sendero del prado, llevó los platos sucios al fregadero, echó un poco de lavavajillas y abrió el grifo del agua caliente.
El teléfono móvil sonó en su bolsillo.
La identificación decía G. B. BULLARD.
– ¿Señor Gurney?
– Sí.
– Quiero contarle algo concerniente a lo que ha planteado hoy.
– ¿Sí?
– ¿La cuestión de las huellas de los neumáticos…?
– ¿Sí?
– Quería que supiera que hemos encontrado un conjunto de huellas, donde sugirió que podrían estar, en el taller de coches.
– ¿Indicaban que hubo un coche aparcado en un sitio que el dueño del taller dice que no estaba ocupado?
– Esencialmente es correcto, aunque el dueño no está del todo seguro de eso.
– ¿Y la franja de tierra en el sendero de entrada de Ruth Blum?
– Nada concluyente.
– ¿Significa que no hay suficiente superficie de tierra para estar seguros, pero que no hay pruebas positivas de que ningún vehículo entrara o saliera?
– Exacto.
Gurney sentía cada vez más curiosidad sobre el propósito de la llamada de Bullard. No era común que un agente investigador ofreciera un informe de progreso fuera de la cadena de mando inmediata y mucho menos fuera del departamento.
– Pero hay una pequeña vuelta de tuerca -continuó ella-. Me gustaría conocer su opinión. Nuestra investigación puerta a puerta dio como resultado dos informes de testigos que vieron un Humvee en la zona ayer por la tarde. Un testigo insiste en que era el modelo militar original, no la versión posterior de General Motors. Ambos lo vieron ir y venir dos o tres veces en un tramo de carretera que incluía la residencia de Blum.
– ¿Está pensando que alguien estaba vigilando la zona?
– Posiblemente, pero, como he dicho, hay una vuelta de tuerca. Según las huellas del neumático, el vehículo que estaba aparcado anoche en el taller no era un Humvee. -Hizo una pausa-. ¿Alguna idea sobre eso?
Se le ocurrieron dos escenarios.
– El asesino podría tener un ayudante… O… -Gurney vaciló sopesando hasta qué punto era posible la segunda opción que se le había ocurrido.
– ¿O qué? -lo instó Bullard.
– Bueno, supongamos que tengo razón y el mensaje de Facebook lo publicó el asesino, no la víctima. En él se hace referencia a alguna clase de vehículo militar. Puede que pretendiera que nos quedáramos con la idea del Humvee. Y quizá condujo arriba y abajo un vehículo como ese precisamente para que alguien reparara en él, para que luego lo notificara, para convencernos de que ese era el vehículo del asesino.
– ¿Por qué complicarse tanto la vida? De todos modos, iba a aparcar un coche diferente donde nadie pudiera verlo.
– Quizá con lo del Humvee quería llevarnos a alguna parte.
Tal vez hasta Max Clinter, pero ¿por qué?
Bullard se quedó en silencio tanto tiempo que Gurney estaba a punto de preguntar si había colgado.
– Esto le interesa de verdad, ¿no? -dijo finalmente.
– He tratado de dejarlo claro antes.
– Vale, voy a ir al grano. Tengo una reunión mañana por la mañana con Matt Trout para discutir el caso y las cuestiones jurisdiccionales. ¿Le gustaría venir?
Gurney se quedó momentáneamente sin habla. La invitación no tenía sentido. O quizá sí.
– ¿Conoce bien al agente Daker? -preguntó él.
– Lo he conocido hoy. -Había tensión en la voz de Bullard-. ¿Por qué lo pregunta?
La reacción de la teniente animó a Gurney a arriesgarse.
– Porque creo que él y su jefe son unos cabrones arrogantes y controladores.
– Tengo la impresión de que ellos le tienen el mismo cariño.
– No esperaba menos. ¿Daker le ha explicado el caso original?
– Al parecer, eso es lo que pretendía. Lo cierto es que acabó soltando un montón de datos sin ton ni son.
– Es probable que quieran abrumarla, para que el caso le parezca tan enrevesadamente complicado que acabe por ceder la jurisdicción sin discutir.
– Ya…, pero lo cierto es que me gusta la confrontación, me cuesta mucho alejarme cuando preveo pelea. Y, por encima de todo, no me gusta que me subestimen los…, ¿cómo los ha llamado?, cabrones arrogantes y controladores. No sé por qué le estoy diciendo esto. La verdad es que no lo conozco de nada… Debo de estar un poco loca.
Sin embargo, Gurney intuyó que Bullard sabía exactamente lo que se traía entre manos.
– Sabe que Trout y Daker no me soportan -dijo-. ¿Eso no basta para tranquilizarla?
– Supongo que tendrá que bastar. ¿Sabe dónde está nuestra comisaría central en Sasparilla?
– Sí.
– ¿Puede estar allí mañana a las 9.45?
– Sí.
– Bien. Le esperaré en el aparcamiento. Una última cosa: nuestra gente del laboratorio examinó más a conciencia el teclado del ordenador de la víctima. Descubrieron algo. Sus huellas dactilares…
– Déjeme adivinarlo -intervino Gurney-: las huellas dactilares que había sobre las teclas necesarias para escribir el mensaje de Facebook estaban ligeramente borrosas, no como sobre las otras teclas. Y sus técnicos de laboratorio no descartan que alguien hubiera podido pulsar las teclas con guantes de látex.