Era idéntico.
– ¿Qué deberíamos hacer? -preguntó Kim-. ¿Llamamos a la policía?
Gurney le dijo que había recibido el mismo mensaje y que dentro de poco iba a asistir a una reunión con una agente de la policía estatal y con gente del FBI. Él les informaría de la nota.
– ¿A quién va dirigido el sobre? -preguntó él.
– Eso es lo que da más miedo. -Le temblaba la voz-. El sobre exterior estaba dirigido a Kyle, venía la dirección de su apartamento. Después, dentro, había un segundo sobre con mi nombre. Eso implica que el Buen Pastor sabe dónde estoy, sabe que estamos juntos. ¿Cómo puede saberlo?
Después de oír el mensaje que Meese había dejado en su contestador, Madeleine se había preguntado lo mismo. Gurney había descartado la idea de que les hubiera seguido, pero ahora ya no estaba tan seguro.
– ¿Cómo podía saberlo? -repitió Kim, subiendo la voz.
– Puede que no supiera que estáis juntos. Puede que simplemente creyera que Kyle tendría una forma de contactar contigo, de hacerte llegar el mensaje.
Él mismo se dio cuenta de que aquella teoría no tenía sentido, pero tal vez ayudara a calmar a Kim.
Al parecer no funcionó.
– El correo urgente significa que quería que lo recibiera esta mañana. Y usó nuestros dos nombres. Así que tenía que saber que estamos los dos aquí.
Esa lógica no era perfecta, pero Gurney no iba a discutir con ella. Por un momento consideró la posibilidad de involucrar en el caso al Departamento de Policía de Nueva York, aunque solo fuera para que un agente de uniforme los visitara; así crearía cierta ilusión de que estaban protegidos. Sin embargo, no traería más que confusión, y la necesidad de dar explicaciones. No había una amenaza directa sobre ellos; implicar al Departamento de Policía de Nueva York probablemente empezaría con una discusión y terminaría con un embrollo.
– Te diré lo que quiero que hagáis. Quiero que os quedéis en el apartamento, los dos. Aseguraos de que la puerta está bien cerrada. No abráis a nadie. Os telefonearé otra vez después de mi reunión. Entre tanto, si hay alguna amenaza tangible o alguien se pone en contacto con vosotros, llamadme de inmediato. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Ahora deja que te pregunte otra cosa: ¿tienes acceso a la grabación de tu entrevista con Jimi Brewster?
– Sí, claro. Tengo una copia en mi iPod.
– ¿Lo tienes ahí?
– Sí.
– ¿En un formato que puedas enviarme por correo electrónico?
– Depende de la capacidad que admita tu servidor de correo. Bajaré la resolución para reducir el tamaño del archivo. No debería haber problema.
– Bien, mientras sepa lo que estoy mirando.
– ¿Quieres que te lo mande ahora mismo?
– Por favor.
– ¿Puedo preguntarte por qué?
– El nombre de Jimi Brewster ha surgido en otro contexto, en una conversación que he tenido con Max Clinter. Me gustaría saber quién es exactamente.
Cuando Gurney colgó, estaba entrando en el aparcamiento de la comisaría central de la Policía del Estado de Nueva York. Pasó ante una fila de coches patrulla y aparcó al lado de un BWW 640i plateado.
Que un simple funcionario tuviera un ostentoso vehículo de ochenta y cinco mil dólares no tenía mucho sentido, pero sí lo tenía si su dueña era una asesora de altos vuelos que se estaba comiendo el mundo. Hasta entonces no se le había ocurrido que Rebecca Holdenfield podría asistir a la reunión, pero en ese momento incluso habría apostado dinero por ello. Aquel coche le venía como anillo al dedo.
Gurney miró el reloj. Llegaba cinco minutos pronto. Decidió devolverle la llamada a Connie Clarke, así tendría una excusa perfecta para cortar la conversación al cabo de cinco minutos: una reunión. Cuando estaba buscando su número, un Crown Victoria negro de la Policía del Estado de Nueva York que conducía Andy Clegg aparcó a su lado. Bullard iba en el asiento del acompañante.
La mujer le hizo un gesto a Gurney para que se uniera a ellos, señalando el gran asiento de atrás del sedán. Dave hizo lo que le pidieron. Llevaba consigo el sobre urgente.
Bullard empezó a hablar como quien había pensado cuidadosamente lo que quería decir:
– Buenos días, Dave. Gracias por venir con tan poco margen de aviso. Antes de que entremos, quiero que sea consciente de mi posición. Como sabe, la unidad de Auburn del DIC está investigando el asesinato de Ruth Blum. El asesinato podría estar relacionado, o no, con el caso del Buen Pastor. Podríamos estar tratando con la misma persona, con un imitador o con una tercera opción aún no definida.
Para Gurney no existía posibilidad de una tercera opción, pero comprendía que Bullard quisiera establecer la hipótesis más amplia posible para retener el control de la investigación.
– Creo -continuó Bullard- que hay una teoría establecida del caso original y que usted ha estado cuestionándola. Por mi parte, acudo a la reunión sin ideas preconcebidas. No tengo ningún interés previo en ninguna versión. Tampoco me interesan ciertas peleas infantiles condicionadas por el ego. Solo me interesan los hechos. Siento devoción por ellos. Le he pedido que se una a nosotros porque me parece que podría compartir esta devoción. ¿Alguna pregunta?
Todo parecía tan directo como la voz clara e imperiosa de Bullard. Sin embargo, Gurney sabía que había algo más. Estaba convencido de que lo había invitado porque Bullard había descubierto, probablemente a través de Daker, que había cabreado a Trout, lo que implicaba que su papel oculto consistiría en complicar la química de la reunión y mantener a Trout en una posición algo débil. En pocas palabras, estaba allí como un comodín en manos de Bullard.
– ¿Alguna pregunta? -repitió.
– Solo una. Supongo que Daker le mostró el perfil que hizo el FBI del Buen Pastor.
– Sí.
– ¿Qué opina de él?
– No estoy segura.
– Bien.
– ¿Perdón?
– Es señal de que tiene una mente abierta. Ahora, antes de que entremos, le he traído una pequeña bomba. -Abrió el sobre urgente que tenía en su regazo, luego el sobre interior y sacó el mensaje-. Me lo han entregado esta mañana. Yo ya lo he tocado, pero sería mejor que no lo tocara nadie más.
Bullard y Clegg se volvieron un poco más en sus asientos. Gurney leyó el mensaje en voz alta, despacio. Le sorprendió otra vez por su elegancia, sobre todo la conclusión: «Con los demonios en los púlpitos y con los ángeles olvidados, corresponde al honrado castigar aquello que la locura del mundo recompensa». Una expresión elegante para expresar una emoción, pero carente de todo sentimiento.
Cuando terminó, se volvió y sostuvo la carta para que Bullard y Clegg la leyeran por sí mismos.
Bullard parecía conmocionada.
– ¿Es el original? -preguntó.
– Uno de los dos originales de los que tengo noticia. El otro lo ha recibido Kim Corazon.
La teniente parpadeó varias veces. La mente le iba a mil por hora.
– Haremos media docena de copias cuando entremos, luego etiquetaremos el original y lo enviaremos en un sobre de pruebas a Albany. -Clavó la mirada en Gurney-. ¿Por qué a usted?
– ¿Porque estoy ayudando a Kim Corazon? ¿Porque quiere que pare?
Más parpadeos. Miró a Clegg.
– Hay que alertar a la gente aludida en este mensaje. A todos los que podamos identificar que encajen en su definición del enemigo. -Miró a Gurney-. Levántela otra vez para que pueda leerla. -Examinó de nuevo el texto-. Da la impresión de que podría estar amenazando a todos los familiares de las víctimas originales, sus hijos y las familias de sus hijos. Necesitamos nombres, direcciones, números de teléfono, deprisa. ¿Quién tendría todo ese material? -Miró a Clegg.
– Había alguna información de localización y contacto en los archivos que nos mostró Daker, pero la cuestión es si está actualizada.