– Vale, le escucho. ¿Qué más?
– Una conexión. Algún vínculo anterior entre las víctimas.
– ¿Además de lo del Mercedes?
– Exacto.
Bullard parecía escéptica.
– El problema con eso es que haría que los coches fueran algo secundario. Se convertirían en una coincidencia…, una coincidencia enorme, ¿no le parece?
Aquella objeción ya se la había planteado Jack Hardwick. Gurney no tuvo respuesta entonces y seguía sin tenerla ahora.
– ¿Qué más? -preguntó Bullard.
– Investigar profunda e individualmente cada uno de los casos.
– ¿Qué quiere decir?
– Una vez que el patrón de asesinato en serie se aceptó como evidente, se enfocó la investigación en ese sentido.
– Por supuesto que sí. ¿Cómo…?
– Solo estoy haciendo una lista de caminos no explorados. No estoy diciendo que tuvieran que ser explorados, solo que no lo fueron.
– Deme un ejemplo.
– Si los asesinatos se hubieran investigado como crímenes individuales, el proceso habría sido completamente diferente. Sabe tan bien como yo lo que ocurriría en cualquier caso de asesinato premeditado en el que no hubiera un motivo claro, obvio. Se empezaría por investigar la vida y las relaciones de la víctima: amigos, amantes, enemigos, conexiones criminales, antecedentes, malos hábitos, malos matrimonios, divorcios desagradables, conflictos profesionales, testamentos, deudas, presiones y oportunidades económicas. En otras palabras, habríamos hurgado en la vida de la víctima buscando todo lo que pudiera tener cierto interés, por mínimo que fuera. Sin embargo, en este caso…
– Sí, sí, por supuesto, en este caso no ocurrió nada de eso. Si alguien iba por ahí disparando al azar por las ventanillas de los Mercedes en medio de la noche, nadie iba a ponerse a perder tiempo y dinero comprobando los problemas personales de cada víctima.
– Obviamente. Un patrón psicopatológico, sobre todo con un desencadenante simple como un coche negro brillante, hace que encontrar al psicópata culpable se convierta en el único foco. Las víctimas son solo componentes genéricos del patrón.
La mujer le dedicó una mirada dura.
– Dígame que no está sugiriendo que los asesinatos del Buen Pastor tenían seis motivos diferentes que surgían de las vidas individuales de las seis víctimas.
– Sería absurdo, ¿no?
– Sí. Igual de absurdo que la idea de que seis coches similares sean una coincidencia.
– No puedo discutir con usted sobre eso.
– De acuerdo, entonces. Hasta ahí los caminos no seguidos. Hace un rato ha mencionado el factor tiempo como una de las cuestiones que le inquietan por las noches. ¿Algo en concreto sobre eso?
– Nada específico ahora mismo. En ocasiones un examen detallado de cuándo ocurrió algo puede llevarnos a comprender por qué sucedió. Por cierto, su referencia a mis noches inquietas me ha recordado algo que quería decirle: resulta que Paul Villani, hijo de Bruno Villani y que participa en el proyecto de Kim, tiene registrada una Desert Eagle.
– ¿Cuándo la consiguió?
– No tengo acceso a esa información.
– ¿En serio? -Bullard hizo una pausa-. Creo que el agente Trout tiene interés en averiguar cómo ha conseguido cierta información.
– Lo sé. Está perdiendo el tiempo, pero gracias por mencionarlo.
– También está interesado en su granero.
– ¿Cómo sabe eso?
– Daker me contó que su granero ardió en circunstancias sospechosas, que un investigador de incendios encontró su bidón de gasolina escondido en algún sitio y que debería ser muy cauta al tratar con usted.
– ¿Y qué le dice eso?
– Que no les cae muy bien.
– ¡Menuda revelación!
– Matthew Trout puede llegar a ser muy mal enemigo.
– Todo el mundo tiene su bestia negra.
Bullard asintió, casi sonrió.
Acto seguido cogió el teléfono.
– ¿Andy? Necesito cierta información sobre un permiso de armas… Paul Villani… Sí, el mismo… Una Desert Eagle… Me han dicho que tiene una, pero la gran pregunta es desde cuándo… La fecha del permiso original… Exacto… Gracias.
Comieron en silencio durante un rato. Se terminaron los antipasti y la mayor parte de la pizza, mientras una serie de anuncios de programas de realities de RAM destellaban en las tres pantallas de televisión del restaurante.
Un programa se llamaba Montaña rusa: al parecer, era un concurso en el que cuatro hombres y cuatro mujeres competían entre sí para ganar o perder el mayor número de kilos -o ganarlos primero y perderlos después- en un periodo de veintiséis semanas, durante las cuales los obligaban a permanecer constantemente en compañía unos de otros. El ganador de una edición anterior había pasado de 59 a 119 kilos, y luego otra vez a 58, con lo cual había ganado el bono de doblar el peso y el de reducirlo a la mitad.
Gurney se preguntó si su país tenía algo especial para que los medios se dejaran llevar todos por esa locura, o bien si todo el mundo había perdido el juicio. En ese momento le llegó un mensaje de texto de Kim: le había enviado por correo electrónico el archivo de vídeo de su conversación con Jimi Brewster.
Ver el nombre de Kim en el identificador de pantalla le recordó algo. Miró a Bullard, que estaba haciendo un gesto al camarero para que le trajera la cuenta.
– Supongo que querrá mandar al laboratorio de Albany la copia del mensaje que el Pastor envió a Kim. ¿Qué quiere que haga con él?
– ¿Dónde está ahora?
– En el apartamento de mi hijo, en Manhattan.
Bullard vaciló unos instantes, como si archivara ese dato para un examen posterior.
– Que lo lleve a la oficina de enlace de la policía del estado en la comisaría central del Departamento de Policía de Nueva York, en el número uno de Police Plaza. Cuando volvamos a la comisaría, daré las instrucciones necesarias para que llegue al laboratorio.
Gurney estaba a punto de guardarse el teléfono otra vez en el bolsillo cuando se le ocurrió que Bullard podría estar interesada en el vídeo de Brewster.
– Por cierto, teniente, hace un tiempo Kim entrevistó a Jimi Brewster, uno de los llamados huérfanos. Es el que…
Ella asintió.
– El que odiaba a su padre, el cirujano. Leí algo sobre él en la pila de información que Daker me echó encima.
– Exacto. Bueno, Kim acaba de mandarme una copia del vídeo de su entrevista con él. ¿Quiere verlo?
– Por supuesto. ¿Puede reenviármelo ahora mismo?
Cuando volvieron a la sala de conferencias, Trout, Daker y Holdenfield ya estaban sentados a la mesa. Aunque Gurney y Bullard llegaban solo un minuto tarde, Trout lanzó una mirada a su reloj.
– ¿Tiene que ir a algún otro sitio? -preguntó Gurney, cuyo tono desenfadado y su sonrisa insulsa apenas le protegieron de tanta hostilidad.
Trout prefirió no responder. Ni siquiera levantó la mirada. Se limitó a intentar sacarse con la uña una pizca de algo que se le había quedado entre los dientes.
En cuanto Bullard y Gurney ocuparon sus asientos, Clegg entró en la sala y puso una hoja de papel ante la teniente. Esta la examinó con un gesto de curiosidad.
– ¿Significa esto que habéis empezado a hacer las llamadas de advertencia?
– Llamadas iniciales para establecer contacto -explicó Clegg-, para saber rápidamente quién está localizable y quién no. Si podemos hablar con ellos, les decimos que dentro de una hora volveremos a llamarlos para ofrecerles información relacionada con el caso. Si nos sale el buzón de voz, les pedimos que nos devuelvan la llamada.
Bullard asintió, examinando de nuevo la hoja.
– Según esto se ha hablado directamente con la hermana de Ruth Blum, en ruta de Oregón a Aurora; con Larry Sterne, en Stone Ridge; y con Jimi Brewster, en Barkville. ¿Qué ocurre con el resto de la gente de la lista?