– Más o menos.
Madeleine cogió del hornillo una sartén en la cual había salteado espárragos y champiñones troceados, volcó el contenido sobre los fideos y puso la sartén en el fregadero.
– La confrontación que me estabas contando con ese tal Trout, ¿estás muy preocupado por eso?
– No estoy seguro.
– Suena a que es un capullo burócrata.
– Oh, de eso no cabe duda.
– ¿Te preocupa que pueda ser un capullo peligroso?
– Podría decirse así.
Madeleine llevó a la mesa la bandeja de fideos, espárragos y champiñones, y a continuación los platos y cubiertos.
– Esto es lo único que he cocinado esta noche. Si quieres que añada carne, quedan albóndigas en la nevera.
– Así está bien.
– Porque hay muchas albóndigas y…
– En serio, está bien. Perfecto. Por cierto, he olvidado mencionarlo; he hablado con Kyle y Kim para que vuelvan aquí durante un par de días.
– ¿Cuándo?
– Ahora. Desde esta noche.
– Me refiero a cuándo se lo has dicho.
– Los he llamado cuando estaba volviendo de Sasparilla. El hecho de que recibieran el mensaje en el correo significa que el que lo envió sabe dónde vive Kyle. Así que he pensado que sería más seguro…
Madeleine torció el gesto.
– El que lo envió también sabe dónde vivimos nosotros.
– Es solo que… Prefiero que estén aquí. La unión hace la fuerza.
Comieron en silencio durante varios minutos, hasta que Madeleine dejó el tenedor cuando aún le quedaba la mitad de la comida y empujó ligeramente el plato hacia el centro de la mesa.
Gurney la miró.
– ¿Pasa algo?
– ¿Pasa algo? -Madeleine lo miró con incredulidad-. ¿De verdad me has preguntado eso?
– No, quiero decir… Dios, no sé qué quiero decir.
– Parece que se ha abierto la caja de Pandora.
– Sí, supongo que sí.
– Así pues, ¿cuál es tu plan?
Madeleine le había hecho la misma pregunta después de que se quemara el granero. Ahora todo era más inquietante, pues la situación se había deteriorado muy rápidamente. Había personas muertas. Les habían clavado un picahielos en el corazón. Por otra parte, el FBI parecía más decidido a buscarle problemas al propio Gurney y a protegerse las espaldas que a descubrir la verdad. Holdenfield había menoscabado su posición con aquello de la «lesión cerebral traumática» y las «secuelas psicológicas», algo que Trout no había desaprovechado. Bullard podía ser una suerte de aliada, al menos en ese momento, pero sabía que esa alianza se evaporaría rápidamente si le convenía hacer las paces con Trout.
Y eso no era todo. Más allá de la maraña de detalles alarmantes y amenazas concretas, Gurney tenía la sensación de que el mal estaba avanzando, la sensación de que una fatalidad sin rostro descendía sobre él, sobre Kim, sobre Kyle, sobre Madeleine. No sabía quién era aquel diablo sobre cuyo peligro le había advertido la pequeña grabación del sótano, pero ya había despertado. Y Gurney solo tenía un plan: seguir estudiando las piezas del rompecabezas, continuar buscando la imagen oculta, seguir dando golpecitos en el castillo de naipes oficial hasta que este se derrumbara…, o hasta que sus defensores lograran apartarlo a él.
– No tengo ningún plan -dijo-, pero si tienes tiempo, hay algo que me gustaría que vieras conmigo.
Madeleine miró el reloj de péndulo de la pared.
– Tengo una hora, quizá menos. Tenemos otra reunión en la clínica. ¿Qué quieres que mire?
Fueron al estudio. Mientras descargaba el vídeo de Jimi Brewster que Kim le había enviado, le explicó lo poco que sabía del asunto.
Se acomodaron en sus sillas delante de la pantalla del ordenador.
El vídeo empezó con un fragmento que parecía grabado en invierno, desde el asiento del pasajero del coche de Kim. El vehículo se acercaba a un cartel de carretera situado sobre un montículo de nieve: anunciaba la entrada en Barkville, el virtualmente inexistente pueblo del norte de los Catskills donde Jimi Brewster recogía su correo.
Aquel hombre vivía en lo alto de la colina, lejos del inhóspito grupo de casas en ruinas y tiendas abandonadas que formaban el pueblo en sí. Al parecer, los únicos establecimientos en activo eran un bar con un ventanal sucio, una gasolinera de un solo surtidor y una oficina de correos situada en un edificio de bloques de hormigón del tamaño de un garaje para un solo coche.
El coche de Kim ascendió por un camino lleno de surcos, con nieve acumulada a ambos lados; más edificios ruinosos y árboles que parecían no solo desnudos de hojas, sino muertos desde hacía mucho. A Gurney le impactó que Barkville representara un entorno rural en las antípodas de Williams-town, donde había vivido el padre de Jimi, como si fuera el lado oscuro de la luna. Se preguntó si la distancia cultural y estética constituía una declaración de intenciones.
Esa idea fue ganando fuerza a medida que avanzaba el vídeo.
Por otro lado, ¿quién manejaba la cámara? Supuso que Robby Meese, lo que implicaba que aquella visita a Jimi Brewster se produjo antes de que Kim y él rompieran su relación.
El coche frenó cerca de una casa pequeña situada a la derecha. Todo aquel entorno agreste y la casa misma mostraban un decidido desinterés por las apariencias. Nada, desde los postes que aguantaban el techo combado sobre el porche inclinado hasta la puerta del escusado exterior, estaba dispuesto en ángulo recto respecto a ninguna otra cosa. Según la experiencia de Gurney, cierta asimetría, no guardar el viejo precepto de los noventa grados, solía asociarse con pobreza, incapacidad física, depresión o trastorno cognitivo.
El hombre que salió por la ruinosa puerta de la casa al porche era delgado, de aspecto nervioso y ojos vivaces. Vestía unos vaqueros negros. Llevaba el pelo corto y lucía una barba rala, ambos de un tono anaranjado, igual que su camiseta.
Teniendo en cuenta lo que decía su ficha sobre cuándo había ido a la universidad, debía de tener unos treinta y siete años, aunque aparentaba una década más joven. En su camiseta se podía leer el mensaje CONTRA TODO, lo que reforzaba su imagen juvenil.
– Pasen -dijo, con un gesto de impaciencia-. Ahí fuera hace un frío que pela.
La cámara lo siguió al interior. La parte de atrás de su camiseta proclamaba: A LA MIERDA LA AUTORIDAD.
El interior de la casa era tan poco acogedor como el exterior. Los muebles en la pequeña sala de estar eran minimalistas y de aspecto gastado, como de IKEA de segunda mano. Había un sofá descolorido apoyado en una pared y una mesita rectangular ajustada contra la opuesta, con una silla plegable en cada uno de sus lados.
Gurney vio una puerta cerrada a cada lado del sofá. Otra puerta en la parte de atrás de la sala proporcionaba el atisbo de una estrecha cocina. La luz procedía básicamente de una ventana amplia situada sobre la mesa.
Cuando la cámara hizo un barrido por el escaso espacio, se oyó la voz de Kim.
– Robby, apaga eso hasta que nos sentemos.
La cámara continuó funcionando, acercándose lentamente al hombre pelirrojo, que estaba cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro con energía nerviosa. Costaba saber si estaba sonriendo o haciendo una mueca.
– Robby, apaga la cámara, por favor.
A pesar del tono perentorio de Kim, la grabación continuó durante al menos diez segundos antes de fundirse a negro.
Cuando la imagen y el sonido se reanudaron, Kim y Jimi Brewster estaban sentados uno a cada lado de la mesa. El ángulo de la imagen y el encuadre sugerían que probablemente Meese manejaba la cámara desde algún punto del sofá.
– Muy bien -dijo Kim con la clase de entusiasmo que Gurney recordaba haber visto el día que la conoció-, vamos al grano. Quiero decirle otra vez, Jimi, lo mucho que aprecio que quiera participar en este proyecto documental. Por cierto, ¿prefiere que lo llame Jimi o señor Brewster?
Él negó con la cabeza en un pequeño movimiento sincopado.