Kim tenía los ojos como platos.
– ¿Te refieres a que los dos matan gente? ¿Crees que solo se trata de eso y que no importa el aspecto superficial del motivo?
A Gurney le sorprendió su energía, su intensidad. Le hizo sonreír.
– Unabomber dijo que estaba tratando de eliminar los efectos destructivos de la tecnología en el mundo. El Buen Pastor, si no recuerdo mal, dijo que estaba tratando de acabar con los efectos destructivos de la codicia. Y, aun así, a pesar de la aparente inteligencia en sus declaraciones escritas, ambos eligieron una ruta contraproducente para sus objetivos declarados. Matar gente nunca podía hacerles lograr lo que decían que querían conseguir. Solo hay una forma de que esa ruta tenga sentido.
En la cabeza de Kim las ideas parecían agolparse de un modo casi visible.
– Te refieres a que la ruta era realmente el objetivo.
– Exacto. Solemos verlo al revés: el medio y el fin. Las acciones de Unabomber y el Buen Pastor tienen perfecto sentido si partimos de la hipótesis de que el asesinato en sí era el objetivo real, la recompensa emocional, mientras que los llamados «manifiestos» eran las justificaciones que los permitían.
Kim pestañeó. Daba la impresión de que estaba tratando de calibrar las implicaciones que aquella idea podía tener para su proyecto.
– Pero ¿qué significaría eso… desde el punto de vista de la víctima?
– Desde el punto de vista de la víctima, no significaría nada. Para la víctima, el motivo es irrelevante. Sobre todo cuando no existe contacto personal anterior entre la víctima y el asesino. En una carretera oscura, desde un coche anónimo que pasa, una bala en la cabeza es una bala en la cabeza, al margen del motivo.
– ¿Y las familias?
– Ah, las familias. Bueno…
Gurney cerró los ojos, rememorando lentamente una conversación triste tras otra. Muchas conversaciones a lo largo de años, décadas. Padres. Esposas. Amantes. Hijos. Caras de estupefacción. Incredulidad ante la terrible noticia. Preguntas desesperadas. Gritos. Quejidos. Gemidos. Rabia. Acusaciones. Amenazas disparatadas. Puños golpeando las paredes. Miradas de borracho. Miradas vacías. Personas mayores gimoteando como niños. Un hombre tambaleándose hacia atrás como si le hubieran dado un puñetazo. Y lo peor de todo, los que no reaccionaban. Rostros pétreos, miradas sin vida. Sin comprender, sin habla, sin emoción. Dándose la vuelta, encendiendo un cigarrillo.
– Bueno… -continuó al cabo de un rato-, siempre he sentido que lo mejor es la verdad. Así que supongo que comprender un poco mejor por qué mataron a alguien al que querían podría ser preferible para los familiares que sobreviven. Pero, recuerda, no estoy diciendo que sepa por qué Unabomber o el Buen Pastor hicieron lo que hicieron. Probablemente ellos mismos desconocen la razón última de su comportamiento. Solo sé que no se trata de la razón que esgrimieron.
Kim lo miró por encima de la mesita de café. Parecía a punto de plantear otra pregunta; ya estaba empezando a abrir la boca, cuando un ligero golpe en algún lugar de la pared superior de la casa la detuvo. Se sentó rígida, escuchando.
– ¿Qué crees que ha sido eso? -preguntó después de unos segundos, señalando hacia la fuente del sonido.
– Ni idea. ¿Tal vez un golpe en una cañería de agua caliente?
– ¿Es así como sonaría?
Gurney se encogió de hombros.
– ¿Qué crees que es?
Cuando Kim no respondió, él preguntó:
– ¿Quién vive arriba?
– Nadie. Al menos, se supone que no vive nadie. Los desahuciaron, luego volvieron, la policía entró en el apartamento y los detuvo a todos, traficantes cabezotas. Aunque probablemente ya han salido. En fin, ¿quién demonios lo sabe? Esta ciudad es un asco.
– Entonces, ¿el piso de arriba está vacío?
– Sí, supuestamente. -Kim miró la mesita de café, centrándose en la caja de pizza abierta-. Uf, tiene un aspecto horrible. ¿La recaliento?
– Por mí, no.
Gurney estuvo a punto de decir que era hora de irse, pero se dio cuenta de que no llevaba mucho rato allí. Tenía esa tendencia inherente, y estaba empeorando en los últimos seis meses: deseaba reducir el tiempo que pasaba con otras personas.
Levantó la carpeta azul.
– No estoy seguro de que pueda revisar todo esto ahora mismo -dijo-. Parece muy detallado.
Como una nube pasajera en un día de sol, la expresión de decepción en Kim vino y se fue.
– ¿A lo mejor esta noche? Quiero decir que te lo puedes llevar y mirarlo cuando tengas tiempo.
La reacción de Kim casi lo «conmovió». Esa era la única palabra para definir cómo se sentía, la misma que se le había ocurrido antes, cuando ella le estaba hablando de cómo decidió cerrar el foco para reducir su documental a los asesinatos del Buen Pastor. Pensó que conocía la causa de esa sensación.
Se trataba del compromiso entusiasta de Kim, de su energía, su esperanza, su espíritu joven y decidido. Y el hecho de que estaba haciendo todo sola. Sola en una casa insegura, en un barrio desolado, perseguida por un acosador mezquino. Sospechaba que era esa combinación de determinación y vulnerabilidad lo que estaba removiendo su instinto paterno atrofiado.
– Le echaré un vistazo esta noche -dijo.
– Gracias.
De nuevo el ruido vibrante de un helicóptero emergió débilmente en la distancia; enseguida se oyó algo más fuerte, pasó y se desvaneció. Kim se aclaró la garganta con nerviosismo, juntó las manos en el regazo y habló con evidente dificultad.
– Hay algo que quería preguntarte. No sé por qué es tan difícil. -Negó con la cabeza con energía, como desaprobando su propia confusión.
– ¿Qué es?
Ella tragó saliva.
– ¿Puedo contratarte? ¿A lo mejor solo por un día?
– ¿Contratarme? ¿Para hacer qué?
– Ya sé que no me estoy explicando. Esto me da vergüenza, sé que no tendría que presionarte así, pero es muy importante para mí.
– ¿Qué quieres que haga?
– Mañana… ¿podrías venir conmigo? No tienes que hacer nada. La cuestión es que tengo dos reuniones mañana. Una es con un potencial entrevistado; la otra, con Rudy Getz. Lo único que quiero es que estés ahí, que me escuches, que los escuches, y después me cuentas qué te parece, cómo lo ves, no sé, solo… ¿No tiene sentido, verdad?
– ¿Dónde son esas reuniones?
– ¿Lo harás? ¿Vendrás conmigo? Oh, Dios, gracias, ¡gracias! De hecho, no son muy lejos de tu casa, bueno, no muy cerca, pero tampoco demasiado lejos. Una es en Barkville, con Jimi Brewster, el hijo de una de las víctimas. Y la casa de Rudy Getz está a unos quince kilómetros de aquí, en lo alto de una montaña con vistas al embalse Ashokan. Nos reuniremos primero con Brewster, a las diez. Podría pasar a recogerte alrededor de las ocho y media. ¿Te parece bien?
Gurney pensó en declinar la oferta y coger su propio coche. Pero tenía más sentido ir con Kim. Así podría hacerle algunas preguntas, para saber mejor dónde se estaba metiendo.
– Claro -dijo-. Está bien. -Ya casi lamentaba haberse implicado en todo aquello, pero, al mismo tiempo, se sentía incapaz de dejar a aquella chica en la estacada.
– Hay una partida de consulta en el presupuesto preliminar que preparé con RAM, así que puedo pagar setecientos cincuenta dólares por un día. Espero que sea suficiente.
Gurney estuvo a punto de decir que no tenía que pagarle, que no la ayudaba por eso, pero la chica se mostraba tan profesional que se vio incapaz de rechazar la oferta.
– Claro -dijo otra vez-. Está bien.
Al cabo de un rato, después de una conversación desganada sobre la vida de Kim en la universidad, sobre la decadencia de Siracusa (que se había convertido en una ciudad gris asolada por las drogas), sobre cómo el lago Onondaga había pasado de ser una masa de agua cristalina a una cloaca tóxica, Gurney se levantó de la silla y le dijo que se verían al día siguiente.