De hecho, era más probable que…
Se dirigió al lavadero, se puso la chaqueta y fue otra vez a la zona de aparcamiento.
Sacó las rampas de delante del Miata y las puso delante del Outback. Después de volver a la casa a buscar las llaves y la linterna que había olvidado, arrancó el motor y repitió el mismo proceso.
Casi esperaba encontrar un aparato localizador parecido. Revisó con cuidado los bajos del coche, pero nada. Abrió el capó y buscó en el compartimento del motor: nada. Siguió los cables de la batería: nada.
Después, colocó las rampas en la parte trasera del coche y lo hizo retroceder. De nuevo inspeccionó con su linterna, esta vez los bajos de la parte posterior.
Y allí estaba. Una segunda caja negra, ligeramente más grande que la primera. Llevaba una batería imantada en la parte superior de uno de los soportes del parachoques trasero. La marca y las especificaciones generales impresas en el lateral del aparato indicaban que era del mismo fabricante. Era igual que el que habían puesto en el coche de Kim, salvo por la fuente de alimentación.
La diferencia entra las dos, por otro lado, era obvia: el tiempo requerido para su instalación. Para armar la versión cableada se tardaría, por lo menos, media hora; mientras que la que llevaba batería se podía instalar en un momento. En condiciones normales, era preferible conectarlo a la batería del coche. Eso sugería que para quien lo había instalado había sido más sencillo acceder al coche de Kim que al Outback. Una vez más todo apuntaba a Meese.
Ya era más de medianoche, pero dormir estaba descartado. Cogió una libreta y un bolígrafo del escritorio del estudio y copió la información impresa en los localizadores para poder buscar sus parámetros de rendimiento en el sitio web del fabricante. Todos los localizadores GPS funcionaban más o menos del mismo modo: transmitían coordenadas de localización que, mediante el software apropiado, podían ser mostradas como un icono en un mapa en casi cualquier ordenador con conexión a Internet. Los diferentes precios tenían que ver con la precisión y con lo sofisticado que fuera el software. La tecnología se había vuelto muy barata, incluso a niveles de elevado rendimiento. De hecho, era accesible casi para cualquiera.
Cuando estaba saliendo de debajo del Miata por segunda vez esa noche, lo sobresaltó una suerte de vibración en la cadera derecha. En un primer momento, pensó que se trataba de algo causado por el dispositivo GPS. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que era su teléfono: lo había puesto en vibración para evitar despertar a nadie en la casa, por si Hardwick lo llamaba.
Al ponerse en pie, sacó el teléfono del bolsillo y vio el nombre de Hardwick en la pantalla.
– Qué rapidez -dijo Gurney.
– ¿Rapidez? ¿De qué coño estás hablando?
– Respuestas rápidas a mis preguntas.
– ¿Qué preguntas?
– Las que te he dejado en tu buzón de voz.
– No miro mi buzón de voz en plena noche. No te llamo por eso.
Gurney tuvo una pequeña premonición. O quizá simplemente es que empezaba a conocer bien los cambios de tono en la voz de Hardwick para reconocer el sonido de la muerte. Esperó el anuncio.
– Lila Sterne. La mujer del dentista. En el suelo, nada más entrar. Picahielos en el corazón. Tres más seis. En total, nueve asesinatos. Y no parece que haya acabado. Pensaba que te gustaría saberlo. Además, me he imaginado que ahora mismo nadie más se molestaría en contártelo.
– Cielos. Domingo, lunes, martes. Uno cada noche.
– Entonces, ¿quién es el siguiente? ¿Apuestas para el picahielos del miércoles? -El tono de Hardwick había cambiado otra vez, esta vez al registro cínico que Gurney sentía como si fueran unas uñas rascando la pizarra.
Un policía necesitaba distanciarse de las cosas, emplear el humor negro, pero a veces Hardwick parecía pasarse de la raya. A Gurney le disgustaba, aunque sabía que allí había algo más profundo: algo en ese tono le recordaba a su padre.
– Gracias por la información, Jack.
– Para eso están los amigos, ¿no?
Gurney entró en la casa y se quedó en medio de la cocina, tratando de asimilar todos los datos que había conocido en la última hora. Se quedó de pie junto al aparador. Con las luces de la cocina encendidas, no podía ver por la ventana. Así que las apagó. La luna estaba casi llena: una bola con un lado ligeramente aplanado. Su luz era lo bastante brillante para dar a la hierba un brillo gris y que los árboles del borde del prado proyectaran nítidas sombras negras. Gurney entrecerró los ojos y pensó que podía distinguir las ramas de la cicuta.
Entonces le pareció ver algo que se movía. Contuvo el aliento y se inclinó para acercarse a la ventana. Al apoyarse en el aparador, sintió un dolor desgarrador en la muñeca derecha y soltó un grito agudo. Supo, incluso antes de ver la herida, que sin darse cuenta había apretado la mano contra la punta afilada de la flecha que llevaba allí una semana. Se había hecho un corte profundo. Al encender la luz, comprobó que la sangre se le acumulaba en la palma de la mano, se deslizaba entre sus dedos y goteaba sobre el suelo.
40
Incapaz de dormir, a pesar de sentirse exhausto, Gurney se había sentado en la semioscuridad a la mesa del desayuno, mirando la cumbre del lado este. La madrugada se estaba extendiendo como una palidez enfermiza en el cielo: un reflejo preciso de su estado de ánimo.
Al oír su grito, Madeleine se había despertado y lo había llevado a la sala de urgencias del pequeño hospital de Walnut Crossing.
Habían estado allí cuatro horas. Normalmente hubieran estado listos en menos de una, pero de repente llegaron tres ambulancias con los supervivientes de un accidente tragicómico: un conductor borracho había derribado un poste telefónico que a su vez había derribado un anuncio que había actuado como rampa para propulsar por los aires una motocicleta que iba a toda velocidad y que aterrizó en el capó de un coche que venía en dirección contraria. Al menos esa era la historia que el personal de los servicios de urgencia contaban y recontaban en el exterior del cubículo donde Gurney había esperado a que le dieran los puntos pertinentes.
Era inquietante pensar que era su segunda visita a un hospital en menos de una semana.
En la sala de espera y en el camino de vuelta a casa, Madeleine le había mirado con preocupación, pero apenas intercambiaron palabras. Solo se dijeron cuatro cosas sobre el estado de su mano, acerca de aquel accidente de carretera tan extraño o sobre que necesitaban librarse de aquella maldita flecha, o al menos ponerla en un lugar más seguro.
Le podía haber contado otras cosas, quizá debería haberlo hecho. Podría haberle hablado sobre el localizador que había encontrado en el coche de Kim; acerca del que había hallado en el suyo; sobre el tercer asesinato, otra vez con un picahielos. Pero no dijo nada.
Se dijo que contárselo solo la inquietaría, pero en el fondo intuía que, tal vez, no había dicho nada para mantener sus opciones abiertas. Solo lo mantendría en secreto durante un tiempo, no es que pretendiera ocultar la verdad.
Cuando llegaron a casa, media hora antes del amanecer, Madeleine se fue a la cama con la misma expresión preocupada que había tenido casi toda la noche.
Él, por su parte, demasiado agitado como para conciliar el sueño, se sentó a la mesa y empezó a darle vueltas a todo aquello de lo que prefería no hablar, en especial a la serie de asesinatos.