– Se cortó con esa flecha -dijo Kim.
– Dios, era como una cuchilla -dijo Kyle.
Gurney se levantó de la silla.
– Vamos -dijo-, tomaremos unos huevos, tostadas y café.
Trató de aparentar normalidad, sonrió y se encaminó a la mesa de la cocina. Pensó en lo que le había pasado a Lila Sterne y en los localizadores GPS que había encontrado en los coches. ¿De verdad tenía derecho a guardárselo? ¿Y por qué lo estaba haciendo?
Aquellas dudas sobre qué era lo que de verdad guiaba sus actos siempre habían actuado como una suerte de termitas que minaban la paz mental que de vez en cuando lograba. Intentó concentrarse otra vez en los detalles mundanos del desayuno.
– ¿Qué tal empezar con un zumo de naranja?
Aparte de algunos comentarios aislados, desayunaron con un silencio casi incómodo. En cuanto terminaron, Kim, ansiosa por ocuparse de algo, insistió en recoger la mesa y lavar los platos. Kyle se quedó absorto comprobando sus mensajes de texto; daba la impresión de que los leía todos al menos dos veces.
Gurney volvió a pensar en cómo jugar su comodín. Solo tendría una oportunidad de usarlo. Tenía la sensación casi física de estar quedándose sin tiempo, de arena que caía a través del estrecho embudo, de que el tiempo lo arrastraba por los pies.
Imaginó un final de partida en el que podría enfrentarse al Buen Pastor. Un final en el que las piezas del puzle encajarían. Un final que probaría que su punto de vista, tan opuesto al de los demás, era el producto de una mente sana, no la fantasía de un policía herido que había dejado atrás sus mejores días.
Por otro lado, no disponía de tiempo para plantearse si su objetivo tenía sentido, si de verdad tenía alguna posibilidad de salir airoso. Lo único que podía hacer en ese momento era concentrarse en cómo plantear la confrontación y dónde.
Decidir dónde era fácil.
El cómo era el reto.
El sonido del teléfono lo devolvió al presente. Seguía sentado a la mesa, iluminada ya por el sol de la mañana. Kim y Kyle se habían retirado a los sofás, en el otro extremo de la sala. Su hijo había encendido un pequeño fuego en la estufa de leña.
Fue al estudio a contestar la llamada.
– Buenos días, Connie.
– ¿David? -Sonó sorprendida de localizarlo.
– Estoy aquí.
– ¿En el ojo del huracán?
– Eso parece.
– Seguro que sí. -La voz de Connie era nerviosa y enérgica, siempre parecía que se hubiera tomado unas cuantas anfetas-. ¿De dónde sopla el viento en este momento?
– ¿Perdón?
– ¿Mi hija aguanta o va hacia la salida?
– Dice que está decidida a dejar el proyecto.
– ¿Por la intensidad?
– ¿Intensidad?
– Los asesinatos del picahielos, la vuelta del Buen Pastor, el pánico en las calles. ¿Eso es lo que la está asustando?
– Han asesinado a gente a la que tenía cierto aprecio.
– El periodismo no es para tiquismiquis. Nunca lo fue y nunca lo será.
– Además, tiene la sensación de que su idea de un documental emotivo serio se está convirtiendo en un culebrón de RAM con mala pinta.
– Oh, joder, David, vivimos en una sociedad capitalista.
– Y eso significa que…
– Significa que el negocio de los medios (sorpresa, sorpresa) es un negocio. El matiz está bien, pero lo que vende es el drama.
– Quizá deberías tener esta conversación con ella, no conmigo.
– Ni hablar. Ella y yo somos agua y aceite. Pero a ti te admira. A ti te escuchará.
– ¿Qué quieres que le diga? ¿Que RAM es una empresa noble y que Rudy Getz es un tipo legal?
– Por lo que he oído, Rudy es un cabrón. Sin embargo, es un cabrón listo. El mundo es el mundo. Algunos lo afrontamos, otros no. Quiero que se lo piense dos veces antes de abandonar.
– En este caso, abandonar no sería tan mala idea.
Hubo un silencio, algo poco común en una conversación con Connie Clarke. Cuando ella habló otra vez, su voz era más baja.
– No sabes adónde podría conducir eso. Su decisión de ir a la Facultad de Periodismo, de licenciarse, de seguir esa idea suya, de labrarse una carrera en los medios por sí misma, todo ha sido como un salvavidas, la ha salvado de donde estaba antes.
– ¿Dónde estaba?
Hubo otro silencio.
– La mujer joven ambiciosa y centrada que estás viendo ahora es una especie de milagro. Hace unos años me tenía asustada. Después de que su padre desapareciera, abandonó la vida normal. Cuando era adolescente iba a la deriva. No quería hacer nada, no estaba interesada en nada. A veces estaba bien, pero enseguida se hundía otra vez en un agujero negro. El periodismo, el proyecto de Huérfanos, le ha proporcionado cierta guía. Le ha dado vida. Prefiero no pensar qué pasaría si abandonara.
– ¿Quieres hablar con ella?
– ¿Está ahí? ¿En tu casa?
– Sí, es una larga historia.
– ¿Está ahí ahora, en la misma habitación que tú?
– En otra habitación, con mi hijo.
– ¿Tu hijo?
– Otra larga historia.
– Ya veo. Bueno…, me encantaría oír esa larga historia cuando tengas tiempo de contármela.
– Será un placer, tal vez mañana o pasado. Las cosas están un poco complicadas ahora mismo.
– Ya veo. Entre tanto, por favor, recuerda lo que he dicho.
– Ahora tengo que irme.
– Vale, pero… haz lo que puedas, David. Por favor. No dejes que se autodestruya.
Después de colgar, se quedó de pie junto a la ventana del estudio, con la mirada perdida. ¿Cómo demonios podía alguien impedir que otro se autodestruyera?
Una nueva punzada de dolor en la mano. La levantó y la apoyó contra la ventana. El dolor se atenuó. Kim y Kyle estaban en la cocina, hablando en voz baja. Se oía el sonido de platos apilándose en el escurridor. Miró el reloj del escritorio. Al cabo de menos de una hora, tendrían que salir para su reunión con Rudy Getz.
Pero antes tenía cuestiones más apremiantes que resolver.
El comodín. La oportunidad de enviar un mensaje al asesino.
¿Qué mensaje?
¿Una invitación?
¿Para ir adónde? ¿Para hacer qué? ¿Por qué razón?
¿Qué podría querer el Buen Pastor?
Una cosa que siempre quería era seguridad.
Quizá podría ofrecerle la oportunidad de eliminar algún elemento de riesgo en su vida.
Quizá la oportunidad para eliminar a un adversario.
Sí, eso podría servir.
Una oportunidad para matar a alguien que causaba problemas.
Y Gurney conocía el lugar perfecto para ello. El lugar perfecto para el asesinato.
Abrió el cajón del escritorio y sacó una tarjeta de visita en la que no había escrito ningún nombre, solo un número de móvil.
Cogió su teléfono y llamó. Saltó el buzón de voz. No había saludo ni identificación, solo una orden brusca.
«Exponga el propósito de su llamada.»
– Soy Dave Gurney. Es un asunto urgente. Llámeme.
La respuesta llegó al cabo de menos de un minuto.
– Maximilian Clinter. ¿Qué pasa, amigo? -preguntó con su clásico acento irlandés.
– Tengo una petición. He de hacer algo y necesito un lugar especial para hacerlo.
– Bueno, bueno, bueno. ¿Algo importante?
– Sí.
– ¿Cómo de importante exactamente?
– No puede haber nada más importante.
– Nada más importante. Bueno, bueno. Eso solo puede significar una cosa. ¿Tengo razón?
– No leo la mente, Max.
– Yo sí.
– Entonces no tiene que hacerme preguntas.
– No era una pregunta, solo pedía una confirmación.
– Le confirmo que es importante. Además le pido poder usar su cabaña por una noche.
– ¿Puede proporcionarme algunos detalles?
– Todavía no los he pensado.
– La idea básica, pues.
– Preferiría no hacerlo.